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Un "House of Cards" tercermundista

La moraleja de esta sórdida historia caribeña podría ser: “más pendejo es el que cree que otro es pendejo”.

Gonzalo Guillén, Gonzalo Guillén
6 de abril de 2017

La historia política de Oneida Pinto Pérez, gobernadora de La Guajira que solamente alcanzó a mandar 18 meses –de enero de 2015 a junio de 2016– y cayó por fraude electoral, podría ser la interpretación más grotesca y tercermundista, pero no menos sugestiva, de la serie estelar de Netflix: House of Cards. En 2004 concertó el comienzo de su carrera como alcaldesa del municipio de Albania, cargo que ganó dos veces y desde entonces ha amasado una fortuna que puede superar con creces los $20 mil millones, a juzgar solamente por los primeros dineros que la Fiscalía sostiene que robó de fondos públicos y por lo cual la mantiene en la cárcel para llevarla a juicio.

Se autoproclamó “La princesa negra” y se disfrazó con túnicas wayúu para ir a buscar la gobernación de la Guajira en unas elecciones atípicas, que ganó con dolo, convocadas para suceder a su cabecilla el gobernador Kiko Gómez, caído también como consecuencia de innumerables homicidios, por tres de los cuales ya está condenado a 55 años de cárcel.

La primera vez que Oneida se postuló a la alcaldía de Albania, municipio que se había separado de Maicao en marzo de 2000 y recibía 62 mil millones de pesos anuales de regalías del carbón, el líder Jorge Jiménez, su principal rival, tenía todas las posibilidades de conseguir el triunfo, pero fue asesinado antes de las elecciones, con lo cual el camino a la victoria le quedó abierto a ella sola como candidata única. Y, claro, triunfó.

La autoría material del asesinato de Jiménez le fue atribuida al ex policía y paramilitar Pablo Parra (alias “El Negro”), esposo de Oneida Pinto, quien se vio largamente beneficiado con el poder de la organización de Kiko Gómez: consiguió que el crimen permaneciera engavetado en la Fiscalía de La Guajira.

Desde la primera campaña electoral, Oneida y Parra tuvieron como chofer, escolta y sirviente de plena confianza a Yan Keller Hernández Herazo, primo de ella. Les obedecía gustoso, sin reflexión y muchas veces sin conocimiento, pero todo cambió por el hecho de ser testigo excepcional de la manera como asesinaron a Jiménez y su silencio comenzó a tener un precio que Oneida Pinto pagó al hacerlo candidato a la alcaldía, ganó y la sucedió en el cargo, con lo cual ella, de paso, mantuvo el control de la administración de manera tan directa que continuó despachando desde la oficina y el escritorio oficiales que debía usar el nuevo alcalde, quien se limitó a firmar los contratos que le alcanzaba su antecesora, entre los que sobresalen los de un hurto continuado de recursos del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar –ICBF- para la alimentación de niños indigentes que morían y siguen muriendo de hambre y otro más por 18.600 millones de pesos con el hospital municipal San Rafael para “reducir la mortalidad infantil”, fenómeno que, más bien, se disparó y el dinero se evaporó. Las investigaciones y las denuncias respectivas fueron engavetadas en los órganos de control de La Guajira, lo mismo que aconteció con el asesinato de Jiménez.

Oneida se hizo reelegir para un segundo período en Albania, renunció antes de terminar el mandato para postularse a la gobernación de La Guajira y maniobró hasta conseguir que el nuevo alcalde fuera Parra, su esposo, quien hoy sigue ahí, aunque enfrenta causas penales debido a que el Fiscal General, Néstor Humberto Martínez, dispuso que los expedientes engavetados fueran trasladados a Bogotá.

De acuerdo con las investigaciones de la Fiscalía, Parra y Oneida montaron una pequeña planta de producción de adoquines en el vecino municipio de Cuestecita y la escasa producción, calificada por peritos como de pésima calidad, fue vendida a las alcaldías de Albania y Cuestecita para enlucir las calles polvorosas de los cascos urbanos y de los corregimientos, aunque al final fueron pocas las vías reparadas y se esfumó el dinero de los contratos (más de cinco mil millones de pesos), los cuales fueron firmados por el bogotano José Castillo, quien aceptó ser representante legal de la fábrica de losas de pavimento y hoy se encuentra prófugo, al parecer, en Estados Unidos, huyendo más de Oneida y Parra que de la propia justicia, que lo reclama. Castillo aceptó prestarles el dinero que recibió de los contratos, pero ellos no se lo devolvieron. No obstante, por ser los dueños de la factoría, fueron conminados a honrar los contratos y Parra –según estableció la Fiscalía– sobornó al secretario de Obras Públicas de Albania, Ender Amaya Muñoz, para que firmara el acta de recibo de las obras sin que hubieran sido hechas, por lo cual este último está preso y convino cooperar con la justicia.

Castillo huyó cuando supo que Oneida y Parra lo iban a matar. Quienes lo previnieron (José Castaño, antioqueño, y Arnaldo Salcedo) fueron asesinados.

Las corruptelas de Oneida, su jefe, el hoy convicto Kiko Gómez, y de un entramado de burócratas, asesinos, narcotraficantes, abogados, asaltantes de caminos, funcionarios de la estatal Universidad de La Guajira, sicarios de tinta y de plomo, contratistas y políticos de arrabal, amenazan con venirse al suelo.

A su novio actual (de apellido Padilla), Oneida, quien arguye estar separada de Parra, le obsequió en su último cumpleaños un reloj Rolex de oro y una camioneta nueva Toyota Fortuner, lo que da una idea de su riqueza, que incluye una hacienda en Tabio, una mansión en Valledupar, al lado de la del cantante Silvestre Dangond, y varios fundos en El Chocó.

No obstante, Parra y Oneida ya no las tienen todas consigo: el originalmente inofensivo, mudo y servicial chofer y mandadero, que todo lo veía y todo lo oía, Yan Keller Hernández, a quien daban por desaparecido creyendo que huía de la justicia para beneficiarlos a ellos, hoy es, en verdad, testigo estelar y protegido de la Fiscalía, inicialmente contra Oneida Pinto. A cambio de su testimonio completo, con el que podría caerse en bloque buena parte de la gran cúpula de la mafia en La Guajira, él y su familia serán reinstalados en el exterior con nuevas identidades.

La moraleja de esta versión caribeña de House of Cards podría ser: “más pendejo es el que cree que otro es pendejo”.

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