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UN ASUNTO PERSONAL

Semana
1 de agosto de 1988

Señor
Gobernador del Departamento de Córdoba
Montería
Señor gobernador:
Hace veinte días, en una rumbosa ceremonia de cofrades y amigos que tuvo lugar al pie de la lengua de agua del Sinú, que es, como en las mitologías precolombinas, nuestro río-madre, usted perpetró contra mí la desbordada generosidad de concederme la condecoración más alta que Córdoba reserva para sus mejores hijos. Lo hizo usted, amigo gobernador, campeando por los adjetivos tamboreros del Código Penal: con alevosía y mansalva, no en descampado, pero sí aprovechándose de la ausencia e indefensión de la víctima.

Sería hipócrita si dijera que este modesto periodista de tres al cuarto, que salió de su tierra hace ya casi veinte años a buscar un horizonte y a abrirse una trocha en la vida, no se siente genuinamente orgulloso de esa presea. Lo estoy. La acepto a nombre del único título que poseo y que reivindico: el de ser un hijo de San Bernardo del Viento que tuvo la buena ventura de leer a tiempo la máxima sabia del Conde Tolstoi: "Aprende a describir tu aldea y entonces, verdaderamente, serás universal".

Le confieso, gobernador, que las condecoraciones me asustan. Tanto las propias como las ajenas. Me parece que un hombre cumple con sus deberes en este mundo porque esa es su obligación, consigo mismo y con los demás, pero no debe esperar por ello retribución alguna. Como los espartanos viejos, creo con firmeza que uno cumple su misión para tener la satisfacción de regresar a casa, por la noche, con el escudo o sobre el escudo, pero nunca sin el escudo.

Desconfío de las medallas y pedrerías porque ellas suelen desatar en su beneficiarios los crisociales de la vanidad humana, el abalorio de la petulancia, y vuelven arrogantes a las personas. La suya, en cambio, me ha dado en el centro del corazón, con la puntería de un perdigón. Porque viene de mi pedazo de tierra nativo, y quiero alargarle el pescuezo a la sentencia de Nietzsche para decir que escribo con la tierra en la mano, porque sé que la tierra pesa tanto como la sangre y el espíritu.

En esas sabanas prodigiosas del Sinú, en las que mis antepasados emigrantes encontraron un techo, un pan, un trabajo, manos hospitalarias y gentes amigas que se volvieron sus compadres, aprendí que un hombre ama a su tierra como a su madre, o como a sus hijos, o como a la mujer que le quita el sueño: la ama con las entrañas. Me lo enseñaron campesinos pobres que saben que el sentido del honor está por encima de todo. Me lo enseñó, entre otros, un hombre que usted conoce mejor que yo: el doctor Amín, cuya vida es un ejemplo, suyo decoro es una lección, cuyos discípulos conocemos perfectamente las razones que le han merecido el respeto y el acatamiento de los vecinos de Lorica, de las ciénagas pantanosas de Momil, de los sembradores de yuca de Purísima, de lo músicos de San Pelayo, de los choferes de plaza de Chinú.

Sólo aspiro, señor gobernador, a ser un buen hijo de mi tierra. Y también aspiro, cuando me haya convertido otra vez en polvo y en ceniza, cuando el ángel de la muerte haya tocado a mi puerta, a que me entierren en el cementerio de San Bernardo del Viento, al lado de la tumba del viejo Abdala, el abuelo inolvidable, en el camino real que conduce al mar, por donde pasan todas las tardes los burros pacientes de mi compadre Maño Lata.

Mis hijos podrán decir entonces que su padre, como un río circular, volvió a su nacimiento en forma de estuario, y regresó al lugar de donde había venido. No pido más que un metro de tierra y una ceiba vieja para que me dé sombra. Si es posible, poco antes de atender el último llamado de Dios, deseo pasar mis últimos años, cuando esta artritis artera me haya terminado de torcer por completo, echando cuentos en una mecedora, con mi tía Filomena que siempre tiene noticias frescas, con los nietos del Niño González en mis rodillas, con un anzuelito de vara para pescar mi propio almuerzo.

Por todo eso, gobernador, la "Medalla José María Córdoba" me llena de tanta alegría. Por venir de donde viene y por venir de donde vengo. Hay muchas formas de agradecer una bondad como la suya, pero la mía, amigo, es la más simple y la más modesta de todas. Pero es la más sincera.
Es ésta: que Dios se lo pague...
Juan Gossaín --

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