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También son colombianos

No solo el Estado debe comprometerse a sacar dignamente de la guerra a estos jóvenes combatientes, sino que también lo debe hacer la sociedad.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
11 de marzo de 2017

Yolima se desempeña como enfermera de las Farc y es uno de los 100 combatientes que hoy están concentrados en la zona veredal de Vidrí, un caserío sobre el río Arquía, un exuberante afluente del Atrato de aguas cristalinas.

No tiene más de 30 años y sus ojos verdes iluminan su piel canela cuando mira su nueva morada: su habitación es de 24 metros cuadrados y aunque todavía no está terminada, a Yolima se le ve contenta. Por las construcciones que se adelantan en esta zona veredal es claro advertir que lo que se está edificando en el Vidrí no son campamentos guerrilleros, sino un pueblo con servicios básicos de energía y alcantarillado.

Vidrí es uno de los 26 campamentos que, pese a las demoras, finalmente se están construyendo. El costo en promedio de cada campamento es de 5.000 millones de pesos, una fracción mínima de lo que cuesta una operación de guerra. (La hora de helicóptero vale 30 millones de pesos).

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Los opositores del proceso dirán que estos guerrilleros terroristas no se merecen estos 24 metros cuadrados, porque ante sus ojos, estos jóvenes combatientes ni siquiera son colombianos. Yo, en cambio, creo que es hora de empezar a admitir que combatientes como Yolima son tan colombianos como Álvaro Uribe, Claudia López, Alejandro Ordóñez o Marta Lucía Ramírez.

No solo el Estado debe comprometerse a sacar dignamente de la guerra a estos jóvenes combatientes, sino que también lo debe hacer la sociedad. A las zonas veredales deberían venir no solo el Ejército y los comisionados de paz, sino los empresarios, las universidades, los centros de pensamiento y, sobre todo, los que se oponen al proceso o los que dicen estar en favor de la paz, pero que no les gusta este, que es lo mismo.

Estos jóvenes que están listos a entregar sus armas son también colombianos y es deber no solo del Estado, sino de la sociedad incorporarlos a la vida legal, dejando atrás las estigmatizaciones y los miedos. Ninguno de estos jóvenes quiere imponer el castro-chavismo, solo pide educación y oportunidades para insertarse en la economía de su región.

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Le pregunto a Yolima qué quiere hacer una vez se cumpla el proceso de dejación de armas, y con esa seguridad propia de las mujeres que saben lo que quieren me responde: “No quiero volver a donde mi familia porque eso sería retroceder. Yo soy de Urrao, pero mi familia vive lejos del municipio, en las montañas y no quiero enmontarme: quiero estudiar enfermería, que fue lo que aprendí en las Farc”, advierte sin tapujos.

Si en Colombia la política estuviera jalonada por el interés común, estaría volcada a ver cómo se abren las puertas a guerrilleras como Yolima para que se reincorporen y se conviertan en ciudadanas con todos los derechos. Lamentablemente está pasando lo contrario: el uribismo no los baja de terroristas; Claudia López, haciendo gala de un populismo que no se le conocía, ha decidido pasar la página de la paz y empuñar la lucha contra la corrupción que le da más votos; la Unidad Nacional anda extorsionando al presidente para pasarle la JEP y el presidente Santos, que debería estar metido de lleno en la implementación de los acuerdos, anda capoteando el temporal del escándalo de Odebrecht que cada día lo cerca más.

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Sin embargo, en caseríos como Vidrí las verdaderas prioridades del país salen a la superficie: el silencio de los fusiles les ha dado una nueva oportunidad para imaginarse el futuro. Ninguna sociedad puede quedarse cruzada de brazos ante este desafío. No les podemos quedar mal a esos jóvenes que se quieren salir de la guerra, así a nuestros políticos poco les interese su suerte.

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