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Los avances de la ciencia (Y II)

Estamos maduros para una reaparición de una peste como la que en el medioevo acabó con más de un tercio de los seres humanos

Antonio Caballero
15 de septiembre de 2007

Decía aquí que, probablemente, me odiarán mis tataranietos. Con razón: lo propio de los tatarabuelos es estar muertos, en vez de seguir ahí tan anchos, comiendo y bebiendo y ocupando espacio. Pero, como decía, gracias a los avances incontenibles de la ciencia no moriremos nunca, y sumados a nuestros descendientes seremos tan numerosos "como las arenas del mar", según la insensata promesa del Génesis. Seremos más los vivos sobre la tierra que todos los que han muerto en el curso de las edades y están sepultados bajo la tierra. (Un problema aritmético para los reencarnacionistas). Y nos odiaremos los unos a los otros, por ser tantos.

Porque son muchos los que anuncian, e inclusive denuncian, la erosión, el desgaste, la destrucción de los recursos naturales con el argumento de que su consecuencia será el fin de la raza humana, cuando lo que sucede es que la multiplicación excesiva de la raza humana es su causa. Y se preocupan por imaginar cómo afrontar las consecuencias: cómo evitar las guerras que la escasez provocará, y que matarán gente; cómo paliar las hambrunas; cómo controlar las pestes; cómo ablandar la cólera de Dios (que es, en la enumeración tradicional, el cuarto terrible jinete del prometido Apocalipsis). La Unicef, la organización de las Naciones Unidas para la infancia, acaba de anunciar con regocijo que los niños están muriendo menos que antes, a un ritmo, dicen, de diez millones menos cada año. Regocijo prematuro: esos niños sólo han superado las enfermedades infantiles para poder llegar con vida a la edad de matarse los unos a los otros en la guerra. El verdadero desafío no consiste en cómo conseguir que mueran menos niños, sino en cómo lograr que disminuya la humanidad tomada en su conjunto sin que para ello sea necesario recurrir a la fuerza: a la guerra, al hambre, a la propagación de la peste, o a la llamada "cólera de Dios", que es la estupidez humana. En el momento actual ya sobra por lo menos la mitad de la humanidad. Estamos, pues, maduros para una reaparición de una Peste Negra como la que en el Medioevo acabó con más de un tercio de los seres humanos entonces existentes, hombres y mujeres, viejos y niños, ricos y pobres, gordos y flacos. Porque, como cantaba en sus Coplas Jorge Manrique:

"...a Papas y Emperadores y Prelados

igual los trata la muerte

como a los pobres pastores de ganados".

De la destrucción de los recursos naturales tienen más responsabilidad los ricos que los pobres, los gordos que los flacos, naturalmente, porque consumen más. Consume cien veces más agua y envenena cien veces más el aire un niño obeso de Miami o de Hamburgo que un niño escuálido de Calcuta o de Río de Janeiro. Pero es ingenuo pensar que es posible conseguir que los ricos se morigeren y adopten por ascetismo voluntario los hábitos de consumo de los pobres. Lo que sucede es lo contrario: que los pobres se esfuerzan por conseguir tanto como los ricos. Y en cuanto a la reproducción, estamos viendo lo que sucede en la China: después de decenios de plegarse (por la fuerza, claro está) a la política del gobierno que prohibía a las parejas tener más de un hijo, la población que empieza a enriquecerse compra, mediante el soborno, el privilegio de tener más. En otras partes del mundo son los propios gobiernos los que incitan mediante subsidios al crecimiento demográfico. Y las Iglesias, en primerísimo lugar la Católica, lo fomentan también mediante su falazmente llamada "defensa de la vida". No es defensa: es ataque. De ahí saldrán las guerras y las pestes del futuro.

Unas guerras y unas pestes, y unas hambrunas y unas cóleras de Dios, que ya alguien está preparando. Sin decirlo, por supuesto: para que no lo interrumpan. Por eso es necesario, y es incluso una obligación ética, discutir abiertamente el problema demográfico: para que no le dé una solución expeditiva y drástica ese alguien que está usurpando a escondidas el papel de Dios. Y que es, sin duda, ese mismo señor gordo sin identificar que sale en las películas de James Bond fotografiado a contraluz mientras toma decisiones tremendas y acaricia amorosamente a un gato.

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