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Alertas tempranas: no es pesimismo. Es la realidad

Explicar el desprestigio del establecimiento institucional es necesario.

Pedro Medellín Torres, Pedro Medellín Torres
4 de marzo de 2017

El estado de ánimo de los colombianos debería ser distinto. En un país que está saliendo de un conflicto armado de más de 50 años, debería reinar el optimismo. O por lo menos, creer que, a pesar de todo lo que sucede, vamos por buen camino. Que se tiene un Presidente capaz de conducir al país en lo que será un traumático camino. Y, sobre todo unos jueces y un sistema judicial lo suficientemente fuertes como para asegurar que se mantendrá la estabilidad en las reglas del juego. Pero no.

Una encuesta publicada por Gallup (tomada entre el 16 y el 25 de febrero) muestra una situación preocupante. Llegamos al margen en que ocho de cada diez colombianos creen que la situación está empeorando; que la corrupción y la inseguridad están aumentando; y que la economía sigue decayendo. Y lo más grave, es que esa misma proporción de colombianos, tiene una opinión desfavorable del Presidente, del sistema judicial y, por supuesto del Congreso. Ni hablar de los partidos políticos y sus dirigentes.

El desprestigio del establecimiento institucional ha llegado a un punto al que, en la encuesta, las FARC ya comienzan a registrar un nivel de favorabilidad (19%), por encima del Congreso (14%), el sistema judicial (12%) y el Presidente Santos que cayó al 12%.

¿Cómo explicar semejante situación?

Observando en perspectiva los datos, lo primero hay que decir es que las encuestas muestran que los colombianos no reconocen en Santos a un presidente con capacidad de conducción y liderazgo claro. Y no es de ahora. La falta de claridad y oportunidad en el manejo de los problemas, la desconexión con los gobiernos territoriales y sus continuas salidas en falso (“el paro agrario no existe”, “lo de Cuba son puros rumores”, “es mejor entregar casas que atajar micos”), explican porque en los dos primeros años de gobierno perdió 30 puntos de aprobación de la forma como desempeñaba su labor como Presidente, al caer del 82% en octubre de 2010 al 52% en junio de 2012. Y luego cerca de 60 puntos al caer al 25% en agosto de 2013.

En el manejo de la negociación con las FARC, ese talante ayuda a entender lo sucedido. Lejos de proyectarse como el líder que lograría la convergencia de los colombianos frente a la violencia, Santos terminó convertido en factor de polarización. No tuvo la cabeza fría para conducir el proceso. Para reconciliar antes que dividir. Para explicar lo que se estaba en juego en la negociación y cual era el curso que estaban siguiendo los negociadores en la Habana y porqué. Y mucho menos para evitar hacer declaraciones que luego serían desmentidas por los textos suscritos entre las partes o por los desarrollos normativos de los acuerdos. El resultado no pudo ser peor. En los colombianos no sólo quedó la idea de que se estaba negociando a sus espaldas, sino que se estaba entregando más allá de lo que se debiera.

En segundo lugar, es evidente que para los colombianos la voracidad de la clase política y la obtusa visión del centralismo bogotano, han acabado con las instituciones. Y no les falta razón. El doble rasero que Santos utilizó en la conformación de su gobierno, de nombrar en los altos cargos amigos cercanos y entregar el resto de la administración a los caciques regionales, le dio todo el poder a la clase política.

La incapacidad de los ministros para manejar sus carteras y entender lo que sucedía en los territorios, no sólo dejó que los congresistas se apropiaran de las burocracias y los contratos, y coparan todos los espacios políticos (haciendo suyos los miles de millones de pesos invertidos en departamentos y municipios). También permitió que la politiquería se tomara puestos claves en las altas cortes, dando un golpe de muerte a la rama judicial y dejó sin aire al régimen presidencial.

Y en tercer lugar, los colombianos ven al Presidente como un rehén de los acuerdos con las FARC. Antes de reconocer la victoria del NO en el plebiscito del 2 de octubre y aprovechar para reemprender el camino de la unidad, Santos prioriza su enfrentamiento con Uribe. Los homenajes y condecoraciones que ha recibido de la comunidad internacional (incluyendo el Nobel), parecen haber llevado al Presidente a forzar a los congresistas y magistrados para asegurar los Acuerdos con la guerrilla. No importan los costos legales y constitucionales que hubiera que asumir, ni los peajes que tuviera que pagar (como la entrega de la Agencia Nacional de Licencias Ambientales al Presidente de la Comisión Primera del Senado, en el trámite de la JEP), con tal de lograr la aprobación de lo acordado.

La ambigüedad y poca transparencia en el manejo de los asuntos de gobierno, y la primacía de un sistema de favores en la aprobación y control de las reformas, han consolidado el ambiente de incertidumbre, inestabilidad e inseguridad jurídica, que se vive en el país, y que hoy nos tiene ad portas de una nueva Constitución Política.

Para unos será haber entregado demasiado a cambio de desarmar un ejército que apenas pasaba de los 6 mil combatientes y solo había producido el 17% de la violencia en el país. Para otros, el paso necesario para producir un cambio de fondo en el régimen político que se adecúe a la nueva realidad. Pero no hay que equivocarse. No es pesimismo. Ni la tendencia colombiana a criticar todo. Ni mucho menos una disposición emocional transitoria. Más bien es una alerta temprana que anuncia que las elecciones presidenciales de 2018 serán las que definan cual será el camino que se quiere tomar.

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