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El doloroso asesinato de 81 líderes (este año)

José Jair Cortés es el más reciente de casi un centenar de líderes asesinados este año sin que el Estado pudiera evitarlo.¿Cómo parar este desangre?

21 de octubre de 2017

Desde hacía un mes se repetía la misma escena. Los líderes del Consejo Comunitario del Alto Mira y Frontera en Tumaco acudían a las reuniones citadas por varias instancias del gobierno para evaluar las graves amenazas que pendían contra sus vidas. El viernes 13 de octubre el ritual volvió a ser el mismo. Los congresistas de la Comisión de Paz, entre ellos Roy Barreras, Claudia López e Iván Cepeda, viajaron a Tumaco a escuchar a las comunidades. Allí estaba sentado, entre los 14 líderes afros de dicho consejo comunitario, José Jair Cortés, de 41 años, alto, fortachón, de pocas palabras. Más que denuncias, todos hicieron una premonición: “Nos van a matar”.

Habían denunciado que a mediados de septiembre los narcotraficantes que ahora son amos y señores de la frontera les dieron un ultimátum. O se oponían a la erradicación forzada que estaba haciendo la fuerza pública o empezaban a matarlos de a dos por comunidad. Ellos sabían que no eran amenazas vanas. En los últimos años han matado a cinco de su comunidad, y todo por la coca. Ahora la amenaza provenía del Cachi, un narcotraficante que trabaja para los carteles de México, y Guacho, un exguerrillero que se pasó al crimen organizado. Los declararon objetivo militar porque apoyaban la erradicación voluntaria, y porque en su territorio, en el que los colonos han sembrado coca, se adelanta la erradicación forzada. Los narcos presumen, equivocadamente, que los afros comparten esta estrategia y por eso los consideran sus enemigos. Sin embargo, el propio Cortés había dicho en julio pasado en una entrevista que “si van a venir a hacer la erradicación forzosa, va a haber confrontaciones, se va a volver esto un diluvio porque la gente no está en las condiciones de dejarse quitar lo que los está sosteniendo”.

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En la reunión los líderes pedían medidas efectivas de protección. Esa misma semana se las habían solicitado al vicepresidente Óscar Naranjo, que por esos días despachaba desde el convulsionado municipio de Tumaco. Todos en el gobierno sabían que la protección que tenían era insuficiente: chalecos antibalas, un carro y un celular. José Jair Cortés tenía un esquema que incluía esos tres elementos, que desde las frías oficinas de Bogotá se ven como lo único que se puede ofrecer.

Pero Cortés no necesitaba un carro porque vivía a la orilla de un río, en medio de la selva, en la vereda Tiestería, acechada por los grupos armados, en la que un celular, un chaleco y hasta un escolta resultan inútiles. Ese esquema podía servir para la zona urbana de Tumaco, en la que ellos se desplazaron por las amenazas, pero no en la zona rural, en medio de esteros, bosques tropicales y mar. Allí donde ellos quieren seguir viviendo en estos tiempos llamados de paz, con sus cultivos, sus familias, su historia, sus comunidades, es decir, sus vidas.

Tres días después de exponer con angustia la situación, mataron a José Jair. Ocurrió en la tarde del 17 de octubre en la vereda Restrepo, muy cerca de donde dos semanas atrás habían asesinado a 6 campesinos que se oponían a la erradicación de la coca. El presagio de los líderes se cumplió mucho antes de lo esperado, en lo que puede interpretarse como un abierto desafío de las mafias del narcotráfico a la comunidad de Tumaco y al Estado mismo que anunció que las perseguiría sin piedad.

El caso de José Jair no es ni mucho menos aislado. El asesinato de líderes se ha convertido en una vena abierta y sangrante. Entre enero de 2016 y el primer semestre de este año cayeron asesinados, según un informe reciente de Indepaz, Cinep y el Iepri de la Universidad Nacional, 101 líderes, la mayoría de ellos campesinos, indígenas y afros. Por su parte, la Fundación Paz y Reconciliación ha registrado hasta esta semana el asesinato de 81 líderes en lo corrido de este año.

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El gobierno ha tomado medidas, pero no han logrado frenar las muertes. La Justicia ha imputado estos crímenes a 54 sicarios. Con base en estos expedientes, la Fiscalía ha defendido la tesis de que no se trata de una violencia sistemática ni de un solo patrón de violencia, y el presidente Santos y el alto gobierno la han acogido. Sin embargo, otras entidades del Estado como la Defensoría del Pueblo, así como grupos de académicos y centros de pensamiento discuten ese diagnóstico porque creen lo contrario.

El gobierno tiene la razón en cuanto a que hoy no se puede probar que haya, como en el pasado, un plan macabro orquestado en todo el país o una estructura de mano negra con unidad de mando y capacidad para hacer una campaña para exterminar un determinado grupo social o político en el territorio. No hay una causa, filiación o característica común en las víctimas ni en los posibles victimarios. No es por tanto, una campaña similar a la que masacró a la UP en el pasado o como ha ocurrido con reclamantes de tierra o sindicalistas.

La discusión

No obstante, como han indicado algunos investigadores con datos y análisis científicos en mano, como Francisco Gutiérrez, estas muertes sí son “apabullantemente sistemáticas”, dependiendo de la región y del tipo de conflictos que bullen en ellas. Hay patrones claros de violencia en algunos lugares según las rentas ilícitas en juego, sean de minería o de coca; los actores criminales que las manejan, y los intereses, que casi siempre son millones de dólares o pujas por el poder local, especialmente ahora que no están las Farc.

Sin embargo, no se puede atribuir toda esta violencia a las bandas criminales o los reacomodos en los feudos abandonados por la guerrilla. El citado informe señala que el 57 por ciento de los homicidios no tiene autor conocido. En otras palabras, aún no hay claridad sobre lo que hay detrás de esta ola de muertes. Infortunadamente, tampoco basta la investigación criminal. Alguien desde el Estado tendría que hacer más complejo el análisis y empezar a cruzar otras variables que puedan explicar este fenómeno que tiene arrinconado al gobierno.

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El caso de Tumaco parece corroborar lo que dice el profesor Gutiérrez en el sentido de que allí sí hay sistematicidad. Los grupos armados han hostigado sin tregua a la población afro, dueña de las tierras de la frontera. Primero los mataron las Farc cuando estaban en armas. Basta recordar el asesinato hace tres años de Genaro García, el primer síntoma de la disputa que se vive hoy. Que habría fuertes grupos residuales estaba previsto desde los diálogos de La Habana. Tanto es así que allí se pactó hacer de Tumaco y Buenaventura dos experiencias de recuperación de la vida legal con una intervención fuerte, rápida e integral del Estado. Desde entonces se sabía que ni las propias Farc dominaban a esas estructuras de milicianos que habían multiplicado irresponsablemente durante años para controlar las rutas del narcotráfico. Cría cuervos y te sacarán los ojos, dice el viejo refrán.

Entonces era claro que había que hacer un plan específico para estos municipios críticos. Pero o nunca se hizo o no se llevó a la práctica. El gobierno concentró su esfuerzo en la erradicación forzada de la coca, mientras la población civil ha seguido bajo el yugo de las 11 bandas del narcotráfico al servicio de los carteles mexicanos, que medran en esa compleja geografía.

La situación de los líderes del Alto Mira y Frontera es emblemática porque muestra la incapacidad del Estado para frenar la violencia emergente del posconflicto. “Ellos se sienten desgastados”, dice una fuente de Tumaco. Y es que todos han alertado sobre su inminente riesgo: la Corte Constitucional, la Defensoría del Pueblo, la mesa de La Habana, la comunidad internacional en cabeza de la ONU. Y han hecho reuniones y reuniones y reuniones. Pero las soluciones no llegan o no se corresponden con la magnitud de los problemas.

Primero, porque se trata de medidas reactivas, casi siempre post mortem. Es decir, el Estado se ha preocupado más por investigar los asesinatos, lo que está bien, que por prevenirlos, lo cual está mal. Segundo, porque la respuesta sigue siendo más individual, según el caso de cada líder, y no con medidas generales para los territorios según lo pactado en La Habana. Peor aún, todavía los funcionarios diseñan estrategias desde Bogotá, sin consultar siquiera a la gente que vive a diario la zozobra de esta nueva violencia. Por eso hay que darle un viraje al problema, y en ese sentido muchas propuestas están sobre la mesa. La muerte de José Jair Cortés parece ser la oportunidad para dar un cambio de enfoque.

¿Se puede hacer distinto?

El jueves pasado el presidente Juan Manuel Santos tomó varias decisiones para afrontar el polvorín. Para Tumaco, que hasta ahora parece ser el epicentro del terremoto de la violencia, anunció la creación de una fuerza de tarea conjunta en la que habrá 2.500 policías y 4.000 de las Fuerzas Militares.

Como saben en Tumaco, mientras haya narcotráfico ninguna fórmula de protección será sencilla. Pero por lo menos esta fuerza no se concentrará solo en el eslabón débil de la cadena, los cultivos, sino en los ríos que sirven de autopistas por los que la mafia mueve toneladas de droga. Esta fuerza inicia su trabajo con la llamada Operación Hércules contra el crimen organizado, y la campaña Atlas, que buscará una presencia institucional más fuerte. Algo que probablemente haya que replicar en Chocó, Buenaventura y Guaviare, donde la geografía es similar.

La segunda medida tiene que ver con acelerar el marco legal para el sometimiento del Clan del Golfo y otras bandas criminales. La Fiscalía y los Ministerios de Justicia e Interior vienen tejiendo este proceso desde hace varios meses con la idea de sacar por lo menos a otras 7.000 personas armadas de los territorios. Santos anunció que el proyecto de ley está listo y el gobierno lo presentará el Congreso vía fast track. Ahora, este sometimiento aún está crudo y es un proceso complejo que tomará tiempo y que requiere mucha precisión en los instrumentos y objetivos para que no resulte un remedio peor que la enfermedad. A eso se suma que, según el informe citado anteriormente, al Clan del Golfo o bandas criminales solo se les pueden atribuir el 24 por ciento de los asesinatos de líderes.

Un tercer elemento planteado por el presidente consiste en fortalecer con recursos, autonomía e incidencia el Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo. Está probado que esas alertas pueden establecer cuáles comunidades tienen alto riesgo de sufrir violencia mucho antes de que ocurra un baño de sangre. Pero aunque la alerta suene a tiempo, la respuesta tarda semanas o meses, y a veces no llega o no es efectiva. Eso es imperdonable hoy en día, pues aunque la violencia se ha exacerbado en algunos territorios muy estratégicos para las mafias, en la gran mayoría del país la violencia ha bajado. La respuesta de las instituciones debería concentrarse en los puntos críticos identificados desde hace tiempo.

El ajuste de la respuesta a las alertas también hace parte de lo pactado con el ELN en la búsqueda de ofrecer una mayor garantía para los líderes sociales. Este elemento apunta, aunque con limitaciones, al problema de fondo: que no hay realmente una estrategia de protección de las comunidades y los territorios en el contexto del posconflicto. Hasta ahora la fuerza pública solo ha enviado tropas o agentes a lugares en los que antes no estaban, pero como ha demostrado Tumaco, eso no es suficiente, y es más de lo mismo. Los hechos de las últimas dos semanas revelan que no hay una verdadera estrategia de paz territorial. Es decir, una identificación de los conflictos propios de cada sitio y soluciones que respondan a las especificidades de cada uno de ellos.

En el caso de Tumaco, que se repite prácticamente en los 170 municipios identificados como críticos para el posconflicto, hay disputas por la tierra, por temas ambientales y por asuntos políticos que constituyen un verdadero polvorín. No hay que olvidar que, por ejemplo, en el Alto Mira y Frontera hay un complejo conflicto interétnico por el territorio, cuya solución no está en manos de la Policía, sino de la Agencia Nacional de Tierras y de la Agencia de Renovación del Territorio. Las familias de colonos que invadieron hace 15 años los territorios de los afro, para sembrar coca respaldados por los fusiles de las Farc, hoy no tienen acceso a la sustitución y por eso se han convertido en la carne de cañón de las mafias.

Si en La Habana las partes pactaron un fondo de tierras de 3 millones de hectáreas para campesinos que carecen de ella, ¿por qué no empezar con dichas familias? ¿Por qué el Estado se ha dedicado a obtener victorias tempranas y no a resolver los temas más complejos? Este tipo de soluciones sanearía el territorio de los afros y permitiría mejores condiciones para repensar un plan de seguridad y convivencia en una región de cultura anfibia, con una frontera compleja, y con un atraso significativo.

Santos también habló del abandono histórico del Estado a Tumaco. Eso es relativamente cierto. El gobierno ha invertido miles de millones en los últimos años, pero no necesariamente para resolver los problemas de los más marginados, quienes terminan alimentando el crimen organizado. El mejor ejemplo de que la inversión en abstracto no resuelve los problemas de fondo es Buenaventura, en la que la multimillonaria inversión en un puerto digno del primer mundo contrasta con una ciudad amenazada por una economía ilícita en todos los flancos. Llevar las instituciones a los territorios de mayor riesgo de violencias puede ser un paliativo. Pero si esta presencia se enfoca en entregar subsidios y no en impulsar un verdadero desarrollo productivo basado en la educación, serán apenas paños de agua tibia.

Quizá toda la institucionalidad debe dar un viraje para comprender el problema específico de cada territorio y dejar de recurrir a fórmulas estandarizadas diseñadas en Bogotá para atender espinosos problemas de ciertos puntos del país. La realidad rebosó la fórmula del celular, el chaleco y el carro. Hoy el gobierno tiene el reto de prevenir las muertes y no solo de investigarlas. Y para eso debe contar con la gente que habita los territorios y con sus autoridades. Tiene que dejar de pensar que el Estado se ‘lleva’ en una maleta desde el centro del país. El Estado se construye con la gente, con sus propuestas.

Aunque muchos pueden pensar que estos temas tan estructurales no tienen nada que ver con el asesinato de José Jair Cortés y de los otros 100 líderes muertos, si no se afronta lo estructural, el país seguirá contando asesinatos y capturando a sicarios etiquetados como casos aislados, sin lograr sacar a flote territorios donde la violencia se alimenta de rentas ilícitas, de corrupción y de la pobreza material extrema de su gente.