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¿Qué hay en un nombre?

Un nombre es el sonido que nos representa. Es distinto que digan que Aquiles Lince es mezquino a que lo digan en nuestro nombre mismo

Semana
16 de diciembre de 2006

Un antiguo maestro del periodismo colombiano que usaba en El Espectador el volteriano seudónimo de 'Pangloss' (Antonio Panesso Robledo) hacía de vez en cuando unas pausas jocosas en sus artículos serios. Quizá para descansar del agobio cotidiano de este país salvaje, cambiaba de tono y se hacía esa famosa pregunta shakesperiana: "What is in a name? ¿Qué hay en un nombre?" A continuación le tomaba el pelo a alguien por

las implicaciones de su nombre. Recuerdo por ejemplo a un par de militares, uno que tenía por nombre un Oxímoron, el general Guerrero Paz, y otro que se apellidaba Manosalva, es decir, mansalva, y era fácil divagar sobre el tipo de actividades que podía llevar a cabo el uno o el otro. Uno no sabe, en realidad, si la gente se parece a sus nombres, o si el nombre tiene alguna influencia en nuestro breve destino sobre la Tierra.

Sin embargo, en la literatura, los nombres son importantes, y el destino feliz o desgraciado de un personaje puede depender en gran medida del nombre con que lo bauticemos. Se cuenta que Rulfo buscaba los nombres de sus personajes en las lápidas viejas de los cementerios de Jalisco. No sé si la anécdota sea cierta, pero una vez García Márquez sentenció con razón que "no hay nombres propios más propios que los de la gente de los libros de Rulfo", y también que "por subjetivo que se crea, todo nombre se parece en algún modo a quien lo lleva, y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real". "Un nombre es la personalidad", dice Jean Valjean en Los miserables, de Víctor Hugo.

Una vez una amiga que es misionera en Chocó me contó una creencia de los negros de allá. Según ellos, "hay que cambiar de vez en cuando de nombre, porque los nombres 'se gastan' ", y de hecho es costumbre en esos pueblos ir dándoles distintos sobrenombres a las personas, con el fin de irse acomodando a la forma en que su cuerpo o su espíritu van cambiando con el paso del tiempo. El mismo procedimiento lo usa Cervantes, y un gran estudioso de literaturas romances, Leo Spitzer, hasta nombró ese rasgo estilístico del autor del Quijote: Polionomasia. Los personajes de Cervantes van cambiando de nombre en el transcurso del libro, inestables como las personas, y se van adaptando a los cambios de carácter o de situación en que se encuentran los protagonistas.

En un libro que publiqué hace poco tuve que tomar una decisión muy difícil para un novelista: ¿debía inventarme nombres para los personajes o dejar los nombres propios de las personas que aparecían en el libro? Siempre me ha gustado, en las obras de ficción, dejar algunos nombres o apellidos de amigos míos, como una manera de seguir conversando con ellos en el mundo ficticio. En este libro era muy difícil decidir qué hacer con los nombres, pues yo no estaba haciendo exactamente ficción, sino persiguiendo recuerdos, aunque con esa carga imaginaria que tienen todos los recuerdos. En el libro cito, precisamente, un verso de Borges que dice así: "No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre".

El propio nombre, sí, sigue teniendo algo mágico para cada persona. Y también para los descendientes de esa persona. En estos días he sabido de dos casos de algunos lectores que se han ofendido con la aparición de los nombres de sus padres en mi libro, y juro que yo no quería ofender a nadie al usar nombres propios. Una querida lectora, supe, abandonó el libro al considerar que su padre había sido tratado en él con mano demasiado rígida. Otros lectores han ido más lejos y me han acusado de haber masacrado con mis palabras la memoria de un hombre bueno. Eso me duele. Cuánto más fácil hubiera sido entonces, me digo, ponerles a esas personas un nombre cualquiera, buscado por ejemplo en el cementerio de San Pedro. En vez de un nombre con herederos heridos, haber usado el nombre casi anónimo y sin alma de alguien fallecido hace siglos. Me evitaba problemas, y el resultado era el mismo.

Y he pensado, entonces, en hacer una nueva edición del libro en la que las personas que allí aparecen (y que por una necesidad íntima yo quise bautizar con sus nombres propios del registro civil), dejen de llevar los mismos nombres que tienen o tenían en el mundo, y se conviertan en esos entes fantasmales con un nombre inventado o adaptado para su personalidad. A alguien que en la vida real le decían, por ejemplo, el 'Mudo Arboleda', yo podría ponerlo el 'Lengüilargo Aguilar'. O a un ex rector Duque o Sanín, podría llamarlo Conde o Sanmartín. Así proceden los novelistas, para evitar sinsabores. ¿Qué hay en un nombre? Un nombre es el sonido que nos representa. Es muy distinto que digan que Aquiles Lince es malo y mezquino, a que lo digan de nuestro nombre mismo. La gente vive irremediablemente apegada "al mágico sonido de su nombre". Por eso es sabia la ficción cuando viste con un nombre nuevo y más propio que el propio a la persona real que inspiró a un personaje, esos fantasmas que resultan de un pacto de paz entre la fantasía y la memoria.

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