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El productor Mauricio Lezama, asesinado durante la realización del cortometraje 'Mayo'.

MATAR EL CINE

Hacer cine en región: un reportaje a propósito del asesinato de Mauricio Lezama

La primera amenaza para los realizadores que hacen cine en las regiones de Colombia es hacia su seguridad, hacia su propia vida. La portada de ARCADIA.

Andrés Suárez*
27 de junio de 2019

Este artículo forma parte de la edición 164 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista

El pasado 16 de mayo, en representación de la película Litigante –que inauguró la 58 Semana de la Crítica del Festival de Cannes–, los directores de cine Ciro Guerra, Vladimir Durán y Franco Lolli, junto con Leticia Gómez (la madre de este último), la escritora Carolina Sanín y la curadora Alejandra Sarria sostuvieron ante la prensa internacional y los asistentes al festival unas hojas blancas con mensajes en español que denunciaban el asesinato masivo de líderes sociales en Colombia. Esa manifestación por el asesinato del gestor cultural y productor audiovisual Mauricio Lezama, ocurrido siete días atrás, expuso ante el mundo la angustiosa realidad actual que silenciosa y trágicamente vive el país, como si, aun firmado un acuerdo de paz que contribuiría a detener el derramamiento de sangre producido por el conflicto armado y el círculo de violencia en que se encontraban atrapadas varias regiones del país, se cumpliera nuevamente un destino nacional trágico e inequívoco.

“Ciento sesenta y dos líderes asesinados en menos de un año”, se leía en la hoja que enseñaba Sanín en silencio. Al cierre de esta edición, más de un mes después de Cannes, la cifra ha aumentado a ciento noventa y nueve con la muerte del líder de la Junta de Acción Comunal de Guayabal, Julián Quiñones Uñate, en el municipio de Coveñas del departamento de Sucre.

Este texto no pretende dar cuenta exhaustiva de las condiciones que actualmente inciden en la labor que realizan cientos de profesionales y aficionados del sector audiovisual del país. Pero creo que es justo dirigir nuestra mirada –la misma que hemos dirigido por décadas al “cine nacional”– hacia algo que la historia oficial se ha rehusado muchas veces a contener y expulsa permanentemente, sin disimulo alguno: hablar de cine colombiano no necesariamente significa hablar de cine regional. Sobre el segundo recaen las mismas expectativas externas que recaen sobre el primero por el hecho de pertenecer a un continente periférico, lejos de Europa y Estados Unidos. Y sin embargo, el de las regiones es un cine que sufre una doble exclusión al no considerarse parte de una historia que se estudia en las escuelas de Cine de Bogotá, Cali o Medellín, sino un anexo o, en el mejor de los casos, un efecto colateral del vertiginoso crecimiento de la producción audiovisual que no se exhibe en las salas de cine comerciales con la misma frecuencia que se muestra una película de Dago García, o en los cineclubes, como sucede con un largometraje de Luis Ospina.

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Basta con preguntarse en qué radica la definición de este cine y la respuesta, sospechosamente, aparece enseguida. Es casi una obviedad: su lugar de enunciación. ¿Concebimos como cine regional una película como Señorita María, La falda de la montaña, de Rubén Mendoza, o Los viajes del viento, de Ciro Guerra? ¿Ruido rosa, de Roberto Flores, o Pariente, de Iván Gaona? ¿Qué decir de El día de la cabra, de Samir Oliveros, la primera película colombiana hablada en creole? ¿Corta, de Felipe Guerrero, o El laberinto, de Laura Huertas Millán? Seguramente no.

Relatos regionales

Fotograma del cortometraje Elena, de Jesús Reyes, 2018.

Categorizar los elementos que componen al mundo permite delimitarlo y tomar una porción de él para comprender, temporalmente, la totalidad por sus partes. Pero es más que necesario ser conscientes de ese ejercicio de selección y poder para no enceguecer e ignorar de plano la diversidad e inconmensurabilidad. Es por eso que la operación, en apariencia sencilla, de intentar definir los límites y las posibilidades idiomáticas, estéticas o argumentales del cine regional habla más del lugar de enunciación de quien intenta definirlas que de una hipotética esencia.

En cualquier caso, gracias a las propuestas que ya venían gestándose desde el Encuentro de Consejeros Departamentales en Guatapé años atrás –liderado por Libia Rodríguez, y que en noviembre de 2015 se expusieron formalmente en la Asamblea Nacional de Consejos de Cinematografía, convocada en Bogotá por el ministerio de Cultura a través de su Dirección de Cinematografía, al interior del Consejo Nacional de las Artes y la Cultura en Cinematografía (CNACC)–, iniciaron los debates sobre la creación de un estímulo del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico (FDC), dirigido específicamente a la producción regional.

La propuesta que presentó Fernando Charry, elegido por mayoría de votos como representante de los consejeros en esa misma asamblea, encontró cierta resistencia en algunos miembros del consejo que no aceptarían ceder los recursos que ya habían conseguido para otras modalidades, sin ver que el objetivo era, por el contrario, ampliar el presupuesto total destinado a la producción. Rápidamente, el ministerio de Cultura logró encontrar la manera de redirigir algunos recursos para este fin y fue así como en 2016 se abrió la primera convocatoria de Relatos Regionales: un estímulo que financiaría indistintamente proyectos de cortometraje de ficción, documental y animación. La convocatoria tenía el objetivo “de dinamizar la producción cinematográfica en los departamentos y distritos que cuentan con Consejos Departamentales y Distritales Cinematográficos”, y estaba dirigida a productores, guionistas y directores “nacidos o residentes (comprobados, desde hace cinco años como mínimo) en el departamento o distrito desde donde se presenta el proyecto”.

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El CNACC y Proimágenes Colombia zanjaron así el problema formulado anteriormente a través de una definición legal y esquivaron inteligentemente los debates estéticos y políticos que este puede sugerir.

Sin embargo, esta delimitación excluye de manera directa seis departamentos que actualmente no cuentan con dicha representación: Bolívar, Guainía, Magdalena, Putumayo, Vaupés y Vichada. Y esta solución también ha despertado reservas en algunos realizadores, pues no han sido pocos los recursos obtenidos por productores con una amplísima experiencia profesional previa y que, aunque provienen de dichas regiones y distritos, residen desde hace varios años en la capital del país.

Por esos motivos, cabe preguntarse cuánto ha logrado descentralizar la producción audiovisual y diversificar las miradas y los discursos un estímulo regido por la existencia de un organismo de participación tan frágil y un documento legal que certifica un hecho tan accidental y potencialmente insignificante como haber nacido en un lugar determinado.

“Hacía falta algún tipo de estrategia que garantizara la participación de las regiones en los estímulos nacionales; que dejaran de sentirlos como una posibilidad muy lejana. Así que después de crear los talleres #TengoUnaPelícula en 2012 –que este año, por ejemplo, ha llegado a lugares como Puerto Asís, en Putumayo, y busca acercar a estos realizadores a estas convocatorias–, el estímulo regional era el siguiente paso”, dice Claudia Triana, directora de Proimágenes Colombia.

Tres años después de su creación, “se han entregado 2.280 millones de pesos y setenta y seis proyectos han sido beneficiados, además de recibir el acompañamiento de asesores de guion, dirección, producción y distribución en el desarrollo y la preproducción de sus proyectos”. En 2019, el estímulo ha incrementado en un 56 % el monto entregado (47.000.000 de pesos) y premiará el próximo 19 de septiembre el mismo número de proyectos que el año pasado: veintiséis.

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Por eso, sería injusto negar el impulso que estos estímulos han representado para algunas regiones, pero es un proceso paulatino que asimismo requiere fortalecer la educación básica, media y audiovisual en diferentes zonas, para conseguir más equidad en las cifras de esta convocatoria. En su más reciente versión, fueron recibidos doscientos quince proyectos, entre los cuales se encuentran hasta veintitrés veces más proyectos de Bogotá (veinticuatro) y Santander (veintidós) que del Amazonas (uno). Ya otros, como el crítico y periodista Pedro Adrián Zuluaga, han alertado sobre lo que este sistema competitivo y los modelos de proyectos esperados excluye de antemano, empezando por los esquemas de producción del cine más experimental hasta grupos sociales enteros cuyo idioma es distinto al español.

Triana reconoce que “efectivamente, Proimágenes Colombia tiene limitaciones con respecto al acompañamiento que puede ofrecer a los proyectos y por eso el papel de los consejos departamentales de cine es fundamental: su vocación es buscar el apoyo local y creo que es hora de que estas instancias cobren fuerza para lograr replicar este esfuerzo en sus propias gobernaciones y alcaldías con la creación de otros estímulos como este, que solo serán posibles si existe y se insiste en la necesidad de producir películas”.

Pero también es pertinente señalar que si bien la modificación que se hizo a la Ley 397 o Ley General de Cultura incluye y posibilita la creación de los consejos, estos están sujetos a la autonomía de los gobernadores y alcaldes de turno. Y esto solo puede traducirse en la dependencia de una voluntad política que pocas veces es capaz de reconocer en la cultura un valor que supere el exotismo con que se concibe el folclor, la tradición oral y la cultura popular, y el escapismo del entretenimiento vacío. Eso incluso en un gobierno que dice abanderar el apoyo a las industrias creativas a través de un proyecto de economía naranja que aún tarda en resolver las dudas que ha despertado desde un principio en una parte importante del sector cultural sobre la forma en que los gestores regionales, por ejemplo, podrán desarrollar proyectos de acuerdo a sus propias lógicas, sin tener que ajustarse a la intransigencia de una estructura que pretende garantizar equidad tributaria y “legalidad”, desconociendo completamente otros modelos de gestión, como el comunitario.

Más allá de celebrar los recursos económicos existentes –que no es un asunto menor, por supuesto– y la participación de algunos de estos cortometrajes en escenarios internacionales tan importantes como Sundance (Bajo la sombra del guacarí, de Greg Méndez, 2019), Clermont-Ferrand (Elena, de Jesús Reyes, 2018) y Oberhausen (3pies, de Giselle Geney, 2018) –e incluso la mención especial del jurado de la sección Generation de la Berlinale, que este año obtuvo el segundo cortometraje del director antioqueño Carlos Felipe Montoya (El tamaño de las cosas, 2019)–, es urgente dirigir nuestra atención a las historias que narran y las formas en que han circulado y circularán los diecisiete documentales, las cincuenta y siete ficciones y las dos animaciones premiadas hasta ahora.

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Rodar con miedo

Mayo Villarreal, protagonista del cortometraje Mayo, en la tumba de su pareja asesinada, Arsenio Galvis.

De acuerdo a la información proporcionada por el FDC para la investigación de este texto, se pueden observar dos tendencias argumentales y estéticas en estos trabajos: por un lado, las comedias costumbristas –aptas para todo público, según lo demuestra el hecho de que algunas hayan sido adquiridas por distintos exhibidores del país, como Cine Colombia, a través de la convocatoria permanente Cortos en Salas de Proimágenes y el CNACC–, y por el otro, los dramas sociales que, a partir de experiencias personales y familiares, insisten en la construcción de una memoria colectiva sobre la violencia que han sufrido estos territorios a manos de distintos grupos armados, incluyendo el mismo Estado.

“Antes de la muerte de Mauricio, nos motivaba el amor por la región: queríamos llevar un dron y mostrar la sabana de Arauca, los tapires, el color ocre del lugar; eso motivaba a la gente porque todos queríamos que Arauca se parara, todos queremos que Arauca se pare. Queríamos demostrar que este es un departamento que necesita tanta ayuda como el Chocó, Putumayo o el Tolima. Pero ahora también lo vamos a hacer en honor a Mauro”, dice Wilmar Torres, director de la Corporación Cinematográfica del Tolima y del Festival de Cine de Ibagué, quien desde el asesinato de Mauricio Lezama se ha hecho cargo de la producción ejecutiva de Mayo, el proyecto de cortometraje que Lezama producía cuando lo mataron, y que fue escrito y será dirigido –a pesar de lo sucedido– por Tonni Villarreal.

Mayo está inspirado en la historia de la madre de Tonni, Mayo Villarreal, quien fuera una reconocida líder del corregimiento de La Esmeralda, en el municipio de Arauquita (Arauca), donde a comienzos de los años ochenta impulsó distintos proyectos comunitarios como la construcción de puentes, un centro de salud y el comité ganadero, además de atender con sus conocimientos básicos de enfermería a los soldados y guerrilleros heridos en combate. “Todo esto hasta que en 1984 –me dice Tonni– agentes del DAS y el Ejército Nacional, según cuenta la mami Mayo, los sacaron a ella y a su esposo Arsenio de su casa, en la que tenían una droguería. Los llevaron al campo, los amedrentaron para obligarlos a confesar dónde se encontraban los campamentos de la guerrilla, algo usual en la época en que muchos líderes sociales que pertenecían a la Unión Patriótica fueron exterminados en todo el país. Y por eso mataron a Arsenio enfrente de ella y la dejaron tirada, pensando que a ella también la habían matado…”.

“Como dice la fórmula: para hablar de algo en Colombia, hay que hablar de la guerra, y para hablar de la guerra hay que hablar de ejércitos, de muertos, de cementerios”, dice en algún momento Federico Atehortúa en su ópera prima, Pirotecnia, un film-ensayo que reflexiona sobre la representación del conflicto armado y el papel y el origen de las imágenes en la construcción de ese relato nacional. Quizás por aquella fórmula a la que hace referencia puedo comprender que aquella imposibilidad de observar y retratar los territorios sin reparar en la memoria de los hechos violentos ocurridos allí se resuelva conjugando la aparente dicotomía que representan las dos tendencias que esbozan estos trabajos regionales: los procesos comunitarios que soportan la realización de estos cortometrajes también se basan en un poderoso interés por reforzar otros códigos, otras imágenes y otras experiencias comunes, distintos a la barbarie, para (re)construir una idea de colectividad y proteger un tejido social capaz de hacer frente al abandono estatal y al constante hostigamiento que viven por parte de distintos grupos.

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Si bien es cierto que el quehacer cinematográfico es tradicionalmente colectivo, en estos procesos encuentro que la participación de las comunidades es esencial en muchos sentidos: desde la recolección de testimonios y la conformación del reparto hasta el hospedaje, el transporte y la alimentación que estas producciones requieren.

“Los protagonistas de Genaro y Elena han sido líderes de sus comunidades y gracias a ellos es que todos se han involucrado en nuestros proyectos –afirma Irina Henríquez, productora de la trilogía de cortometrajes creada junto con Jesús Reyes y Andrés Porras sobre las huellas que han dejado los grupos paramilitares en Córdoba–. Pero vamos a poner el caso de que queremos rodar una historia en Puerto Escondido o al otro lado de Lorica… Para nadie es un secreto que si pasas a la zona rural de los municipios de aquí, te vas a encontrar con el control de los grupos paramilitares”.

No es inusual que entre los realizadores y estas comunidades exista una relación previa, incluso condicionada por el reconocimiento y la confianza en sus propias familias, que permite la colaboración mutua para el desarrollo de estos proyectos. Pero a pesar de esto, la irrupción de un hecho como el asesinato de Mauricio Lezama, a quien el corregimiento conocía íntimamente por el trabajo de formación de públicos que adelantaba con muchos niños y jóvenes a través de algunas proyecciones en iglesias y casas de la cultura, ha provocado que el rodaje de Mayo, que estaba planeado para realizarse en La Esmeralda, deba trasladarse a las proximidades de la capital de Arauca por la indisposición de los habitantes, quienes han retirado su apoyo al proyecto a causa del miedo. Wilmar y Tonni ya no buscarán los actores naturales que Lezama esperaba encontrar ese segundo día de casting en Arauquita, sino que trabajarán con un grupo de teatro de la ciudad para garantizar con esta y otras medidas algo de seguridad, aunque se rehúsen a contemplar el acompañamiento de la policía local.

El terror que siembran hechos como este en las regiones deteriora los logros que han conseguido con estas poblaciones personas locales como Mayo Villarreal, o el equipo de producción de los cortometrajes mencionados, o incluso Mauricio Lezama: la comunidad se desmiembra y el pensamiento colectivo es reemplazado por la zozobra. Algo se quiebra y los fragmentos se dispersan. Y esto beneficia a la guerra: “Es que es matemático: con lo que uno hace uno le está quitando jóvenes a la guerra”, dice el montajista Andrés Porras, quien ha trabajado por varios años en los talleres Imaginando Nuestra Imagen (INI) del ministerio de Cultura, a través de los cuales conoció a Irina y a Jesús para realizar Tierra escarlata (2012), Genaro (2016) y Elena (2018).

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“No nos pueden callar”

Ciro Guerra, Franco Lolli y Leticia Gómez, la madre de este último, protestaron en el festival de Cannes por el asesinato de líderes sociales en Colombia.

El incremento de las producciones extranjeras en Colombia podría ser un indicador de que estamos proyectando una imagen diferente del país, una que ya no provoca miedo, que ha impulsado rodajes nacionales e internacionales en contextos rurales, e incluso la exploración de territorios por los que antes era impensable transitar, según afirma Claudia Triana. Y algunos realizadores coinciden en que la firma del acuerdo de paz con las Farc efectivamente produjo una nueva percepción del país. Pero recientes testimonios apuntan a un cambio palpable y el recrudecimiento de las condiciones en que deben trabajar. Por eso le pregunto a Wilmar si recuerda el momento exacto en que sintió que la inseguridad regresó a los territorios: “Loco, ¿te parece poco que te peguen tres tiros en la espalda y en el piso, después de haberte destrozado la cara, te rematen con otros tres tiros?”.

“Nadie se hace responsable y el asesinato sigue en investigación todavía. El eln se había atribuido los hechos, pero después se retractaron –cuenta Tonni–. Lo que se dice es que se equivocaron por la pinta que tenía [Mauricio] y por eso lo confundieron con alguien de la Sijín: que tenía gafas, que tenía un bolso terciado... Puede ser, no sé. Pero si se equivocaron (porque se equivocan muchas veces), deberían hacer un pronunciamiento para que los combatientes verifiquen antes de actuar”. Y su petición remite inmediatamente a la alarma que encendió semanas atrás la investigación del corresponsal Nicholas Casey publicada por The New York Times, en que informó sobre las instrucciones letales provenientes de altos mandos del ejército colombiano, que aumentaban el margen de error de las operaciones militares y el riesgo de la población civil frente al conflicto armado. Jesús Reyes e Irina Henríquez recuerdan el caso de los dos jóvenes estudiantes de Biología asesinados en San Bernardo del Viento en 2011, cuando realizaban una investigación sobre los manglares y manatíes de la zona. Pero son muchos más los errores que ocurren a diario lejos de las cámaras de los noticieros.

“No hablar mucho del proyecto que estás desarrollando. No decir qué estás rodando exactamente. Involucrar únicamente gente de confianza. Porque si no, te pueden tildar de guerrillero, y no es por evitar algún tipo de persecución, sino porque con esa etiqueta ya no te van a prestar la locación que quieres ni te van a hospedar donde necesitas quedarte durante el rodaje”, me cuenta Sebastián Muñoz, director de El Remanso y Montañas. Esas son algunas de las medidas necesarias para llevar a cabo estos cortometrajes. ¿Y después? ¿Acaso es posible entonces pensar en exponerlo a la comunidad con que se ha trabajado?

Las condiciones cambian de acuerdo a la región: algunos han podido exhibir sus cortometrajes en proyecciones públicas al aire libre, aun en corredores vigilados por grupos armados, y otros han debido hacerlo, por precaución, de forma privada con el equipo del rodaje o lo han hecho en ciudades diferentes. Y entonces surge una pregunta por la circulación, pues si bien un número importante ha logrado estrenarse en festivales colombianos e internacionales, muchos se han quedado represados en esta última etapa de la producción. Y es por este motivo que alianzas como la de doc.co, agencia de promoción y distribución dirigida por Consuelo Castillo, y la plataforma latinoamericana VOD Retina Latina, coordinada desde el ministerio de Cultura de Colombia por Yenny Chaverra, resultan tan importantes: ofrecer al público de todo el país de manera gratuita obras que, quizás, en esta plataforma conseguirán un mayor número de espectadores que en otras ventanas, y posibilitar el encuentro y el diálogo de las mismas regiones con sus propias imágenes.

En un intercambio reciente entre Víctor Gaviria y el público asistente a la primera proyección de la versión restaurada de La vendedora de rosas en el marco de la Cicla de la Cinemateca de Bogotá, Gaviria comentaba cuán importante era propiciar el encuentro entre sus actores y las películas en las que participaban, ante su renuencia a ir a los múltiplex de los centros comerciales: en el cine se instaura un espacio potencialmente neutral donde el público, despojado temporalmente de sus propios prejuicios, es susceptible de sentir empatía incluso por un ladrón o un asesino.

Y en este sentido, quisiera terminar mencionando un último cortometraje que en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (FICCI) obtuvo el reconocimiento que antes ocupaba el premio de la Competencia Iberoamericana de Cortometrajes. A partir del material fotográfico registrado por un joven excombatiente de las Farc y una entrevista que realiza el director (La última marcha, del argentino Ivo Aichenbaum), se observa el camino recorrido por un grupo de guerrilleros que se dirigieron a uno de los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR) con la esperanza de encontrar materializados los compromisos del gobierno colombiano. Inmediatamente después se hace evidente la desilusión que provocó en ellos, y en el mismo joven, encontrarse con los irrisorios recursos para suplir las necesidades de un numeroso grupo guerrillero dispuesto a entregar las armas.

Su director describe ese proyecto como una coautoría entre él y John Martínez, el protagonista; dice que forma parte de un proyecto coproducido entre Argentina (Fiørd estudio) y Colombia (Los Niños Films, Carolina Zárate), titulado Diario internacional, que comprenderá el registro de algunos procesos revolucionarios en países como Guatemala y El Salvador. El capítulo en Colombia fue producto de una residencia de dos meses y medio en Casa Tres Patios de Medellín y la colaboración del fotógrafo Federico Ríos, quien ha documentado desde hace una década los rituales cotidianos del ejército de las Farc y ha logrado, como este cortometraje, humanizar la mirada que se posa sobre este grupo armado. Ríos es el mismo fotógrafo que el mes pasado tuvo que abandonar el país por cuestiones de seguridad, al igual que Nicholas Casey, con quien desarrolló la investigación de The New York Times.

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“En algún momento, la mami Mayo nos dijo que hubiéramos debido dejar quietas las cosas”, dice Tonni cuando le pregunto qué piensa su madre desde que se propusieron realizar este proyecto y ahora que ha ocurrido lo que ocurrió. “Ahora más que nunca es que hay que gritar, que vean que no nos pueden callar”, responde Wilmar. Pero la respuesta no es igual en todos los casos: Aichenbaum reconoce que en estos momentos no se hubiera atrevido a desarrollar un proyecto como La última marcha: “Creo que los directores tenemos que cuidarnos, no tenemos que exponernos al peligro. No somos héroes indispensables. Tal vez nuestro lugar es compeler y estimular que la gente de los territorios documente sus realidades, y colaborar con el proceso de construcción y visibilización de esos relatos”.

En definitiva, de nada sirven los instrumentos y recursos que se gestionen desde el Estado si no se garantiza la vida y la seguridad de quienes contribuyen a la construcción de un tejido social sólido, a través del cual se puede generar un sentido de solidaridad más genuino y profundo que el de anticuados símbolos e imágenes patrios.

Así como la Ley de la Economía Naranja ha convocado a diversos ministerios y direcciones nacionales a trabajar en conjunto por la profesionalización y la rentabilidad de los proyectos culturales, tal vez sea hora de que ese mismo gobierno llame la atención del ministerio de Defensa y las instituciones pertinentes para devolverles la confianza en sus ciudadanos, no reforzando las fuerzas militares en los campos, sino velando por la vida, la seguridad y el bienestar integral de las poblaciones vulnerables, los líderes sociales y los gestores culturales.

“A diferencia del periodismo, con el cine yo no solo puedo contar en qué mundo mataron a Mauricio. También puedo contar en qué mundo no lo hubieran matado a él, ni a Arsenio, ni a todos los que han asesinado hasta hoy”, concluye Tonni Villarreal, el director de un cortometraje cuyo equipo pretende contar la historia de una superviviente del exterminio de la UP y que, de manera inesperada, y en un presente presuntamente en paz, se convirtió también en víctima.

Si usted está interesado en apoyar de alguna manera la realización del cortometraje Mayo, puede escribir al correo mayodearauca@gmail.com.

*Realizador. Asistente de programación de la nueva Cinemateca de Bogotá