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La deificación del senador Uribe

No es de poca monta el apelativo: presidente de todos los tiempos, del pasado, del presente y del futuro. en términos de culto a la personalidad no se lo dieron ni a Stalin, ni a Mao, ni a bebé doc.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
13 de mayo de 2017

Tal vez el impulso original para la deificación de Uribe que estamos padeciendo le corresponda a Juan Manuel Santos, inventor del partido más lagarto de la historia de Colombia, tan pródiga en lagartadas. Ese que bautizó con la inicial del apellido de su jefe de entonces, Álvaro Uribe: el Partido de la U. A nadie antes se le había ocurrido nada tan lambón: ni siquiera los adoradores de Cristo se identificaron con la letra ‘C’, sino con la cruz, y los fanáticos de Hitler no escogieron la ‘H’, sino la svástika. En eso, hay que reconocerlo, Santos fue un pionero. Nadie más uribista que él, hasta que dejó de serlo: idiota es el que no cambia de opinión, explicó en su momento. Pero en la separación de bienes resolvió quedarse con la ya registrada vocal ‘U’ para injertarla dentro del nombre pomposo de su Partido Social de Unidad Nacional, que sin embargo no es llamado PSUN sino –¿cómo?– Partido de la U. ¿De Uribe? Ya no: de la inesperada ‘U’ hecha por Santos en desafío a las normas de tránsito.

Al pobre Álvaro Uribe le tocó entonces inventarse su propio chuzo de repartir avales electorales, que en un principio quiso llamar Puro Centro Uribe, o Uribe Corazón Grande, pero no pudo hacerlo por enredos con el Consejo Nacional Electoral. Así que terminó usando el alias de conveniencia de Centro Democrático, aunque en realidad no sea ni lo uno ni lo otro.

Que no es de centro lo proclamó campanudamente el exministro Fernando Londoño en la convención de los uribistas celebrada hace unos días:

“Este partido se llama Centro Democrático por unas circunstancias ahí más o menos fortuitas; pero políticamente es todo menos de centro. Este es un partido de derecha”.

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Y ya de entrada el mismo Londoño lo había despojado de su máscara de “democrático” en su saludo de pleitesía al supremo jefe único Uribe, llamándolo entre los enloquecidos aplausos de los asistentes “señor presidente de ayer, de hoy y de siempre”. El propio autócrata aplaudía como loco. Porque no es de poca monta semejante apelativo: presidente de todos los tiempos, del pasado, del presente y del futuro. En términos de culto de la personalidad no se lo dieron ni a Stalin en la Unión Soviética, ni a Mao tsé Tung en la China, ni a Bebé Doc en Haití. Solo lo han ostentado, que yo recuerde, Hugo Chávez, a quien los maduristas venezolanos llaman el Comandante Eterno, y Kim il Sung, Presidente Eterno de la República de Corea del Norte: y eso, cuando ya estaban muertos. Uribe ha sido proclamado eterno en vida. Después de eso solo le queda la momificación, como a los faraones.

Ya digo: todos aplaudieron.

Pero superó entonces al veterano exministro Londoño la joven senadora Paloma Valencia, desmelenada, bramando a grandes voces un discurso descaradamente idolátrico: “¡Presidente Uribe! ¡Yo lo veo a usted como un hombre de bronce que relumbra como el sol!…”. Según la senadora, el sol de Uribe brilla más que todas las estrellas del firmamento y solo está por debajo, y eso, de Dios, que según ella todo lo sabe.

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Más aplausos. El que más aplaudía, por lo que pude ver en la pantalla de la televisión, era el homenajeado.

No es que la adulación desaforada sea cosa nueva. Esa misma comparación con el sol se la hicieron los lagartos de la época al rey Luis XIV de Francia, el Rey Sol, hace 300 años, y al faraón de Egipto Akenatón hace 3.000. A los gobernantes nunca les han faltado títulos rimbombantes. Padrecito de los Pueblos llamaron a Stalin, Benefactor y Padre de la Patria Nueva a Rafael Leonidas Trujillo, Señor de los Océanos a Genghis Kan, Gran Timonel a Mao tsé Tung, Sacra Cesárea Católica Real Majestad a Carlos Quinto. Cuando Alejandro, apodado Magno, terminó de conquistar Persia y Egipto y Babilonia, sus generales lo proclamaron dios. Y cuando les llegó de vuelta la noticia a los sardónicos atenienses, su comentario fue: “Si Alejandro quiere ser dios, allá él”.

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Lo mismo deberíamos decir nosotros: si Uribe quiere llamarse dios, que lo haga. Pero lo malo es que lo que quiere es volver a ser presidente. Por eso al día siguiente de su apoteosis (literalmente: su deificación, la conversión de un hombre en dios) salió a rectificar la franqueza del discurso de su exministro Londoño, aclarando que su Centro Democrático no es de derecha ni de izquierda, sino de centro; y sí es democrático porque es “contrario al castrochavismo”. Sabe que hay que sostener la mentira.

Al discurso de su senadora Valencia no le encontró nada que corregir.

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