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Colombia: entre el autoritarismo y la democracia

En un contexto de violencia generalizada, la política se ha debatido entre un reformismo democrático y un autoritarismo populista. Esa tensión ha aumentado en los últimos años y sus consecuencias son aún imprevisibles. Por Álvaro Forero Tascón.

Álvaro Forero Tascón
29 de agosto de 2020

El periodo de casi 40 años que comenzó en 1982 cambió profundamente la historia política de Colombia. El reemplazo de una constitución de 100 años y la caída de un sistema político dominado por el bipartidismo durante casi 200 años son cambios monumentales. Reflejo, principalmente, de los pavorosos niveles de violencia y de la confluencia de una gran crisis económica con una de seguridad en el cambio de siglo.

Sin embargo, mantiene los elementos estructurales de la historia republicana. Dividido entre las dos corrientes eternas –la tensión entre lo que representan en la historia política colombiana Bolívar y Santander, el autoritarismo y el institucionalismo– que han marcado la singularidad colombiana en el continente, dominado por el autoritarismo caudillista durante el siglo XX. Es también una continuación de la era de la Guerra Fría, que en Colombia duró 70 años, casi 30 más que en el resto del mundo, y solo terminó con el acuerdo de paz con las Farc en 2016, 27 años después de la caída del muro de Berlín.

Es un periodo en que la política estuvo dominada por crisis generadas por el terrorismo y el conflicto armado, con dos puntos de inflexión: los años 1989 y 1999. El primero desembocó en un proceso democrático que relegitimó las instituciones, y el segundo en un proceso populista que las deslegitimó.

El hecho que más influyó en la política de los últimos 40 años fue el crecimiento exponencial de la violencia del narcotráfico. A diferencia de otros países, en Colombia este fenómeno tuvo una expresión política tan grande como la económica, pues combinó la violencia delincuencial con la violencia política. La columna vertebral de la historia del país ha sido la violencia política, y el narcotráfico la adoptó primero en las ciudades y luego en el campo. Esa violencia política es la explicación de por qué Colombia ha sido por tantos años la potencia mundial en exportación de cocaína, y la geografía es solamente un commodity regional.

EDICIÓN 479 (julio 1991) La Constitución de 1991: un revolcón político.

Esa violencia del narcotráfico tuvo expresiones distintas en las dos fases en que se divide políticamente el periodo desde 1982 hasta hoy. En la primera mitad –hasta mediados de los años noventa– mediante los carteles urbanos, cuando enfrentaron al Estado con terrorismo. En la segunda, por medio de la guerrilla y el paramilitarismo, que marcaron la agenda electoral.

Esa violencia impulsó los dos fenómenos que dominaron la política de estos años. El reformismo democrático de la última parte del siglo XX, caracterizado por los intentos políticos por frenar la violencia guerrillera y narcotraficante, que empezó con el proceso de paz de Belisario Betancur y desencadenó en la nueva constitución de 1991; y el autoritarismo democrático a partir del nuevo siglo, caracterizado por la búsqueda de una solución exclusivamente militar al conflicto armado, que desencadenó el populismo caudillista. En la última década, desde 2010, los dos modelos –el institucionalista y el caudillista– se enfrentaron casi tan rabiosamente como en la mitad del siglo pasado. Aunque en la práctica se complementaron para terminar el conflicto armado, combinando lo militar para debilitar a las Farc con lo político para desarmarlas.

La crisis institucional causada por el narcotráfico y la corrupción se hizo casi insostenible en el Gobierno de Virgilio Barco. Se hablaba de un Estado fallido.

A pesar del fracaso del proceso de paz del Gobierno Betancur, ante el recrudecimiento brutal de la violencia terrorista del cartel de Medellín, Virgilio Barco, uno de los principales exponentes de la tradición institucionalista de Santander y Alberto Lleras, en lugar de tomar el camino autoritario, que parecía el más obvio, optó por profundizar la democracia. No sacó adelante una reforma constitucional, pero sí el proceso de paz con el M-19, que validó la capacidad del Estado para resolver por vía de la negociación lo que no conseguía con la fuerza.

El gran triunfo de la tradición reformista liberal se dio en el Gobierno de César Gaviria, luego del espeluznante año 1989 en que la violencia política estuvo cerca de arrodillar al Estado. La Constitución de 1991 reemplazó la arquitectura conservadora de la de 1889, apostándole a la apertura democrática para superar el cierre del sistema político impuesto por el Frente Nacional.

La Constitución de 1991 creó una nueva institucionalidad concertada entre los sectores de la sociedad colombiana. Sin embargo, la primera reelección de Álvaro Uribe la desbarajustó.

A los dos años caía Pablo Escobar y poco después, el cartel de Cali.

Pero el triunfo de la democracia sobre la violencia duró poco. Con la llegada de los cultivos de hoja de coca, que antes se importaban de Perú y Bolivia, el grueso de la actividad ilegal se trasladó a las zonas rurales, donde se entrelazó con las guerrillas, especialmente las Farc, permitiéndoles multiplicar exponencialmente sus ingresos y crecer en combatientes y armas hasta alterar el equilibrio militar con las Fuerzas Armadas. Simultáneamente, la ruralización del negocio llevó a los narcotraficantes a reemplazar las estructuras sicariales por paramilitares, y por necesidad y conveniencia, a asociarse con sectores del Ejército, asumiendo una pose política. El crecimiento del paramilitarismo y de las guerrillas, así como la afectación de las masas urbanas con el secuestro, desembocó en la crisis de seguridad de finales de siglo.

La de seguridad coincidió en 1999 con la crisis económica más grave desde la Gran Depresión. Pero a diferencia de la de 1989, no logró resolverse por la vía política porque el proceso de paz del Gobierno Pastrana fracasó, aunque por medio del Plan Colombia sirvió para ganarle tiempo al Estado y fortalecerse militarmente. El fracaso de la tradición institucionalista para resolver rápidamente la situación generó un cisma en el sistema político. Permitió la derrota del bipartidismo a manos del fenómeno que el Frente Nacional había buscado combatir luego de los excesos de Laureano Gómez y Jorge Eliécer Gaitán, el caudillismo, el invento latinoamericano que combina autoritarismo y populismo. La sociedad colombiana consideró las crisis como el agotamiento del reformismo democrático de la nueva constitución, y apeló a la autoridad como nuevo agente de progreso para resolver el conflicto armado por la vía militar y detener un supuesto Estado fallido.

Sigue un periodo de 18 años dominado políticamente por la figura caudillista de Álvaro Uribe, y por su hegemonía cultural, como denominó Gramsci la captura del pensamiento de una sociedad por parte de un lenguaje político, al punto que es adoptado inclusive por quienes no lo comparten. No fue exclusivo de Colombia, coincide con el ascenso en la región del populismo de izquierda, aunque Uribe se inspira en el precursor del populismo de derecha contemporáneo, Alberto Fujimori.

EDICIÓN 1365 (junio 2008) Uribe pone en jaque la institucionalidad del país.

Al recurso a la autoridad le sigue una etapa que aparentemente es la antítesis, porque retorna a la búsqueda de la salida política al conflicto armado de 60 años, pero que en realidad es una síntesis que combina la vía militar y la política con éxito. Con el acuerdo de paz con las Farc, Juan Manuel Santos cierra un periodo de 70 años dominado por el anticomunismo, que permitió gobernar cómodamente al duopolio de la derecha y la centroderecha.

El fin del periodo que se cierra con el Gobierno de Iván Duque se caracteriza por dos hechos. El surgimiento de un populismo caudillista de izquierda, con posibilidades de llegar al poder por primera vez desde Jorge Eliécer Gaitán. Y un Gobierno de transición sobre el cual pende una espada de Damocles: que al final del mandato se hayan perdido los dos grandes avances de este siglo, la reducción de la pobreza a manos de la pandemia, y de la violencia a manos del abandono del proceso de paz.

Quizás el principal rasgo político de los últimos 40 años es que las grandes reformas creadas en el primer periodo, esencialmente la nueva constitución, no fueron continuadas en el segundo, salvo al final con la reforma del fin del conflicto político armado. El sistema político colombiano se encuentra atrapado en una incapacidad para hacer reformas, principalmente por el debilitamiento de los partidos políticos a manos del personalismo de las microempresas electorales y del populismo. Al punto que parece resignado a las cuatro plagas colombianas: la ilegalidad, la inequidad, la impunidad y la informalidad.