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La encuesta de las dos Colombias

Un completo estudio sobre comportamiento político evidencia que quienes viven en el campo son más optimistas frente a la democracia y la paz. ¿Por qué?

5 de agosto de 2017

Desde hace rato se sabe que el comportamiento político en el campo y en la ciudad es diferente. El tipo de relaciones sociales, la cobertura educativa, la presencia del Estado y el acceso a la información inciden en que entre citadinos y campesinos haya una brecha en la manera de entender lo público y participar en política. La más reciente investigación del Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes corrobora esa tesis, y demuestra que en el entorno urbano y en el rural se entienden de diferente manera la paz, la corrupción y la política.

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El análisis, realizado a partir de 1.500 encuestas en las áreas urbanas y rurales de 47 municipios, concluye que en ambos escenarios ha caído la percepción de que la democracia es la mejor forma de gobierno. En otras palabras, ha aumentado el descontento frente a las reglas de juego de la política y han ganado terreno las preferencias autoritarias, en las que la mano dura es más valorada que la búsqueda de consensos. Aunque la reducción del apoyo a la democracia se ha dado por igual entre uribistas y antiuribistas, para Miguel García, director del observatorio, la pérdida de valor de la democracia entre los colombianos puede expresarse por las dinámicas políticas que se abrieron paso cuando Juan Manuel Santos anunció que la negociación con las Farc sería el eje de su mandato. La oposición radical a ese proceso, encabezada por un líder con alta popularidad como Álvaro Uribe, se ha traducido en “una caída en el apoyo al sistema político y en el respeto a las instituciones políticas, y un deterioro en la confianza hacia estas”.

Sin embargo, las actitudes hacia la democracia son más favorables en el campo que en la ciudad. Mientras en las zonas urbanas el 30 por ciento de la gente está satisfecha con la forma como funciona el gobierno, en las rurales esa cifra se acerca al 37 por ciento. Algo similar ocurre cuando se pregunta a los encuestados qué tanto respeto tienen por las instituciones políticas: entre los citadinos el porcentaje es del 46,4 por ciento, mientras que entre los campesinos es del 52,2 por ciento. La mayor confianza del campo se ve reflejada en menores niveles de pesimismo frente a la figura del presidente, el sistema de justicia y el Congreso. Una de cada tres personas del ámbito rural cree en el mandatario, mientras que en la ciudad lo hace una de cada cuatro. También llama la atención que en términos de gestión presidencial, desde 2013 la percepción del trabajo del presidente ha ido mejorando en el campo y ha ido en declive en las ciudades. Lo anterior puede explicarse porque desde ese año se consolidó la tendencia a la baja del número de víctimas del conflicto armado, las cuales las han puesto principalmente las zonas rurales. En otras palabras, allá se valoran más las implicaciones del proceso de paz, lo cual redunda en una mejor percepción sobre el mandatario.

En cuanto al funcionamiento del sistema judicial, la credibilidad en el campo es ocho puntos mayor (34,3 por ciento contra 26 por ciento en las zonas urbanas), y la diferencia entre los campesinos que creen que la justicia puede castigar al culpable de un asalto (45,5 por ciento) es de más de 15 puntos frente a quienes creen lo mismo en las ciudades (27,2 por ciento). Las razones de esta disparidad pueden deberse a que el anonimato citadino hace más difícil identificar al culpable de un delito, y a que –a pesar de la guerra– la percepción de tranquilidad suele ser mayor en las zonas rurales.

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En el campo político, la favorabilidad de los congresistas también es mayor entre los campesinos (27,2 por ciento) que entre quienes viven en la ciudad (23,6 por ciento). Lo anterior puede deberse a que en las zonas rurales más gente sigue viendo en los políticos a intermediadores ante el Estado, capaces de dar soluciones concretas a necesidades específicas como conexiones de servicios, vías o cupos escolares.

Es un lugar común entre algunos académicos considerar que la gente campesina es menos escéptica sobre la política porque tiene menos información. Sin embargo, el estudio del observatorio permite ver que las fluctuaciones en términos de credibilidad en el presidente, el Congreso y los políticos, en general, se presentan de forma simultánea en el campo y en la ciudad. Y que eso se debe a que en ambos entornos la mayoría se informa por los mismos canales: televisión nacional y radio. Por tanto –asegura García–, ni acceso a los medios ni su contenido determinan que los campesinos sean menos pesimistas que los citadinos. “Las diferencias de percepción se deben al contexto, y a cómo –en cada lugar– se ven los problemas. No a una brecha en niveles de información”, dice. Esa tesis se sostiene, además, en que los niveles de interés por la política son similares en ambos lugares y porque las expectativas de cambio son mayores en los entornos urbanos. “En las ciudades la gente ha visto procesos de modernización y, por tanto, hay más esperanza sobre lo que pueden hacer los políticos. En el campo, esas expectativas son menores”.

Además de los niveles de credibilidad, en el tema político hay otra diferencia entre el campo y la ciudad: en las zonas rurales la derecha tiene más espacio que en las urbanas. Más que con posiciones partidistas, esa orientación tiene que ver con la permanencia de algunos valores conservadores frente a temas como la homosexualidad, la eutanasia, el aborto o el sexo antes del matrimonio. El conservadurismo en el campo es de 66,3 por ciento, mientras que en las ciudades es del 54,3 por ciento. Lo anterior tiene que ver con el nivel educativo de los encuestados. En otras palabras, mientras más niveles ascienden las personas en el sistema de educación formal, más liberales son. Los colombianos que solo han estudiado primaria se ubican en un nivel de conservadurización de 68,7 sobre 100, mientras que entre los que llegan a la universidad esa calificación es de 46,8. En la misma línea, mientras en el campo una de cada tres personas se considera de derecha, en las ciudades solo una de cada cinco lo hace.

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El peso de los valores conservadores también causa que en el campo un colombiano acepte menos la posibilidad de que un hijo sea amigo de un desmovilizado (26,3 por ciento), que en la ciudad (37,6 por ciento). Así mismo, contrario a lo que se cree, de las personas que viven en el campo solo 13,9 por ciento apoyarían el partido político de las Farc, mientras que de las que viven en la ciudad lo haría el 15,7 por ciento. Sin embargo, las zonas campesinas apoyan la paz negociada en un 77 por ciento, mientras en las ciudades ese respaldo solo alcanza un 64,8 por ciento. En plata blanca, a pesar del conservadurismo, en el campo hay mayores niveles de conciencia de los beneficios que trae la desmovilización de las Farc.

En cuanto a la corrupción, la gravedad de este problema también se percibe menos en el campo (50,5 por ciento) que en las ciudades (62,2 por ciento), lo cual se debe a que en las zonas rurales hay, paradójicamente, menos presencia estatal. En otras palabras, al haber menos instituciones que interactúan con la gente, hay menos posibilidades de soborno. Mientras uno de cada diez habitantes rurales justifica pagar una coima, esa cifra en las ciudades se duplica. Para García, “la estructura estatal en el campo es menos compleja y menos anónima. El Estado es más pequeño y la gente conoce al alcalde, al policía o al juez. Eso genera menos posibilidades de corrupción”.

Además de las percepciones, el mayor optimismo en el campo se explica porque, con el fin de la guerra, en los últimos años el país ha podido hacer mayores inversiones en infraestructura, escolaridad y acceso a la información en las áreas rurales. Por eso, el reto del Estado en el posconflicto, más que mantener los niveles de optimismo en algunas zonas, es darle una respuesta institucional a sus expectativas. “En el campo, sobre todo, la paz fortaleció la idea de que hay un Estado que puede cumplir”, concluye García.