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Restaurantes bogotanos por cárcel

A estas alturas, el oso público de ser arrestado en un restaurante de moda es la única forma efectiva de justicia que queda.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
21 de enero de 2017

Había jurado no regresar a esos restaurantes de moda bogotanos, caros y esnobs, cuyos nombres, como alguna vez dije, parecen inspirados en expresidentes colombianos: Gordo, Bruto, Bandido, El Enano. Hay algunos en decadencia, como Armadillo, que recuerdan a Horacio Serpa. Y otros más informales que, por lo mismo, se asemejan a la Presidencia de mi tío Ernesto, como Narcobollo.

Digo que juré no regresar a restaurantes semejantes porque, hace algunos meses, cometí el error garrafal de no celebrar la vida nocturna como me gusta, esto es, enfundado en la piyama mientras veo CM&, y a lo sumo estimulado por una lata de Red Bull para llegar despierto a los chismes del 1, 2, 3, y salí a comer al restaurante del momento: Gamberro.

Como tantos otros restaurantes bogotanos, los puestos de Gamberro quedan bastante cerca unos de otros, y, como lo hiciera Frank Pearl con el ELN, aquella vez tuve que manejar una mesa paralela: la mía y la de dos damas de alcurnia, vehementemente asqueadas con el recién firmado proceso de paz:
–Esto se va a convertir en Venezuela: ya Jorge está mirando si vendemos el apartamento y las acciones del club, y nos vamos del país –decía una, mientras estudiaba el menú–: se ven ricos estos palmitos…
–Nosotros también: es que De la Calle ya habla como comunista: ¿qué tal lo que dijo de la desigualdad de los campesinos?... ¿De dónde serán?
–Del Putumayo…
–¿Los campesinos?
–No, los palmitos…
–¿Y los campesinos?
–No sé: con Jorge no conocemos al primero…

Durante toda la comida me distraje con mis vecinas de puesto, que se asqueaban de la situación del país a la vez que alababan la oferta del restaurante, a veces con adjetivos idénticos, al punto de que no supe si les parecía blando el lomo o el presidente, y quemado Óscar Iván Zuluaga o las chuletas: a lo mejor ambos; y después de compartir algunos platos, y tomarnos un par de licores, ordenamos la cuenta. Éramos dos parejas, dos. Y tuvimos que ordenarla en todos los sentidos, con una contadora, porque por poco asciende al millón de pesos: costó un ojo de la cara una comida que, al igual que Sarmiento Angulo, estaba rica, pero no era nada deslumbrante, y que de ninguna manera fue generosa, casi al revés: porque, como suele suceder cuando uno visita este tipo de locales, al llegar a la casa es necesario complementar el déficit de llenura con un buen cereal con leche.

Desde entonces juré que no volvería a restaurantes presumidos, pero rompí la promesa esta semana, cuando observé el video de la captura del exsenador Otto Bula.

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Se trata de un momento inolvidable: Bula, segundo renglón de Mario Uribe, es decir, viceprimo de Álvaro Uribe, es abordado en un restaurante glamuroso por un funcionario del CTI, típicamente caracterizado con gafas oscuras, y brazalete y gorra de la entidad, que lee en voz alta sus derechos de detenido, mientras el exsenador, lívido, extiende la servilleta de forma inútil, porque para entonces ya se encuentra untado, y no tiene tiempo de repartir nuevas tajadas, ni siquiera de postre: ante el estupor general, abandona el lugar con actitud circunspecta, y ni siquiera sonríe por haberse salvado de pagar la cuenta.

Bula está acusado de recibir sobornos por más de 4 millones de Di Luccas, e imagino que en poco tiempo quedará suelto (y quizás en todos los sentidos, según lo que haya ordenado), porque nuestro sistema judicial es complaciente con el delincuente de cuello blanco. Pero, a estas alturas de la historia, el oso público de ser arrestado en un restaurante de moda es la única forma efectiva de justicia que nos queda: un paliativo que pretendo disfrutar.

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Por eso, en adelante seré testigo de nuevas detenciones: quiero ir a donde los Rausch para observar la recaptura de Víctor Maldonado: un hombre que birló la fortuna suficiente como para poder comer donde ellos, y al que un juez, con falta de Criterión, concedió la libertad:
–Señor, esta no es mi orden –se quejará Maldonado–: esta es una orden de captura, y yo había ordenado un steak pimienta.

No saldré de Tres Bastardos para rendir homenaje a Miguel Peñaloza, Otto Bula y Mauricio García; ni del Divino, para mirar el arresto de Andrés Felipe Arias cuando regrese; ni de Los Pollos Hermanos, cuando lo abran en la vida real, para avistar a Tomás y Jerónimo. Pero de manera especial me instalaré en Luna, que es donde parecen vivir tanto Santos como Uribe. A Uribe lo traicionaban ministros, jefes de seguridad, familiares y demás buenos muchachos que hacían y deshacían durante su gobierno sin que él se percatara de nada, pobre: le quitó el monopolio de la espalda ciega a mi tío Ernesto. Y Santos, incapaz de ver la Pajares Salinas en su propio ojo, echa toda el agua sucia al gobierno anterior, como si no hubiera hecho parte de él, y como si en el suyo nunca sucediera nada: ¿en qué momento pelearon todos con todos? ¿Desde cuándo Gina, Santos, Uribe, que eran íntimos, se empezaron a odiar? ¿Por qué los políticos criollos son tan giratorios como La Fragata de la 100?

Que la noche me espere. Seré testigo de nuevos arrestos. Tanto el uribismo como el santismo nos han salido bastante caros y merecen todo tipo de reservas. Y en eso se parecen a los restaurantes que inspiran.

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