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MIENTRAS LLUEVE

Semana
29 de agosto de 1988

Tal vez porque me deprime, y porque me hace sentir una profunda melancolía, el invierno se convierte para mí en la peor época del año. En este preciso momento, mientras escribo, siento en la ventana el ataque feroz de un aguacero. El cielo está cuajado de nubarrones y parece que fuera a desempedrarse sobre la gente. Un pobre perro callejero tiembla emparamado bajo el alero. Los dos árboles que quedan en la acera están mustios y alicaídos. El invierno es enemigo de las hojas.
Cada persona ve la lluvia de una manera diferente. Para quien viene del Caribe, como yo, es la negación de la luz radiante, del sol blanco, de la alegría de vivir. Para los poetas románticos franceses, en cambio, es la manera ideal de hacer el amor en una buhardilla de París. Vallejo pronosticaba su muerte entre un aguacero parisino. Para las hermosas campesinas boyacenses, que he visto cardando lana en los caminos del páramo, y que llevan un sombrero de fieltro y una trenza a cada lado de la cabeza, la lluvia hace florecer el frailejón y engordar las papas.
El Tuerto López, que sabía escribir en imágenes como ningún otro literato colombiano lo ha hecho, decía en unos versos que por los lados de Cartagena "llueve de una manera diagonal". Es cierto. El viento huracanado que baja del Cerro de la Popa es tan fuerte que tuerce la lluvia, y la ladea mientras avanza hacia el suelo, y queda como una cortina de agua sobre el mundo.
La naturaleza adquiere en García Márquez todo su sentido descomunal, su portento y su maldad. La magia de Gabito consiste en que no menciona la atmósfera por su nombre, pero uno la siente. Una tía mía asegura que suda copiosamente cada vez que relee las páginas calurosas de "La Hojarasca". El cura de esa novela que tenía un informe meteorológico en los talones, sabía que iba a llover, aunque el cielo estuviera azul, porque empezaban a dolerle los callos.
Hay una obra de Gabo, un cuento largo que curiosamente no ha circulado en Colombia, que se llama "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo". Es la historia lánguida de una mujer que se marchita en una tempestad interminable. El mundo se deshace a su alrededor en medio de las grietas húmedas. Pasan perros muertos en el agua pastosa de la corriente. Un gallinazo en el vientre de una vaca ahogada. Pedazos de casas, ranchos a la deriva, restos de baúles, peñascos arrancados de cuajo por el turbión.
La lluvia de Bogotá se ha convertido, si puede decirse así, en una de las más poéticas y melancólicas. Mi mujer, que tiene cierta tendencia guajira al lado lóbrego de la vida, dice que no hay espectáculo que se le pueda comparar. Cuando caen los primeros goterones, y del suelo sube un olor vaporoso de tierra mojada, ella se acoda en una ventana, como las muchachas que saían en las láminas de los libros viejos, a mirar los cerros que rodean la ciudad. Las colinas se pierden, entonces, entre la gasa de la niebla. El granizo se desploma como perdigones.
A mí, por el contrario, la lluvia bogotana me hace salir flores de moho en el alma. Me entristece. Y, en vez de encontrarle ese lado romántico, le veo más bien su ángulo malvado. En los barrios más pobres de las laderas bogotanas he visto familias tan pobres que ni siquiera disponen de cartones para parapetar un techo. Duermen bocarriba, con cuatro paredes pero a la intemperie, y la lluvia se convierte entonces en su enemigo más encarnizado.
Sigue lloviendo mientras escribo. Las gotas golpean el vidrio como si me estuvieran llamando. Es ahora cuando descubro, mientras veo a una anciana cruzar la calle con pasitos rápidos, que el paraguas es el único elemento de esta vida que tiene una aplicación capicúa: se puede usar para adelante o para atrás, en los días radiantes y en las tardes grises. Sirve de sombrilla cuando hace sol y de paraguas cuando llueve. Por eso es que hay tan pocos fabricantes de paraguas: ganan la mitad del dinero que ganarían si hubiera que comprar uno para el invierno y otro para el verano. Lo mismo pasaría con los vendedores de abrigos si esas prendas tuvieran la virtud de mitigar el calor, de la misma manera en que protegen del frío.
La cosa, de repente, se pone interesante. Yo no sé si los lectores conocen, fuera del paraguas, otro objeto que pueda servir para los efectos contrarios que él tiene. Solamente conozco uno más: el ascensor, que es tan eficiente para subir como para bajar. En ese orden de ideas, si el asunto se complica, también habría que mencionar las escaleras.
Ahora escampa el aguacero. El sol se asoma tímido y pálido, como la yema de un huevo. El ánimo comienza a mejorar. Pienso nostálgicamente en ese sol bravo de mi tierra, que pica como una pringamoza entre la ropa.

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