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Sobre el andén

En los últimos 18 años no se le ha hecho mantenimiento a los andenes de Bogotá, originalmente diseñados para una vida útil de 30 años. Y ahí tenemos el resultado: una ciudad desvencijada.

Poly Martínez, Poly Martínez
17 de octubre de 2017

“Los andenes son un derecho y no un elemento de embellecimiento arquitectónico”. Cita citable del alcalde Peñalosa, clara e indiscutible. Vendedora donde la suelte, en especial en el contexto de la Cumbre Mundial de Alcaldes del año pasado, aquí en Bogotá.

Ojalá a esta ciudad la hiciera invivible solamente el tráfico. La crisis y el desespero se suben también a los andenes. Intransitables en muchas cuadras, independientemente de la zona, porque igual sucede en el centro histórico o en el centro internacional, en la Zona Rosa de Chapinero, en el SuperCade de la 30 con 26, que además tiene escaleras medio muecas y rotas, o en el barrio Villa Nora de Bosa.

Si Colombia es un país de cafres, Bogotá es la capital de los chambones. Y no me refiero a lo que sucede en la vía, sobre la calle. Párense sobre el andén y observen: caos, deterioro y agresividad que se refleja en cada paso que damos. La acera es una trampa cotidiana para los caminantes y un reto inhumano para el discapacitado.

Cuando empezaron a caer las casas y barrios de los años sesenta y setenta, arrasadas para hacer edificios con apartamentos tipo ‘loft‘ (es decir, parecen pero no lo son, como tantas otras cosas en esta ciudad de espejismos), quedó de consolación la idea de que al menos tendríamos nuevos andenes, amplios, buenos, ¡por fin!

Y aunque inicialmente todo parece como de primer mundo, a mitad de camino triunfa la chambonada. Las losetas de cemento que por seis meses o un año nos dan la ilusión de ciudad, empiezan a zozobrar tras el tercer aguacero, como teclas de un piano viejo que se hunden. Otras se ladean, muchas están partidas –esas sí hechas trizas- como si alguien se hubiera ensañado con un taladro. Y en las zonas comerciales, de restaurantes, lucen manchadas, inmundas por cuenta de los desperdicios que las empresas de basura no recolectan a tiempo. Así, son una trampa para el mal paso y, como víboras escondidas, nos escupen agua pútrida cuando las medio tocamos.

¿Por qué sucede eso? ¿Quién vigila que los particulares que alzan edificios y centros comerciales sí cumplan con la reglamentación trazada por la Cartilla de Andenes, original de 1998 cuando Bogotá sí parecía más cerca de las estrellas?

De eso, años luz. Me cuentan amigos arquitectos y urbanistas, y lo afirman funcionarios distritales, que en los últimos 18 años no se le ha hecho mantenimiento a los andenes, originalmente diseñados para una vida útil de 30 años, con losetas resistentes al peso de un camión de valores (porque sabían que pasaría, que esos pesos pesados se treparían a las aceras); que los nuevos tramos de andén responden a lo mínimo en los estándares de calidad, si es que los contratistas no los rebajan como quien le echa agua a la sopa para que rinda más y ahorrarse una platica pues saben que los alcaldes locales se desentienden de su obligación de vigilar y los curadores urbanos miran para el cielo, si es que no echan el sablazo.

¿Quién está revisando el detalle de las especificaciones técnicas para las nuevas licitaciones?

Además, justo cuando están recién terminado y el andén luce tan bonito, llegan los del acueducto o la empresa de teléfonos o la de gas y rompen lo que está hecho. No es solo por la histórica falta de coordinación, sino porque al estar medio o totalmente privatizadas, cada cual obedece a su lógica y formatos. Por eso las tapas de las alcantarillas son diferentes, los postes de la luz son de variada factura -¿calidad?-, y las cajas que contienen el enjambre de redes de servicios públicos cambian de tamaño y profundidad sin que nadie sepa bien por qué. Es grande la dispersión de entidades que intervienen en el espacio público y estandarizar su acción parece imposible.

Y ahí tenemos el resultado. Una ciudad desvencijada, donde los vecinos poco arreglan las aceras o cuidan los andenes, cosa que también tiene sin cuidado a los propios transeúntes y a las autoridades. Para rematar, hay tantas normas que parece sospechoso: el que quiere hacer, no puede; y el que quiere robar aprovecha los vericuetos de tanta reglamentación y lo logra. Estamos amarrados a un poste.

Cuentan los que saben que el bienestar de una ciudad se mide por sus andenes. Si la gente pasa de afán, de un lado para el otro, el andén se reduce a ruta de escape. Si mejora la calidad, invita a tomarse un café, a sentarse en la terraza de un restaurante, Y si está arborizado y tiene amoblamiento urbano, se convierte en un punto para construir redes humanas, para propiciar el encuentro.

Es curioso, todos pedimos que tapen los huecos de las calles pero nadie pide que se empiece por los andenes, a pesar de ser un derecho.

@Polymarti

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