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Turbios escenarios

El desenlace pacífico de las elecciones no pone punto final a la crisis que vive Venezuela. Simplemente pospone su resolución.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
12 de diciembre de 2015

Antes de las elecciones, Nicolás Maduro prometió solemnemente que “no entregaría la revolución” en caso de derrota. “Si se diera ese escenario hipotético negado, negado y transmutado –dijo, y ahí soltó una sonrisita de picardía o de orgullo retórico–, yo gobernaría con el pueblo. Siempre con el pueblo, y en unión cívico militar”. Y añadió: “Venezuela entraría en una de las más turbias y conmovedoras etapas de su vida política (…) y la revolución pasaría a una nueva etapa. (…) Quien tenga oídos que entienda: ¡La revolución no va a ser entregada jamás!”.

Pero vino ese escenario, más transmutado que lo soñado o temido por vencedores y vencidos: la oposición al chavismo gobernante se llevó cerca de 8 millones de votos, casi dos más que las listas oficialistas: un 66 por ciento del sufragio, y con él la mayoría absoluta de dos tercios en la Asamblea Nacional. Como no cabe pretender que esos 8 millones eran todos pitiyanquis u oligarcas, hay que entender que a Maduro esta vez lo abandonó el primer elemento de esa unión cívico militar: el pueblo. Eso no muestra que, como dicen, haya sido “manipulado el descontento”, sino que el descontento existe. La derrota del chavismo (pues en las elecciones democráticas nunca gana nadie: pierde alguien) es el resultado de 16 años de fracasos económicos y de corrupción creciente. Y no la puede Nicolás Maduro transmutar en “una derrota de coraje, de valor y de dignidad”, como la que sufrió en 2007 Hugo Chávez, recién reelegido presidente, con su referendo constitucional. Porque no tiene el carisma de Chávez, y porque no tiene tampoco el colchón de seguridad de los altos precios del petróleo. Los pueblos aguantan la corrupción de sus gobiernos en tiempos de vacas gordas, cuando el asistencialismo populista da para el reparto: pero esos tiempos se fueron de Venezuela con la caída petrolera. Y si no es posible transmutar la derrota electoral en victoria moral, menos aún se la puede atribuir al éxito social, como lo hacen algunos chavistas extranjeros como los del partido español Podemos: diciendo que los pobres, al ser sacados de su pobreza por el Socialismo del Siglo XXI, se volvieron de derecha. La misma tesis estrambótica que alegó en Bogotá el alcalde Gustavo Petro para explicar el derrumbe electoral de su movimiento Progresistas.

Y parece que, borrado el respaldo mayoritario de la primera mitad de la ecuación cívico militar, la del pueblo, se retiró también el apoyo de la segunda: la del Ejército. En la noche del domingo de elecciones, cuando la inexplicada demora del Consejo Nacional Electoral en publicar los resultados daba alas a las sospechas de que habría fraude, el ministro de Defensa general Vladimir Padrino apareció intempestivamente en las pantallas de la televisión, rodeado por media docena de generales con los brazos severamente cruzados sobre el pecho, para dar un parte de “tranquilidad”. Una advertencia al CNE y al gobierno de que las Fuerzas Armadas no querían cohonestar la violencia (“una matazón”, se dijo) que sería inevitable de cometerse el fraude: de que no estaban dispuestas a matar, ni a hacerse matar, por la Revolución Bolivariana.

Pero el desenlace pacífico de las elecciones no pone punto final a la crisis que vive Venezuela: simplemente pospone su resolución. Ya se están reacomodando, o desacomodando, esos dos engendros de 100 cabezas que son la MUD, Mesa de Unidad Democrática que agrupó a la oposición para las elecciones, y el PSUV, Partido Socialista Unido de Venezuela, que concentra el chavismo. No están tan unidos como lo indican sus respectivos nombres. Al contrario. La MUD está integrada por dos docenas de partidos de todas las tendencias y todos los tamaños, y ya un sector pide la revocatoria inmediata del presidente, y otro llama a la prudencia y a la calma, y otro más exige la liberación de los presos políticos; y enfrente el PSUV es también una colcha de otros tantos retazos, cosidos por la fuerza por Chávez y su autoridad absoluta y mal mantenidos por la autoridad dividida de sus sucesores Nicolás Maduro, presidente de la República, y Diosdado Cabello, presidente (ahora de salida) de la Asamblea Nacional. Y están además las milicias obreras, los ‘colectivos’ callejeros armados del chavismo popular, a quienes maduro en una de sus difusas y dispersas improvisaciones llamó “el brazo armado de la revolución” e invitó a salir a la calle a defenderla “en cualquier escenario”.

El presidente cubano Raúl Castro le envía un mensaje de ánimo al derrotado Maduro: “Estoy seguro de que vendrán nuevas victorias de la Revolución Bolivariana y chavista bajo tu dirección”.

Y están –otra vez– los militares. Que han sido siempre el fiel de la balanza en las más turbias y conmovedoras etapas de la vida política de Venezuela.

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