Jotamario Arbeláez.

Columna

Del Cali viejo a una gran ciudad

Consagré a Cali los primeros 30 años de mi vida que ya va para larga sin cortar con nada. Ese sería uno de los aspectos diferenciales de los caleños, que solemos morir con las botas puestas.

11 de septiembre de 2015

El que se la pasó bailando se va bailando, el que tirando tirando y el que no hizo más que trabajar, trabajando. Estos son los menos, aunque avivatos sí los hay que ganan mucho trabajando poco.

Nací en el barrio San Nicolás, estudié en su escuela, en su iglesia le oré a san Roque, en su teatro vendí maní, en su parque me hice de novias. Pero como estas se hacían las difíciles me fui con los de la barra todas las noches en bicicleta a Salomia, donde nos aguardaban las mejores reinas de los 100 barrios caleños, como era la promoción de las emisoras. Y cuando acabamos con ellas y nos fueron creciendo más los pelos de los bigotes nos trasladamos a Granada, en busca de los canastos que asediaban los reclutas del batallón Pichincha.

Y luego nos instalamos a las cinco de la tarde en el paseo Bolívar, a ver pasar a las caleñas que caminaban como si danzaran, según la cuña. A ver cómo los vientos del Pacífico les levantaban las faldas. Y años más tarde en las puertas del Hotel Alférez Real nos encontrábamos Elmo Valencia y yo con Pardo Llada, Tomás de Páramo o el Loco Bejarano que nos invitaban al bar a tomar un drink para hablar de la última novela de Cortázar o de Hernán Hoyos.

Pasábamos por Bellas Artes a ver danzar a las ballerinas de Brinatti, entre ellas a Gloria y Larisa; o a ver pintar a las modelos de Tiberio Vanegas, entre ellas mi primera mujer Marlén; o a ver ensayar a las actrices de Enrique Buenaventura, entre ellas Julia Correa, quien solía hacer el papel de prosti.

Hacíamos una escala en el estudio de Tejadita Hernando, quien cuando no estaba dibujando chuminos estaba esculpiendo gatos. Nos instalábamos en el Café Colombia y luego pasábamos al Tamanaco, a oír desbarrar los políticos del MRL y de la Pelusa, de Bonifacio Terán y el Mono Ángel a Cecilia Muñoz y Cleofás Garcés Rentería.

Finalmente nos instalábamos en la recién fundada Librería Nacional, donde nos dábamos un aire burgués que nos conducía a La Tertulia. Y de allí íbamos a terminar a alguna mansión en Santa Rita, donde deleitábamos a la audiencia con nuestros poemas en medio de jazz. Y rayando el amanecer salíamos a pie hasta nuestras casas del barrio Obrero y La Floresta.

Y así pasaban los días sobre los días hasta que supimos que Cali había decido dejar de ser una aldea para convertirse en ciudad mediante los Juegos Panamericanos, pero mientras eso llegaba decidimos con Elmo emigrar a la capital y no volver sino cuando Cali fuera otra Nueva York. Y todavía no perdemos las esperanzas, si los nuevos alcaldes siguen la ruta de los últimos, luego de que los penúltimos casi acaban con lo poquito que dejamos. •