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Dolor en los Óscar

El Óscar este año viene cargado de dolor. De mucho dolor.

Alonso Sánchez Baute, Alonso Sánchez Baute
14 de febrero de 2017

Hay heridas profundas que nunca cicatrizan, quizá porque no se localizan en parte alguna del cuerpo. No sangran, no supuran ni se infectan. Tampoco hay manera de probar su dolor o de exhibirlo como se ostentan las cicatrices de guerra. Le pasa a Casey Affleck al dar vida a un hombre quebrado huyendo de sí mismo; un hombre que no logra superar la culpa por las consecuencias de una noche de juerga y ahora busca desesperado un castigo (¡Qué lejos ha quedado atrás John Wayne!).¿Qué pasa cuando el dolor se queda a vivir para siempre en casa y un día nos toca volver al lugar donde se originó? O, ¿cómo responsabilizarnos de un hijo ajeno cuando no supimos hacerlo con los propios? El final de Manchester junto al mar nos recuerda a Jonathan Safran Foer: “Uno no puede protegerse de la tristeza sin protegerse al mismo tiempo de la felicidad”.

El Óscar este año viene cargado de dolor. De mucho dolor. Manchester junto al mar, pero también Jackie, la bellísima película del chileno Pablo Larraín que narra lo que vivió la Primera Dama durante los días siguientes al asesinato de Kennedy. Con mirada latina, Larrain nos muestra el duelo de una mujer sola (nadie de su propia familia la acompaña, ni una amiga siquiera. Tan solo su cuñado Bobby vela por ella) que, acorralada por el silencio –por los silencios–, no logra olvidar la última imagen de su marido ni decidir cómo será su funeral. El silencio es vecino del dolor y a Jackie la vemos siempre ida, quebrada, perdida, ni siquiera llora; ella, una chica de sociedad que ha sabido llevar la cultura y el buen gusto a la Casa Blanca, debe ahora soportar el profundo temor de tener que seguir viviendo.

El dolor en Lion es otro: el protagonista necesita conocer sus orígenes, reencontrarse con su pasado, con su sangre y su cultura, en esta historia real de un veinteañero que, al mejor estilo de Proust y su magdalena, tan solo con probar un bocado recuerda cuando, en su niñez, se perdió de casa, a miles de kilómetros de donde ahora vive. La película decae, pero la actuación de Dev Patel es profundamente conmovedora.

Pero de dolor, en los Óscar de este año, quizá quien más sabe es Chiron, el chico dulce de Moonlight que nunca recibe afecto, apenas una caricia en la adolescencia, en este retrato de “crecimiento” de un homosexual que muestra la herida que abre para siempre el matoneo. ¿Habría sido igual la historia de Chiron si no hubiera crecido bajo el constante temor del matoneo? En su búsqueda de identidad hay una densa historia familiar marcada por la droga: la madre que la consume, el protector que la vende. Y hay también –otra vez– mucho silencio, pues a quien no puede querer se le dificulta hablar. Chiron sólo habla con la mirada, quizá porque el fantasma del rechazo crea soledades. ¿En qué momento la soledad se convierte en herida? Una herida, por demás, vergonzosa; una herida que se calla, que se esconde, porque hablarla es también una confesión de debilidad. “Bajo la luz de la luna, los chicos negros parecen azules”, dice la película. El azul de la tristeza del chico bueno acorazado con el cuerpo del hombre malo; del macho que nunca logra madurar sus emociones, que nunca crece; el chico bueno que, como Borges, comete el peor de todos los pecados: no ser feliz.

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