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Tres anuncios por un crimen

Esta película, nominada a nueve premios Óscar, hace un retrato intenso y con toques de humor negro de una mujer consumida por la rabia ante la inefectividad policial. ***1/2

Manuel Kalmanovitz G.
10 de febrero de 2018

Título original: Three Billboards Outside Ebbing, Missouri
País: Estados Unidos
Año: 2017
Director: Martin McDonagh
Guion: Martin McDonagh
Actores: Frances McDormand, Woody Harrelson y Sam Rockwell
Duración: 115 min

Por llenar un bache en mi educación cinéfila, vi la semana pasada En brujas, el primer largometraje de Martin McDonagh, que resultó ser una cosa muy divertida, con asesinos que turistean obligados en Bélgica, ráfagas enérgicas de groserías, crisis existenciales y enanos racistas (y con un Colin Farrell excelente).

En esta, la tercera película de McDonagh, se repiten varios de esos elementos aunque se siente un cambio profundo: en vez de la ligereza que acompañaba a estos asesinos, hay una sensación de opresión, impotencia y desesperanza en esta nueva configuración. Y tiene algo admirable ese cambio tonal, sobre todo en alguien que, pudiéndose haber quedado en el divertido limbo tarantinesco de los ejercicios de género salpicados de insultos y tiroteos, se arriesga a explorar aguas emocionalmente inciertas.

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Porque su tema no tiene nada de amigable y, aún atemperado por chispazos de humor y groserías certeras –entonadas, además, con toda la convicción del caso por una excelente Frances McDormand–, se trata en últimas de una radiografía desalentadora de cómo la rabia causa una ceguera casi imposible de curar.

Los tres anuncios son vallas publicitarias que Mildred (McDormand) pone a la salida de su pueblo en Missouri, preguntando cómo es posible que, meses después del asesinato y violación de su hija, el sheriff Willoughby (Woody Harrelson) no haya capturado aún a nadie.

De acá una película más convencional podría desviarse en varias direcciones: hacia la investigación independiente de Mildred, hacia la que haría institucionalmente la policía, hacia el asesino prófugo o hacia cualquier otra distracción; pero no, se queda focalizada en la rabia de Mildred que la posee y consume. La injusticia subyacente –es decir, la violación y asesinato de su hija– se menciona, pero queda en segundo plano, casi borrosa, importante no en sí misma, sino por las fuerzas que desencadena. El centro acá es la rabia y el odio que se movilizan por la injusticia sufrida.

El estatismo de la película es extraño y, por momentos, se siente como si McDonagh quisiera hacerles sentir vívidamente a los espectadores que la rabia y el odio son intratables, inmóviles, paralizantes, que son como andar en una bicicleta estática, sudando, energizados y sin moverse medio centímetro. También que la emoción destructiva, aunque cómica a veces, es escencialmente negativa.

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Dicen los budistas que el odio es el peor de los tres venenos en el ciclo de la existencia (ignorancia y avaricia son los otros dos) por la facilidad como se transforma en agresión y violencia, que es lo que sucede acá.

Pero también hay algo decepcionante en la película, que, habiendo enfrentado valientemente un fenómeno con consecuencias tan nefastas, al final se niega a asumir a cabalidad su pesimismo y, tras un par de giros no demasiado creíbles, resulta descubriendo que el odio, después de todo, no es ese destino inescapable que el resto de la cinta había delineado tan convincentemente. 

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