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El fiscal y la bacinilla

Todo le duele. En la cama no encuentra acomodo. Es la primera vez en la vida que no sabe cómo voltearse.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
8 de julio de 2017

En la habitación 708 de la Clínica del Country se recupera el señor fiscal del accidente que sufriera mientras conducía su carrito de golf. Batola verde de paciente abierta atrás, las gafas gruesas sostenidas por la nariz, analiza unos documentos bajo la luz de la mesita auxiliar, cuando la enfermera en jefe lo interrumpe:

–Doctor fiscal: lo voy a chuzar…

–¿Una chuzada? –responde, por instinto, el fiscal–; ¿y tiene orden de mi despacho?

–Me refiero a la vacuna, doctor...

–¿Quién está vacunando, señorita? ¿Las Farc? ¡Yo sabía!

–Me refiero –lo interrumpe la enfermera mientras le hace señas para que se voltee– a que es la hora de su calmante, doctor fiscal: ¿dónde desea que se la ponga, en la derecha o en la izquierda?

–Si va a chuzar, chuce a la izquierda, como es tradición –ordena, como si estuviera en comité.

–Tome aire…

–Ya casi no me queda… Y eso que no llevo ni un año…

–Listo, doctor: y ahora regreso por el lavado…

–¿De activos?

–El lavado de asiento, doctor…

El señor fiscal procura volver a sus papeles, pero no se puede concentrar. Toma entonces el periódico, para distraerse, pero no lo consigue. Le duele la columna. En especial la que está leyendo: una en la que el columnista se pregunta cómo es posible vivir en un país en que el fiscal anticorrupción cae por corrupto: ¿qué sigue? ¿Que capturen a un secretario de Seguridad por nexos con bandas criminales?

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Todo le duele. En la cama no encuentra acomodo. Es la primera vez en su vida que no sabe cómo voltearse. No soporta la presión en la espalda, pero tampoco en la prensa: ¿cómo diablos resultó así de cochino ese fiscal, se pregunta Martínez, si venía lo más de bien recomendado? ¿No fue, acaso, el único candidato que pasó la prueba de polígrafo? Procura recordar cómo llego la hoja de vida a su despacho: ¿me llegó vía Germán, vía su hermano Enriquito?, se pregunta mientras entrecierra los ojos, como si de ese modo recordara mejor… ¿Fue Ricaurte, acaso, fue Bustos? Sería la típica operación de Bustos, piensa: Bustos siempre trata de quedar parado. ¿O me lo mandó, acaso, la exmagistrada Luz Marina, vía fax desde un crucero?

Desde aquella novia de la adolescencia, no sentía que nadie le fuera tan infiel: ¡dejarlo a él, el fiscal de los Cacaos, por un cochino mozo de la costa, ese tal Lyons!

Lo saca de sus elucubraciones el doctor Lopera.

–¿Y cómo va este pacientico?– pregunta para ganar confianza.

–Este dolor me va a matar.

–¿Dónde es?

–Es a mis espaldas, lo cual me recuerda a Ernesto, para quien trabajé –le dice.

El doctor lo ausculta, como si fuera un sabueso del CTI.

–Acá hay alto torcido –dice, con el ceño fruncido.

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–¿Ahí también? –se desencaja el fiscal.

–Parece una dolencia desconocida…

–¿De cero a Juan Carlos Pinzón, qué tan desconocida? –indaga.

–¿Quién, perdón?

–¿Qué tan complicado es el asunto, mejor dicho?

–Pues en la radiografía no aparecía nada, apenas un bache vacío…

–Lo cual me recuerda a Pastrana, para quien también trabajé –deduce el fiscal.

–Pero acá detecto una masa, quizás maligna…

–Lo cual me recuerda, ahora, a Uribe, de quien también soy amigo.

–Aunque es un poco gelatinosa…

–Como Santos, a quien serví…

–Ordenaré nuevas pruebas –dice el doctor.

–Si son de polígrafo, puedo traer el de Recursos Humanos de la Fiscalía, doctor.

No termina de salir el médico cuando el edecán golpea la puerta:

–Señor fiscal: las personas que lo quieren visitar –le informa mientras le extiende un papel.

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El fiscal lo examina. Imposible saber si el listado es el de sus íntimos amigos, o el de aquellos personajes a quienes debe investigar: excompañeros de la campaña de Santos, compañeros de Cambio Radical, exclientes de su bufete, Luis Carlos Sarmiento…

–Y recuerde, señor fiscal, –advierte el edecán– que había agenda previa con el fiscal americano.

Con un gesto, pide al edecán que se retire y, una vez en soledad, se pregunta si no era mejor haberse quedado con su capa de superministro, en las intrigas vivas de Palacio, en lugar de desgastarse de semejante manera: ¿con qué credibilidad va a quedar su administración después de que quien liderara la lucha contra la corrupción fuera corrupto?

El señor fiscal se siente untado. Ha de ser el Voltarén que le esparcieron en la espalda. De no ser por los gringos, piensa, en el corazón de su sanedrín tendría a un pillo. Maldito infiel, suspira. Y encima de todo, debe recibir al fiscal americano en plena clínica: tendrá que pedir que le cierren la batola por detrás y esconder la bacinilla. En todos los sentidos.

Un chat de su asesor le recuerda otro frente de batalla: “Ya en la cárcel los del Andino”, le escribe, seguido de una manito con el pulgar hacia arriba.

–Se trató de un falso positivo –irrumpe entonces en el cuarto el médico, nuevamente.

–Pero a mí me dijeron que sí tenían las pruebas…

–Me refiero a los exámenes: fue un susto nada más.

Unos días después, el jefe del ente investigador abandona el hospital: luce desvencijado, cojea con lentitud, parece lleno de impedimentos y con el disco rayado. Hablo del ente investigador. El señor fiscal, en cambio, se nota incómodo y frío, pero funcional. Como una bacinilla. 

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