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Propuestas indecentes

Dejar sin castigo a quienes han sido señalados de propiciar masacres no es en realidad un buen negocio para la anhelada paz.

Semana.Com
23 de agosto de 2013

En los últimos cincuenta años, las Farc le han aportado al país varios miles de muertos, varios centenares de niños huérfanos y un reguero de sangre que cubre las cuatro esquinas del territorio nacional. Por eso molesta profundamente escuchar a sus delegados hablar desde de  La Habana de justicia social, de garantías para ejercer la política, de reforma agraria y de entregarle la tierra a los campesinos pero pasan de agache o hablan en voz baja sobre el inquietante tema de las víctimas.

Su absurda propuesta de pasar directamente de los asesinatos múltiples a unas curules en el Congreso resulta inaceptable incluso para la izquierda desarmada, aquella que ha sido puesta bajo la lupa del estigma, que ha recibido los balazos de una derecha recalcitrante y ciega y cuya imagen ha sido afectada por los desmanes de unos violentos que creen tener la verdad bajo el brazo. Y resulta absurda porque va en contravía de unos postulados sociales, de unas convenciones culturales que se ponen de manifiesto ante la verdad de los acontecimientos y que pertenecen al terreno del sentido común: no se puede premiar a quien se porta mal ni castigar a quienes no han violado la ley.

Siempre se ha dicho que los hechos son evidentes por sí mismos. Que estos no se discuten, que lo que se pone de relieve, por lo general, son las interpretaciones sobre lo ocurrido. Un principio cuya validez es aceptada por el conjunto de una sociedad se denomina garante. Y este no es más que un producto de la normatividad social, que abarca el campo de la razón. Exigir entonces unas curules en el Congreso de la República bajo la premisa de no volver a disparar contra el pueblo que aseguran defender, de no volver a secuestrar civiles, de no volver a reclutar menores que se conviertan en carne de cañón para la guerra, podría resultar para algunos razonable. 

La justicia se inserta en el espacio de la norma pero también en los límites del sentido común. Y esto lo han entendido muy bien los fiscales de la Corte Penal Internacional, quienes no han mirado con buenos ojos el Marco Jurídico para la Paz, ese embeleco de justicia transicional creado por el presidente Juan Manuel Santos, aprobado por el mismo Congreso que acaba de ascender al cuestionado general Patiño y barnizado con tinte de legalidad por una Corte Constitucional ‘inmaculada’ como ese Congreso conformado por los ‘padres de la patria’.

Es que la impunidad para los crímenes de mayor trascendencia no tiene cabida hoy dentro de los parámetros de la justicia internacional. El Estatuto de Roma es claro en su objetivo: acabar con esa práctica que deja sin castigo a los autores intelectuales y materiales de masacres y asesinatos selectivos. Las Farc, no nos digamos mentiras ni entremos en eufemismos, son un grupo al margen de la ley que utiliza métodos terroristas y que, en nombre de la justicia social, han ayudado a empobrecer el campo colombiano y a proyectar esa imagen negativa de un país señalado de ser el mayor productor y exportador de cocaína del planeta.

El concepto de barbarie tiene aquí un espacio propicio, como lo tiene asimismo la inequidad social que ha prolongado la pobreza del país. Dejar sin castigo a quienes han sido señalados de propiciar masacres, de secuestrar y asesinar a todo aquel al que han querido, de reclutar niños para la guerra, de volar oleoductos que dañan irreversiblemente el ecosistema, no es en realidad un buen negocio para la anhelada paz de los colombianos ni para la otra izquierda, la democrática, que sin armas ha logrado conquistar verdaderos espacios de poder. Tampoco lo es para la ya malograda imagen de la justicia del país, pues estaría saltando por encima de los convenios internacionales firmados en esta materia.

No es un lugar común asegurar entonces que la violencia trae consigo más violencia, la cual es igualmente incentivada por la justicia cuando los castigos no son proporcionales a los delitos cometidos. La famosa frase de Denzel Washington en su película Grandes debates, “la justicia que no es justa no merece llamarse justicia” plantea un dilema moral profundo y abre las puertas para que la otra justicia, la primitiva, la del ojo por ojo, eche raíces sobre un terreno abonado por la impunidad.

Por eso son inaceptables las pretenciosas declaraciones de alias ‘Timochenko’ y sus delegados en La Habana con respecto a que ellos no están dispuestos a pagar una sola hora de cárcel. Que ellos no están negociando el desarme de sus numerosos frentes de guerra, diezmados por la maquinaria bélica del Estado y que les “parece injusto”, como aseguró una de las guerrilleras delegadas, hacer la paz para ir a la cárcel. 

Pero la justicia, aunque ellos lo miren de otra manera, es solo el equilibrio de la balanza, el predomino del imperio de la razón. Lo otro sería simplemente lanzar al país al otro extremo, al de la irracionalidad, a aquel estado primitivo donde la fuerza se impondría como mecanismo de ley.

Dejar sin castigo a quienes han cometido crímenes catalogados de lesa humanidad, como lo ha dejado ver la Corte Penal Internacional, es inaceptable para una sociedad que aspira vivir en paz. Y lo es porque dejaría abierta heridas aún sangrantes que podrían ser el punto de inflexión para que el ave fénix de la guerra resurja de sus cenizas, y la derecha fanática y guerrerista, que ha visto siempre el proceso de paz con otros ojos, empiece a trasegar un camino doloroso, cubierto de sangre y de cadáveres.

Si la guerrilla de las Farc desea verdaderamente la paz debe prepararse para afrontar lo que viene. Si la justicia colombiana no está a la altura de su propia historia, no hay dudas de que la CPI hará lo suyo: evitar que quienes hayan cometido masacres, queden en libertad.

Es hora de que los descendientes de ‘Marulanda’ dejen de culpar al resto de los mortales de sus hechos de sangre y asuman su responsabilidad, pues no se debe permitir que las 119 muertes de Bojayá, entre otras, queden sin castigo. La barbarie no puede ganarle el pulso a la civilidad. No hay razones para volver a ese mítico Viejo Oeste que ha hecho tránsito en cine hollywoodense.

*Profesor de comunicación y literatura de la Universidad Tecnológica de Bolívar. 

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