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Jaime Cerón, columnista de Arcadia.

Imágenes Verbales

La obsolescencia de la singularidad

Durante los últimos 7 meses, la circulación de las prácticas artísticas de todos los campos, se ha visto tremendamente limitada en todo el mundo. La obligada virtualidad, ha hecho que el único encuentro posible entre espectadores y obras ocurra en la intimidad...

Jaime Cerón
29 de octubre de 2020

Durante los últimos 7 meses, la circulación de las prácticas artísticas de todos los campos, se ha visto tremendamente limitada en todo el mundo, al punto que prácticamente el único canal que ha sido posible usar es el de la virtualidad asociada a las pantallas. Esto ha hecho que el único encuentro posible entre los espectadores y las obras ocurra en una situación de intimidad.

Para campos como la literatura, la música o las artes audiovisuales esta experiencia no ha generado una transformación tan dramática, porque históricamente hemos comprendido que una obra literaria es un libro, o que una obra musical es un acetato o un cd (o un archivo digital) y desde que aparecieron los video reproductores ha sido posible asumir que las obras cinematográficas -o de video- fueron video casetes, discos o archivos en una plataforma. Es posible adquirir este tipo de obras o tener acceso a ellas por préstamo o alquiler, pero nunca dudaríamos que estamos accediendo a la experiencia original que sustenta su sentido.

Claramente estos campos artísticos lograron superar las suspicacias relacionadas con la reproductibilidad técnica que permite que no haya un solo manuscrito de un libro, como en el medioevo, sino una (o muchas) ediciones o reediciones que garanticen su circulación y permitan cumplir con su vocación pública en tanto práctica artística. Todos los seres humanos podemos conocer cualquier obra literaria leyendo un libro en solitario o podemos conocer cualquier obra musical oyendo una grabación en un disco o descargando un archivo y también hemos visto obras audiovisuales en diferentes pantallas. Esto no quiere decir que no exista un goce en participar de una lectura pública con el autor, o de las innumerables actividades de una feria literaria o que para muchas personas la experiencia de la música en vivo sea insustituible o que sea todo un plan asistir a una sala de cine. Sin embargo, la experiencia de base sigue siendo de uno a uno.

Pero esta situación no se ha experimentado de igual manera, con la circulación del teatro, la danza y las artes visuales, que han visto restringida su experiencia al contacto directo o en vivo con sus manifestaciones. Si bien se editan libros de dramaturgia o de diseño coreográfico o se documentan obras teatrales o de danza en libros ilustrados con fotografías o en piezas audiovisuales, no suele ser el camino mediante el cual los seres humanos experimentamos estos campos. Los mismo ocurre en las artes visuales.

La mayor parte de las personas que han estudiado artes visuales durante las últimas 3 décadas, a lo largo y ancho del mundo, han tenido que leer el breve ensayo “la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” que Walter Benjamin escribió a mediados de los años treinta, cuando Hitler ya gobernaba Alemania.

La peculiaridad de este texto es que parece antagónico a las ideas emergentes en torno al arte moderno que ya por ese entonces habían comenzado a alinear las acciones de instituciones como el museo y la academia, con las del mercado, que celebraban de manera acrítica la idea de que el arte surgiría de una experiencia de originalidad que embebía tanto a las obras y los autores, como a la propia actividad creativa.

El concepto de originalidad hace parte de la herencia que nos dejo el romanticismo y se basa en la valoración de lo único, lo auténtico y lo singular como fundamentos de las obras. Las prácticas del arte en diferentes épocas y culturas se han basado en la adopción de convenciones culturales, de manera que podrían entenderse como la incesante repetición de los mismos códigos. Valorar el arte por su hipotética originalidad parece ignorar la importancia de la repetición o la reproductibilidad dentro de su práctica. En los siglos precedentes a nuestra época se desarrollaron métodos de reproductibilidad técnica, que permitieron serializar la proliferación de imágenes, ya fuera como piezas gráficas o como esculturas múltiples, que luego serían complementados por la fotografía. Sin embargo, estamos aún lejos de considerar que una foto de una obra que circule en internet suscite el mismo deseo de ser vista que una obra “original” en un espacio de exhibición o más aun, que lleguemos a pagar por ella. Sin embargo, desde marzo solo hemos podido acceder a las grandes exposiciones o las nuevas obras de los artistas por sus cuentas de Instagram, sus sitios web o los intercambios generados por las nuevas plataformas virtuales de interacción social.

No, es necesario que logremos entender que es lo que nos impide pensar que ver un libro de un artista o visitar sus obras en las redes sociales o sitios web, es una forma legitima de experimentar su trabajo. La reproductibilidad técnica de la que hablaba Walter Benjamín, al parecer, necesita seguir siendo revisada, porque desde hace décadas que los artistas han estado concibiendo sus proyectos desde el mismo seno de la reproductibilidad, lo que se ha incrementado por las herramientas tecnológicas que no han dejado de emerger. La serialidad llegó para quedarse.

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