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| Foto: SPENCER PLATT / GETTY IMAGES NORTH AMERICA / AFP

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El mundo según Trump

La palabra clave es incertidumbre. El cargo más poderoso del mundo ha quedado en manos de alguien que ha demostrado una ignorancia profunda de las relaciones internacionales. Cunde la preocupación en Occidente, mientras otros celebran con champaña.

Mauricio Sáenz (*)
20 de enero de 2017

Cuando ganó la Presidencia en el Colegio Electoral, tras perder el voto popular por casi tres millones de sufragios, algunos observadores pensaron que Donald Trump asumiría una actitud conciliadora más acorde con su nueva posición de estadista. Pero se volvieron a equivocar, pues el magnate no dejó en ningún momento de lanzar dardos a diestra y siniestra y de casar peleas con todo el que se cruzara en su camino, sin que hasta ahora se le haya oído un planteamiento concreto que defina sus ideas, siempre generalizantes, sobre cómo desempeñar el cargo más poderoso del mundo.

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Tal es el nivel de incertidumbre, que las embajadas acreditadas en la capital norteamericana se ven a gatas para cumplir su función principal de informar a sus gobiernos sobre el rumbo de Estados Unidos. Los diplomáticos simplemente se encuentran anonadados: todo lo que logran averiguar en la tarde con fuentes más o menos serias, puede quedar en el trasto de la basura a las 3 de la mañana por cuenta de un trino del presidente electo.  

En las últimas semanas, Trump no ha hecho más que ahondar la angustia con una serie de declaraciones que nunca nadie en la comunidad académica habría concebido como provenientes de un presidente electo. En una entrevista con dos diarios importantes del Viejo Continente, no tuvo inconveniente en aplaudir la salida de la Gran Bretaña de la Unión Europea y en predecir el desmantelamiento de esa construcción multilateral. Para nada le importó que la Unión Europea haya cimentado la paz en un continente que desencadenó las dos peores guerras de la historia de la humanidad y que conforma el conjunto más importante y cercano de aliados de Estados Unidos en el mundo entero.

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Como si fuera poco, Trump se atrevió a decir que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), clave de la seguridad occidental, es “obsoleta”. Y acusó a esa entidad de no atacar el terrorismo, olvidando de paso que esa Alianza envió más de 130.000 hombres a Afganistán después del 9-11.

Y hablando de aliados, no tuvo inconveniente en poner en el mismo plano a la canciller alemana, Ángela Merkel, con el presidente ruso, Vladimir Putin, el hombre que, según está plenamente documentado por los propios servicios de inteligencia norteamericanos, dirigió el mayor ataque cibernético de la historia para influir nada menos que en las elecciones de Estados Unidos. Para muchos observadores Putin, quien por otra parte tiene todo el derecho de defender los intereses rusos, se anotó un triunfo de dimensiones históricas al lograr colocar en la Casa Blanca al candidato más afín con sus propósitos expansionistas. Y mientras el dueño del Kremlin acumula tropas y equipos bélicos en el enclave ruso de Kaliningrado, en la frontera de las amenazadas repúblicas bálticas, el presidente electo Trump trina emocionado que el ruso es su “tovarich” (amigo).

Y esos desatinos son apenas un par de ejemplos. Al otro lado del mundo, en China, los dirigentes del país más poblado del mundo, con el tercer aparato militar del planeta, equipado además con bombas atómicas, ya pasaron de la condescendencia a la indignación. En efecto, Trump se lanzó a decir que la política de “Una China”, con la que Richard Nixon normalizó en 1972 las relaciones entre los dos países, ya no está vigente.

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El asunto tiene que ver con Taiwán, la isla en la que se refugió el gobierno nacionalista del generalísimo Chiang Kai Chek tras perder la guerra civil con los comunistas de Mao Zedong en 1949. China no acepta ni siquiera considerar la independencia de Taiwán, a pesar de que este funciona como un país separado, y advierte que cualquier movimiento en ese sentido es un casus belli, o sea un motivo para ir a la guerra. Pues Trump hizo sus declaraciones tras aceptar una llamada de la presidenta de Taiwán, Tsai Ing-Wen, lo que tiene a Beijing con los pelos de punta.

Con México, uno de sus aliados claves en América, Trump se ha ensañado ferozmente. No contento con amenazar a su propia industria por tener plantas de producción al sur del río Grande, luego se atrevió a hacerlo con la japonesa Toyota y la alemana BMW. Y no ha dejado de afirmar que construirá el dichoso muro, y que lo pagarán los mexicanos, de una manera que no ha explicado. La andanada contra su vecino del sur no combina con sus anuncios de deportar masivamente a los inmigrantes ilegales porque si les quita a los mexicanos sus puestos de trabajo, sólo puede esperar que estos, desesperados, vuelvan a la práctica (que está en bajos históricos) de buscar como sea el sustento de su familia en Estados Unidos.

Como escribí en este espacio hace algunas semanas, Trump, a diferencia de todos sus predecesores, carece por completo de experiencia en asuntos del Estado, y como ha consignado en uno de sus libros, se precia de tomar las decisiones trascendentales muy rápidamente y sin pensar demasiado, mientras considera la venganza y la desconfianza valores indispensables. Ese personaje tendría a su disposición, en todo momento, el maletín que contiene los mecanismos necesarios para desatar una guerra nuclear.

Y hablando de bombas atómicas, en más de una ocasión Trump se ha preguntado por qué Estados Unidos no usa las suyas contra Estado Islámico, a tiempo que afirma que Corea del Sur y Japón tendrían que desarrollarlas para poder confrontar en igualdad de condiciones a la vecina del Norte y a China. Si por él fuera, el sistema de control de las armas nucleares, alcanzado tras años de negociaciones, tendría sus días aún más contados.

En este tema, el caso de Irán sería particularmente paradójico, pues denunciar el tratado por el cual ese país se comprometió a no seguir con su programa nuclear sería unbocatto di cardinale para la línea dura de Teherán, que ve en ese tratado una señal de debilidad del país persa.

Por otro lado, la retórica belicista de Trump les ha caído también como anillo al dedo a los activistas de Estado Islámico, que la han usado en sus campañas de reclutamiento, convencidos de que con Trump sí llegará la batalla decisiva prometida por el Corán, que dará paso al califato mundial.

No importa repetirlo: la situación actual sirve para recordar hasta qué punto las elecciones en Estados Unidos influyen en el mundo. En el 2000, la Corte Suprema puso en el poder a George W. Bush, cuya ineptitud palidece frente a la de Trump, y hasta el día de hoy se sienten los efectos de la invasión a Irak. Lanzada con mentiras y engaños, esa acción militar acabó de desestabilizar el medio Oriente y hoy es considerada el germen de Estado Islámico.

Trump no es Bush. Es mucho peor. De ahí que los pronósticos de una presidencia suya sean aún más sombríos, al punto de que algunos temen que se abra una puerta a que el oscurantismo gobierne una sociedad norteamericana profundamente dividida. De ahí a la decadencia de la democracia no hay sino un paso.

Si la anterior afirmación suena extremista es porque estamos acostumbrados a asumir que el orden establecido, basado en la estabilidad democrática, es un concepto natural e invariable. Pero es frágil: es un delicado equilibrio colectivo, una construcción que tomó siglos consolidar pero que es fácil destruir. Las tragedias del siglo XX lo confirman.

*Jefe de redacción de SEMANA