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EL FONDO DEL ASUNTO

Antonio Caballero
7 de septiembre de 1998

las matanzas despiden a Ernesto Samper, saludan a Andrés Pastrana. Los gobiernos cambian: la guerra sigue igual.Eso es así porque las guerras en Colombia (o las múltiples guerras: esa suma, ese nudo ciego de muchas violencias locales) nada tiene qué ver con los gobiernos, cuya única participación en ella consiste en exacerbarla mediante la ineptitud y la corrupción.Una ineptitud sólo mitigada por la corrupción, que le impide ser catastrófica; una corrupción sólo mitigada por la ineptitud, que le impide ser ruinosa. Pero la guerra, aunque la agraven, no la crean los gobiernos. De manera que no basta con que cambie el gobierno para que cese o se altere su curso. Tampoco surge, sin embargo, por generación espontánea, que es algo que no existe ni en la biología ni en la política. Tiene causas. Para empezar a resolverla (si es que se quiere resolverla) valdría la pena preguntarse cuáles son, o cuáles no son.
En este momento hay en el mundo un centenar de guerras, pero sus causas no pasan de la media docena. Son estas: 1), las discrepancias religiosas. 2), los odios raciales o étnicos. 3), las aspiraciones nacionalistas. 4), los intereses económicos de las grandes potencias, en particular (desaparecida la URSS) de Estados Unidos. Y 5), la injusticia (o desequilibrio) social. La causa número 6, que durante más de medio siglo pareció ser la primera y ocultó todas las demás, o sea, la rivalidad ideológica, ha dejado de existir desde que, con el hundimiento del llamado 'socialismo real', el capitalismo (o, mejor, los mecanismos del mercado) se impuso en todo el mundo como 'pensamiento único'. Las ideologías ya no son motor de nada, y, de todas maneras, en Colombia nunca nadie ha tenido nada parecido a una ideología desde que murió don Miguel Antonio Caro, hace ya casi un siglo. Así que las podemos descartar sin problemas como causa de nuestra guerra actual, aunque sin duda tuvieron cierta incidencia (marginal, pero alguna) en nuestras guerras civiles del siglo pasado. Quedan, pues, sólo cinco.
Lo religioso no influye para nada. Colombia es un país sincretista en el que coexisten sin problemas el Niño Jesús de Praga y Santa Claus, los gurúes del 'New Age' y la estatua milagrosa de don Leo S. Kopp en el Cementerio Central. Sin ir más lejos, creo que nuestro nuevo presidente Andrés Pastrana les rinde culto a los cuatro, sin contar a Tommy Hillfiger, santo patrón de los gomelos megaplay. La religión alimenta guerras en el mundo islámico y en Irlanda, en el Sudán animista y en la Argentina de los generaletes de comunión diaria: pero en Colombia nadie la toma en serio.
Lo étnico tampoco tiene importancia. Por motivos étnicos se matan en los Balcanes los serbios y los croatas, y en Ruanda los hutus y los tutsis, y en India los Sijs y los tamiles, y en Africa del Sur los zulúes y los cafres, y en las ciudades de Estados Unidos los hispanos y los negros, y en las de Francia los galos y los argelinos. Pero en Colombia no. Este es un país (por decirlo de un modo en apariencia paradójico) homogéneamente mestizo, en el cual cuando un blanco mata a un indio no es por la raza, sino por la propiedad de la tierra, y si un mulato mata a un zambo es sólo para robarle el reloj, y si un turco de Maicao se pelea con un judío la razón no es racial, sino comercial: los dos están disputándose con un italiano el cargamento de whisky escocés que contrabandeó un guajiro. La raza, en Colombia, no cuenta: un negro rico es blanco y un blanco pobre es negro.
La nacionalidad tampoco cuenta. Los colombianos _felizmente_ solemos ignorar por completo nuestras raíces, y aquellos que las buscan prefieren inventarlas. Nadie sabe si su bisabuelo era andaluz o tairona, danés de Curazao, sirio con pasaporte, turco o judío portugués que se inventó un apellido vasco para instalarse en Medellín y casarse con una chibcha de Tota. Y no le importa _felizmente, repito_, a pesar de que muchas veces los políticos hayan intentado _felizmente en vano_ azuzar hasta el odio las rivalidades regionalistas o nacionalistas: contra los turcos, o entre cachacos y corronchos, o entre paisas y vallunos. Colombia es un país de flujos migratorios, en el que los bogotanos son boyacenses o caucanos, tolimenses o santandereanos de segunda generación, y los santandereanos son samarios, y los samarios son huilenses, y los huilenses son pastusos, y los llaneros vienen del Chocó. Y nadie se mata por eso. Como sí se matan por eso en medio mundo: los vascos, los chipriotas, los saharauis, los eslovacos, los pakistaníes, los birmanos, los catalanes, los húngaros, los chechenos, los mongoles, los eritreos, los papúes. Aquí no.
De los motivos que provocan o atizan las guerras en el mundo, en Colombia sólo operan dos. Los intereses de Estados Unidos (bajo cien formas, desde el consumo de drogas y la lucha contra las drogas hasta el control del petróleo o de la distribución cinematográfica). Y la injusticia social. En el fondo nuestra guerra es muy sencilla: es el fruto del imperialismo y de la lucha de clases. Dos cosas que, según las clases dirigentes colombianas, no existen.
Así que seguiremos en guerra.

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