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AGUAFUERTE DE NUEVA YORK

Los bohemios del Village reposan el guayabo bíblico, utilizando la edición dominical del New York Times, que pesa tres kilos

Semana
9 de mayo de 1988

Es domingo y hace mucho sol, pero sopla una brisa helada que arrastra las últimas hojas podridas del invierno. En Nueva York el viento frío tiene un aroma inconfundible de aire acondicionado. Los ancianos emigrantes rusos, con sus gorros calados hasta las orejas, juegan ajedrez en el parque.
Todo es descomunal y asombroso en esta ciudad fascinante revuelta y loca. Se sienta uno a almorzar un plato de queso en el restaurante de las torres gemelas y ve pasar, frente a la ventana, las nubes que viajan a cien pisos del suelo. No sería extraño que el día menos pensado el ala de un avión salpicara la sopa de los comensales. O que un ángel extraviado entre la niebla se rompiera el halo contra la espalda del músico vestido de negro que toca el piano.
En los almacenes de la Quinta Avenida la gente compra zapatos por computador al lado de un palestino que vende tortas de falafel en una hornilla portátil. Los turistas japoneses, que tienen los ojos estrechos de tanto tomar fotografías, compran todo lo que les quieran vender, desde un edificio del siglo pasado hasta un teléfono de madera tallado por artesanos de Haití.
El parquecito del Village, en cambio, es un poema en medio de esa selva de hierro y cemento. Basta con cruzar media docena de calles para que uno se sienta en otro mundo, más alla de los bancos y las tiendas, en una rebelión de la naturaleza contra el rascacielos, rodeado por artistas harapientos que pintan sus cuadros en la mitad de la calle.
Saltimbanquis y maromeros hacen sus piruetas en medio de la indiferencia glacial de las palomas que los miran con desprecio. Los bohemios del Village reposan el guayabo bíblico de la noche del sabado durmiendo en los escanos y utilizando la edición dominical del New York Times, que pesa tres kilos y tiene unas excelentes propiedades de almohada.
Por estas mismas barriadas se paseaba García Lorca cuando escribió sus versos de poeta estremecido por la jungla americana de aluminio y pavimento. Ahora, en la quietud sedante del domingo, los negros cantan sus espirituales como si estuvieran murmurando. Un ciego rasga su bandola.
Al árbol, sobreviviente maltrecho del invierno, le quedo colgando una sola hoja, y parece un vestido con la etiqueta del precio. Hay parejas de novios haciendose achuchones. La gente bosteza y aclama al maromero. Un perro enorme levanta la pata contra la estatua de Jefferson y se orina placidamente sobre doscientos años de historia.
Va siendo ya la hora del almuerzo y de los restaurantes chinos sale una fragancia de repollos hervidos. Dos puertorriqueños intentan engañar a una señora ofreciendole una pulsera que parece de oro macizo. Las campanas de San Bartolomé llaman a misa de ramos.
Un loco de barbas pluviales y zapatones de payaso pasa hablando solo y luego se detiene en la esquina. Echa un discurso virulento contra Reagan, Gorbachov y las palomas. Después se rie y sigue su camino. A lo mejor el loco es uno. En Nueva York nunca se sabe.
Al mediodía se siente el tibio pegajoso de la amenaza de lluvia.
El aire ya no es tan frío. El sol se ha ido y la tarde huele ahora a castañas asadas, mostaza para el perro-caliente y los primeros aromas de la primavera que se aproxima. Si nunca más pudiera volver, siempre recordaré a Nueva York como una fijación de olores que se revuelven, pero que uno puede ir distinguiendo poco a poco, separandolos, clasificandolos.
Los ascensores siempre huelen a pintura fresca, aunque sean viejos, y las bocanadas de humo que suben del tren subterraneo hasta la superficie de la calle tienen el olor triste que queda entre los rescoldos de un incendio.
Los judíos, con sus trenzas grasosas y sus sombreros negros, desfilan ruidosamente, celebrando el comienzo de la pascua. Los niños aplauden al anciano vestido de frac que toca el violín en la calle. Lo único que falta, en este cuadro de gentes y lugares de la ciudad más prodigiosa del mundo, es que aparezca el viejo Sandburg, recogiendo las hojas y cantando su canto inolvidable: "Nueva York, Nueva York, esta es mi confesión..."--

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