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Todos somos puertorriqueños

Las elecciones presidenciales norteamericanas son una simple empresa de entretenimiento

Antonio Caballero
27 de noviembre de 2000

Las elecciones presidenciales norteamericanas son una simple empresa de entretenimiento. Lo que cuenta en ellas, lo que las decide, son cosas insignificantes, a veces grotescas, y siempre por completo ajenas a la política. No los programas, ni las ideas, ni el carácter de los candidatos, que además intentan parecerse el uno al otro tanto como pueden. Sino banalidades sin sustancia, como la capacidad del candidato Gore para besar sin respirar a su mujer durante un minuto entero, o la del candidato Bush para pronunciar la palabra “subliminal” sin meter la pata. O supersticiones sin sentido: gana el candidato más alto (gana Gore); gana el que vende para el Halloween más máscaras con su rostro (gana Bush); gana el que tiene el apellido más largo (hay empate). Es curioso que a eso le den el noble nombre de democracia.

Pero no pasaría de ser ridículo si fuera para todos lo que es para los norteamericanos: un inofensivo (salvo para la inteligencia) espectáculo que pasan por la televisión cada cuatro años, y que el resto del tiempo no afecta para nada sus vidas. Porque los norteamericanos no son gobernados por el presidente que eligen, sino por otros poderes, no todos ellos electivos. La Reserva Federal, la Corte Suprema, el Congreso. Y cientos de pequeños poderes locales: alcaldes, sheriffs del condado, fiscales del distrito. Y las grandes empresas, por supuesto. Pero el presidente no tiene poder alguno: no puede ni siquiera acostarse con quien le da la gana. Y eso es bueno para los norteamericanos: se ahorran el horror de ser gobernados por el presidente de los Estados Unidos.

Un horror que, en cambio, sí conocemos muy bien los demás: todos los que no somos norteamericanos. Pues excluido el territorio de los Estados Unidos, en el resto del mundo el presidente sí manda. Bombardea una ciudad aquí, le impone sanciones a un país allá, derroca a un presidente acullá, sostiene a un dictador acullí. En todas las organizaciones internacionales se hace lo que el presidente de los Estados Unidos manda: en la ONU, en la OEA, en la Otan, en la Organización Mundial de la Salud y en la del Comercio, en el Banco Mundial y en el Fondo Monetario Internacional, en la OUA, en la OIT, en la Asean. En todas partes. Manda en Palestina y en Kosovo, en el Putumayo colombiano y en Timor Oriental, en Panamá y en el Perú, en Afganistán y en Corea, en Uganda y en Alemania. Es cierto que a veces no le obedecen; pero entonces mata.

Entonces ¿a santo de qué lo eligen los votantes norteamericanos, si los gobernados vamos a ser precisamente todos los demás? Y resulta sin embargo que ni los de aquí ni los de allá ni los de acullí ni los de acullá tenemos derecho a votar en las elecciones presidenciales norteamericanas. Lo cual va, claro está, directamente en contra del principio sobre el cual se erigieron los propios Estados Unidos como nación independiente cuando el famoso Boston tea party: no puede haber gobierno sin representación de los gobernados. Pero de eso se trata, justamente: de que los Estados Unidos sean la única nación independiente del mundo. Y lo han logrado: es lo que se llama la globalización.

Como será la cosa, que en las elecciones presidenciales norteamericanas, que deciden el destino de todo el mundo menos el de los Estados Unidos, no tienen derecho al voto ni siquiera los puertorriqueños. Los ciudadanos de ese ‘Estado Libre Asociado’ a los Estados Unidos que ni es exactamente libre ni es exactamente asociado, y que, por supuesto, no es un Estado, sino una colonia anexionada por la fuerza hace 100 años. Muchos quieren votar; pero no los dejan. Otros quieren desanexionarse (o desasociarse); pero tampoco los dejan. Y es que ni siquiera ellos, al cabo de 100 años —102, para ser exactos—, son norteamericanos de verdad.

Un presidente de los Estados Unidos, John Kennedy, dijo una vez en una de sus giras por las naciones sometidas: “Ich bin ein berliner”, “Yo soy berlinés”. Tal vez lo fuera él. Los demás somos todos puertorriqueños.

Salvo los puertorriqueños, que ya no son ni eso.




Nota que no tiene nada qué ver con lo anterior.

—Una pregunta para el alcalde Peñalosa, que ya hice hace un par de años y no me fue respondida satisfactoriamente—. ¿Por qué el proyecto de Metro para Bogotá, hoy abandonado por su excesivo costo (2.750 millones de dólares) tenía un costo tan excesivo? Una comparación: el nuevo Metrosur que se construirá en Madrid en el año 2001 —40 kilómetros subterráneos con 27 estaciones— costará sólo 85 —sí: ochenta y cinco— millones de dólares. Treinta y tres —sí: 33— veces menos. Y es el doble de grande. A.C.

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