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EL DEBATE

Semana
29 de junio de 1998

Sería absurdo negar la importancia y la popularidad de los debates presidenciales: con frecuencia han demostrado ser, a falta de otras, la única manera como se producen las discusiones que les sirven a los votantes para tomar decisiones racionales acerca de sus preferencias electorales. Hay que reconocer que las cuñas televisivas de 30 o de 60 segundos o los comerciales de radio son, por regla general, superficiales, y con frecuencia criticados por manipular la imagen de los candidatos. Y mientras las campañas consideran estas cuñas como un asunto prioritario, el electorado pocas veces a través de ellas aprende mucho acerca de la personalidad o las propuestas de sus protagonistas. Entre otras cosas porque los temas de fondo, si es que los hay, están tratados con una calculada ambigüedad, que es tolerada en una cuña de televisión, pero que puede costar cara en un debate televisivo cuando quien lo conduce hace la contrapregunta indicada. Las 'biblias' que existen sobre el tema de los debates entre candidatos presidenciales están de acuerdo en que ellos benefician de tres formas al electorado. Pueden constituir un medio significativo para que el votante compare la personalidad y las propuestas de los candidatos, especialmente si se tiene en cuenta que los votantes eluden la información que publican los medios de comunicación acerca de la posición del candidato que no es el de su preferencia. En segundo lugar, y a pesar del cuidado con el que se preparan estos debates por parte de los asesores de los candidatos, constituyen una forma más espontánea y más reveladora que los comerciales de prensa, radio, televisión o vallas. Y en tercer lugar, los debates pueden llegar hasta a incentivar el interés en las elecciones. Pero los debates presidenciales también tienen sus críticos. Y se les critica especialmente el que tienden a enfatizar la imagen sobre la sustancia, siendo el mejor ejemplo de ello uno de los más famosos debates presidenciales, el de Kennedy-Nixon en 1960, que irónicamente ganó el primero, más que por razones ideológicas, por una tremendamente superficial: porque su aspecto, bronceado, atlético y saludable, era mejor que el de su contendor, que para la fecha del encuentro televisado sudaba copiosamente como producto de una alta fiebre que lo aquejaba. La verdad es, entonces, que la imagen constituye el común denominador de los debates políticos (Myles Martel, Political Campaign Debates), y todo lo demás queda subordinado a ella, entendiendo por imagen el "collage de percepciones conscientes e inconscientes que la audiencia puede sacar de las indicaciones físicas o vocales del candidato", tales como su aspecto personal, sus gestos, sus expresiones faciales, su tono de voz, etc... así como de sus planteamientos. De hecho, sostiene Martel, las posiciones de los candidatos son intrínsecamente imágenes: no son realidades per se, sino abstracciones verbales de realidades. De tal manera que lo que la audiencia recibe son imágenes de segunda mano, la imagen que el candidato tiene acerca de la realidad, adaptada para dicha audiencia. De cualquier manera, sin embargo, ninguna cantidad de maquillaje puede cambiar la forma como se mueven los ojos de un hombre o como arruga sus labios como reflejo de un estado de ánimo o de temperamento. Cuando una cámara toma en primer plano el rostro de una persona, el hecho de que algunas arrugas puedan ser disimuladas con un maquillaje apropiado no es tan determinante como la visibilidad de las emociones que salen a la superficie. La fuerza de los debates televisivos, en definitiva, se deriva menos de lo que está escondido que de lo que resulta imposible de ocultar. Aceptando, entonces, la importancia de que exista en Colombia un debate televisivo para la segunda vuelta electoral de los finalistas de la primera vuelta (que al momento de escribir esta columna todavía no se ha llevado a cabo), creo que el caso de estas elecciones tendría que ser incluido en las que denomino 'biblias' sobre el tema de los debates presidenciales, por la inutilidad que para el resultado final del voto de los colombianos podría representar un debate de este estilo que lograra organizarse en el curso de las próximas dos semanas.Me atrevo a apostar que apenas un número insignificante de votantes cambiaría el voto que ya tiene resuelto depositar para uno u otro candidato, porque el gran issue de estas elecciones está entre el continuismo y el anticontinuismo, y no entre unas ideas u otras ideas. El próximo 21 de junio Colombia votará a favor de Ernesto Samper o contra Ernesto Samper, y no importa qué tan bien o tan mal le vaya al candidato del continuismo en un debate televisivo, no existe ninguna posibilidad de que una persona que tiene decidido no votar por Serpa opte por cambiar su voto porque le gustó la manera como planteó la necesidad de disminuir por decreto la tasa de intermediación bancaria. De igual manera, tampoco habrá muchos de los que hayan resuelto votar por Andrés Pastrana como fórmula del anticontinuismo que decidan votar por Serpa porque no les gustó la forma como en el debate televisivo Andrés expuso que se debería resolver la crisis carcelaria del país. Y si el debate puede resultar útil entre los indecisos, a estas alturas que un 5 por ciento de los potenciales votantes no haya tomado partido tampoco se proyecta como un número capaz de darle un vuelco a la actual tendencia de las próximas elecciones. De cualquier manera, y a pesar de que pienso definitivamente que este debate será inútil para cambiar la intención de voto de los colombianos por la característica muy particular de lo que se está decidiendo en estos comicios, es mejor hacerlo que no hacerlo, como simple ejercicio democrático. Y sobre todo, porque resultaría una espectacular manera de poner el anticontinuismo en vitrina.

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