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Un triste final

El chavismo solo podrá sostenerse si se vuelve de verdad tiránico y deja de jugar a la fingida democracia parlamentaria por un lado y a la falsa revolución popular por el otro. Pero no puede hacer ninguna de las dos cosas.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
22 de abril de 2017

Supongamos que por la protesta callejera y la presión internacional, y ojalá sin que sea necesario que se multipliquen los muertos cuyo goteo empezó con la represión de la gran marcha del miércoles pasado, cae Nicolás Maduro. Y aún –llevando las cosas al extremo– supongamos que cae el régimen chavista en Venezuela.

No por tiránico, sino por inepto. Nunca, que yo recuerde, ha caído un régimen tiránico por el simple hecho de serlo –salvo cuando ha entrado en el juego una revolución sangrienta o una guerra internacional. El chavismo solo podrá sostenerse si se vuelve de verdad tiránico y deja de jugar a la fingida democracia parlamentaria por un lado y a la falsa revolución popular por el otro. Pero no puede hacer ninguna de las dos cosas: no tiene las bases sociales necesarias, y ya se le acabaron el carisma de Hugo Chávez y el dinero del petróleo, que eran dos de las tres patas en que se sostenía. Solo tiene el respaldo del Ejército. Y hasta ahora el Ejército, aunque leal al régimen, no ha querido seguirlo en sus posiciones extremas: el desconocimiento del resultado electoral de hace dos años o el golpe contra el Parlamento (la Asamblea) de hace dos semanas. Es un respaldo a medias, como el que tuvo, digamos, el perezjimenismo hace 60 años o el régimen de los partidos hace 20. No es una garantía.

Así que supongamos que cae Maduro. ¿A dónde irá?

Depende de si tiene o no tiene dinero.

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Si tiene dinero no tendrá problemas, salvo los de la nostalgia. En la misma Venezuela los ejemplos más recientes son el de Carlos Andrés Pérez, fastuosamente refugiado en Miami, y el de Marcos Pérez Jiménez, fastuosamente refugiado en Madrid. Los dos tuvieron sus rifirrafes con la Justicia, pero la fortuna acumulada en sus años de poder terminó por sacarlos adelante. Otro tanto les había pasado, sin salirnos de la historia de Venezuela, a Páez exiliado en Nueva York, a Guzmán Blanco o a Cipriano Castro en París, después de sus respectivos derrocamientos. Maduro, si tiene con qué, solo tendrá la dificultad de la escogencia. ¿Una isla del Caribe? Cuba tiene el problema de que allá hay racionamiento, como en la misma Venezuela que dejaría atrás. Pero otra media docena de países caribeños se han visto favorecidos por la generosidad petrolera del régimen chavista: Jamaica, las Bahamas, Dominica… O Pekín: allá vivió durante años el derrocado príncipe camboyano Norodom Sihanuk como un verdadero príncipe, y eso que la China era entonces más comunista que ahora. O Moscú, que también es últimamente destino de oligarcas perseguidos.

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Porque el exilio dorado no es exclusividad de presidentes venezolanos derrocados. Les pasa a todos, salvo que tengan la mala suerte de que los fusilen. Todos los que se caen suelen tener un mullido colchón en el cual caer. España ha sido tradicional asilo de exdictadores latinoamericanos –Perón, Pérez Jiménez, Fulgencio Batista–, y Francia de africanos, pero también los ha habido refugiados en Libia o en el Paraguay o en Arabia Saudita, o incluso en los Estados Unidos, aunque estos suelen abandonar a sus amigos en desgracia. Y ese es el caso, justamente, de los que no tienen dinero.

Fue lo que le pasó al general panameño Manuel Antonio Noriega, derrocado por la invasión norteamericana a su país en 1989. Todavía está preso, 28 años después. No porque no tuviera sus ahorritos, sino porque no tuvo tiempo de pasar por su casa a recoger las maletas cuando corrió a pedir asilo en la Nunciatura Apostólica. El nuncio del papa lo entregó a los norteamericanos, y estos le anularon las tarjetas de crédito y le congelaron las cuentas bancarias, dejándole retirar solo lo estrictamente necesario para pagar a sus abogados en el juicio que le siguieron por narcotráfico. Ni siquiera le pagaron sus sueldos atrasados de agente de la CIA. Sus abogados cobraron los honorarios, pero no tuvieron éxito en la defensa. Con lo cual el general pasó 20 años preso en los Estados Unidos, donde había hecho sus estudios para dictador en la famosa Escuela de las Américas; y después 10 más en Francia, que en sus días de poder lo había condecorado con la Cruz de la Legión de Honor; y finalmente regresó a Panamá, en donde sigue en la cárcel. La prensa informa que en días recientes lo han dejado salir de su calabozo para que lo operen.

Pero al margen de la suerte personal de Nicolás Maduro, lo que estamos viendo es un triste final, entre tragedia y farsa, para algo que empezó tan cargado de promesas como ha sido la llamada Revolución Bolivariana. Lejos de satisfacerlas, ha arruinado a Venezuela; y, de paso, ha conseguido cubrir de ridículo el nombre de Bolívar. 

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