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La etiqueta “naranja” es nueva. El estudio y fomento de las industrias creativas y culturales, no

En Colombia, el mapeo nacional del sector cultural y las iniciativas para su fortalecimiento se remontan a décadas antes de la llegada de Iván Duque al poder. No obstante, esa historia parece estar desconociéndose en la discusión actual sobre la economía creativa en el país.

Felipe Sánchez Villarreal
25 de septiembre de 2019

Aunque no siempre sea sencillo notarlo, la ciencia económica y la crítica de arte comparten cuna. A finales del siglo XVIII, a un lado y al otro del Canal de la Mancha, Adam Smith y Denis Diderot dieron origen a estas dos disciplinas casi en simultáneo. Mientras Smith escribía el texto fundacional de la economía moderna, imaginándose antes filósofo moral que prócer de lo mercantil y, por tanto, advirtiendo alguna finalidad estética en su prosa, Diderot inauguraba la reflexión crítica sobre el arte y el valor al sostener que, si lo bello tendría que ser útil, el objeto más hermoso en un hogar sería necesariamente el inodoro. En ese entonces se encendía la mecha de dos grandes tradiciones intelectuales que, por muy distantes que a priori resultaran sus abordajes, estaban destinadas a entrelazarse.

En efecto, las tensiones engendradas por ese hermanamiento han dado lugar a un campo de estudio muy fértil y diverso: el de las industrias creativas y culturales. Es tan ecléctico el carácter de ese ámbito de pensamiento que en él convergen tanto los sociólogos de la Escuela de Frankfurt como la Iovine and Young Academy de la University of Southern California, programa financiado por el rapero Dr. Dre para formar emprendedores en la intersección del diseño, tecnología y negocios. Esto por no mencionar el National Endowment for Science, Technology and the Arts (NESTA), un think tank británico muy influyente en temas de innovación, o el vernáculo Convenio Andrés Bello. Hablamos, pues, de una confluencia de lo público y lo privado, lo global y lo nacional, lo académico y lo profesional, lo monetario y lo simbólico, que no para de expandirse a medida que la digitalización de las actividades cotidianas, sean productivas o de ocio, se acentúa.

Si las industrias creativas engloban todas las actividades que generan riqueza a partir de propiedad intelectual, la evolución de la tecnología y su repercusión en nuestras formas de vida no hace sino ampliar el alcance e impacto de esa taxonomía. Pensemos que si hace apenas cuarenta años la industria del cine se enfocaba solo en distribución en salas y apenas comenzaba a perfilar el mercado de las cintas domésticas de video, hoy contempla el streaming, los soportes móviles, la grabación casera, el contenido interactivo y empieza a abrirse a la realidad virtual y aumentada. Es algo que se aplica a todas las ramas del arte y el entretenimiento, incluidas en las industrias culturales, pero también a otras como los videojuegos, la moda, la arquitectura o el sector editorial, que comparten la raíz creativa. Es más, si la economía creativa comprende las actividades cuyo modelo de negocio se fundamenta en el talento, habilidades y creatividad humanas, esta alcanza algunas tan antiguas como las estatuillas que se intercambiaron en Sumeria o las comisiones del Papa Julio II en el Vaticano, del mismo modo que toca a aquellas cuyo fuerte componente tecnológico las haría imposibles apenas unos meses atrás.

Sin embargo, esto no quiere decir que el trabajo serio y sistemático de estos temas sea cosa del último par de años. En los Estados Unidos las industrias fonográfica y cinematográfica funcionan con una estructura equiparable a las de otros grandes sectores productivos desde finales del siglo XIX; la academia lleva especializándose en el tratamiento de las artes como creadoras de valor al menos desde 1960 y las actividades editoriales ya dejaban huella en el PIB francés hacia 1850. Es importante anotar todo esto para remarcar que los estudios que se enfocan en la intersección de la actividad creativa y los mercados hacen parte de una genealogía larga e ilustre, en la que el rol pionero de unos Baumol y Bowen, o Throsby y Towse, a nivel mundial, lo podrían complementar en Colombia Gonzalo Castellanos, Germán Rey, Luis Alberto Zuleta, Mauricio Reina, David Melo o Sylvia Amaya. Y esa no es una anotación menor: por una vez Colombia es la excepción positiva en lo que hace a la trascendencia de esos esfuerzos a nivel regional, adelantando incluso a potencias como el Reino Unido en el análisis riguroso de las industrias culturales.

Conviene aquí hacer dos distinciones. La primera: la economía creativa excede en alcance a las industrias culturales, puesto que su amplia definición le permite alejarse de lo artístico sin desnaturalizarse. Hoy casi no existen actividades económicas que puedan o quieran reconocer su modelo de negocio como antagónico al talento y creatividad. Se nos ocurren pocos ejemplos fuera de la ganadería y agricultura intensivas o el “engorde” de propiedades inmobiliarias. Por su parte, la ahora popular etiqueta de “economía naranja” ha puesto acento en lo cultural, afirmando que se fundamenta en la creación, producción y distribución de contenido “de carácter cultural y creativo”. Esa preeminencia enunciativa puede deberse a una intención de reconocer las potencialidades de los artistas colombianos, de asumir las limitaciones competitivas y estructurales inevitables en actividades creativas más demandantes de capital para escalarse, o tal vez intenta sugerir cierto carácter primigenio en la política nacional de fomento a las artes, si se compara con las enfocadas en ciencia, tecnología y afines. Eso último, incluso por omisión, resulta inexacto.

Esto nos lleva a la segunda distinción. La economía de la cultura toma dos facetas, vinculadas a su respectivo enfoque. La primera más de medición, modelado, análisis y estudio del sector, y, por tanto, de tonos más académicos. La segunda se orienta hacia el fomento de la producción y consumo de bienes culturales, y su consiguiente conteo macroeconómico, acercándose por tales matices a la política pública. Ahí es donde atestiguamos la magnitud del prodigio que antes mencionábamos, pues Colombia es pionera en ambas vertientes. En cuanto a la política pública, se puede establecer un punto de partida simbólico en las leyes del libro, de patrimonio o la creación del Ministerio de Cultura, en la segunda mitad de los noventa. Esa serie de esfuerzos se sistematizan, consolidan y aceleran con el nuevo milenio y la Cuenta Satélite de Cultura o la Ley de Cine. Es una línea del tiempo que no es difícil continuar dibujando, sin exabruptos, hasta hoy.

Habiendo dicho eso, el actual paquete de iniciativas y políticas “naranja” se parece mucho a las que en 1997 puso en efecto Tony Blair. Sus primeras medidas fueron la creación del DCMS (Department of Culture, Media and Sport), equivalente a un ministerio, y de la Creative Industries Task Force, una entidad dedicada a mapear y caracterizar el sector creativo en el Reino Unido. Las metas trazadas también son similares a las “naranja”, y a primera vista se alcanzaron con gran éxito: el aporte del sector creativo al PIB pasó de 4% en 1997 a 8% en 2004, el sector creció un 5% anual en promedio, las exportaciones creativas llegaron al 4.3% del total, etc. Eso sin olvidar que Blair logró asociar las tendencias modernizadoras de su nuevo gobierno (New Labour, tercera vía) con el sector creativo, codeándose con las grandes luminarias de esa Cool Britannia que tuvo en Oasis y las Spice Girls sus efímeros estandartes. A más de uno le debe apetecer traducir lo que Blair hizo en los noventa, en la tierra de Adam Smith y escoltado por los Gallagher, a 2020 y ese Medellín que es toda una usina creativa del pop latino.

Pero antes de considerar esas perspectivas como promisorias para el caso colombiano, reparemos en los detalles que no siempre aparecen en los reportes anuales. Si bien muchos de esos logros macroeconómicos se alcanzaron incrementando los subsidios e inversión pública en cultura, las políticas de contracción del sector público desmantelaron la sanidad, el subsidio de desempleo y similares programas de bienestar público que habían permitido la emergencia de bandas como New Order o The Smiths en la década precedente. Sucede algo parecido cuando se desagregan las cuentas nacionales y se nota la desproporción entre los ingresos generados por bienes de catálogo como los Beatles, James Bond y Shakespeare, con respecto a obras de nuevos creadores: Stormzy es muy cool pero nunca venderá lo mismo que “Let it be” y eso puede ser un problema. Son factores a considerar para el caso colombiano, de admitida inspiración británica desde que Felipe Buitrago fue uno de los responsables de la colombianización de ese modelo desde el British Council.

No es casual que el arquitecto intelectual de los programas y políticas de economía creativa en el Reino Unido fuera John Howkins, también seminal para Duque y Buitrago en la redacción del documento maestro de la “economía naranja”. Pero si el primer intento de un mapeo nacional del sector cultural parece encontrarse en Australia en 1994, y no se daría en el Reino Unido hasta 1998, como prerrequisito de las iniciativas de fortalecimiento del sector creativo, en Colombia ese trabajo se inició década y media antes de la llegada de Iván Duque al gobierno.

Si bien ya existían precedentes relevantes, no exageramos al considerar los documentos desarrollados en torno al Seminario Internacional sobre Economía y Cultura en 2000, patrocinado por el BID, Convenio Andrés Bello y el Ministerio de Cultura de Colombia, como un parteaguas que no solo se animaba a aproximar los mundos de la cultura y los mercados, sino que reconocía la necesidad de establecer espacios en los que las artes puedan existir más allá y más acá de los ámbitos comerciales y la lógica de industria. Reemergían, pues, Smith y Diderot en casa nuestra. El fruto de ese trabajo se recoge en el libro Economía y cultura: la tercera cara de la moneda, editado en 2001 bajo la coordinación del Convenio Andrés Bello, y con la participación Juan José Echavarría, Jesús Martín-Barbero, Germán Rey, Omar Rincón y Ramiro Osorio, entre otros. Considerada su relevancia, ambición y apertura a tan diversos enfoques, su omisión constituye un curioso punto ciego, no el único, en la discusión contemporánea de la economía creativa.

Precisamente, pocas veces se reconoce el rol pionero que lleva desempeñando Colombia en el estudio, cuantificación y análisis de la economía de la cultura. Una tarea no siempre tan visible como valiosa, que remonta veinticinco años y es por eso precursora no solo en la dimensión nacional, sino iberoamericana. Documentos tan emblemáticos como las sucesivas caracterizaciones y mediciones sectoriales, las investigaciones sobre la champeta, fiesta y carnavales como actividades de gran calado económico, los mapeos de las distintas cadenas de valor en el sector audiovisual, son hitos imprescindibles del pensamiento y construcción de las industrias creativas y culturales en este país. 

Con el impulso producto de las múltiples circunstancias positivas hoy alineadas con las actividades económicas creativas, conviene reducir la velocidad y volver la vista al pasado inmediato, en busca de lecciones relevantes para el futuro. O, al menos, para evitar el fetiche del año cero; esa compulsión del horizonte temporal corto tan endémica a nuestro contexto. Quizás la etiqueta “naranja” es nueva, pero ni la lógica de fomento gubernamental del sector creativo es inédita, ni parte de ceros en Colombia y menos dependerá su éxito de la voluntad de unos pocos actores institucionales.

A nadie se le escapa que el sector creativo en Colombia está experimentando un momento insólito desde múltiples perspectivas. La entidad estética de la obra de artistas y creadores colombianos, que dejaremos valorar a los descendientes de Diderot, continúa diversificándose, elevándose y resignificándose. El volumen y proyección de esas obras, que quizás podríamos cuantificar los que nos sentimos un poco más próximos a la estirpe de Adam Smith, tampoco deja de incrementar su relevancia. Entonces, podemos afirmar que no es tanto que esté todo por hacer en las industrias creativas colombianas, o que las iniciativas actuales sean intenciones aisladas y con una fecha de caducidad demarcada por los ciclos políticos; menos que tan fenomenal momento emerja ex nihilo y devenga en una fortuita y repentina panacea. La economía creativa en Colombia tiene un pasado importante, demasiado vivo y valioso como para querer arrollarlo con la inercia de un tren desbocado. Y, por la salud y robustez de esas mismas raíces, tiene un futuro tan largo como el tiempo que nos separa de los motores de vapor y enciclopedias con los que Smith y Diderot se sintieron en el umbral de una era en la que parecía que las ideas y su efervescencia lo podrían todo.

*Profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas en la Pontificia Universidad Javeriana. rojavier@javeriana.edu.co