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Jinetes del apocalipsis que Colombia no ha derrotado, según Antonio Caballero

Colombia lleva 38 años buscando la paz civil, en vano: la guerra siempre resurge de las cenizas. Como en los años cuarenta del siglo XX. Como en el siglo XIX. Como en los últimos 200 años. Por Antonio Caballero

Antonio Caballero
29 de agosto de 2020

Esta última etapa empezó en 1982, en el Gobierno de Belisario Betancur, que en su discurso de posesión dijo: “¡No quiero que se derrame ni una gota más de sangre colombiana!”. Y no faltaron entonces los que protestaron con sorna: “Cuál paz, si aquí no hay guerra...”. Pero Andrés Pastrana, elegido 16 años más tarde, le hizo eco: “¡El presidente de la República asume el liderazgo irrenunciable de construir la paz!”. Y Juan Manuel Santos, 12 años después, fue también enfático: “¡Yo aspiro a sembrar las bases de una verdadera reconciliación entre los colombianos!”. Muchos, todavía, se obstinan en negar la existencia del púdicamente llamado “conflicto armado interno”, calificándolo de mera delincuencia común a cargo de “disidencias” de guerrillas extintas (las Farc, el EPL), “bacrim” (bandas criminales), GAO (grupos armados organizados), carteles mexicanos del narcotráfico y la supérstite guerrilla del ELN (Ejército de Liberación Nacional). Y sin embargo el tal conflicto sigue sin resolverse. Estas cuatro décadas se han consumido en esa guerra. Más exactamente, en esas guerras: varias guerras locales y superpuestas.

Los primeros años ochenta fueron de esperanza con respecto a la posibilidad de la paz civil. El presidente Betancur entabló conversaciones con la guerrilla más antigua y numerosa del país, la comunista de las Farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), y con la entonces más reciente pero, por no ser rural sino urbana, percibida como la más peligrosa: la vagamente socialdemócrata del M-19. Betancur alegaba que existían “razones subjetivas y objetivas de la subversión”. Y las objetivas eran las más permanentes y antiguas: la inequidad y la miseria. Lo cual era considerado por el “establecimiento” económico y político una herejía revolucionaria: Belisario Betancur era un traidor. Por eso convencer de que participaran en la búsqueda de la paz a los partidos de Gobierno no fue fácil. Pero se resignaron. Se pactaron treguas. El “establecimiento” –expresidentes, grandes empresarios, directores de museo– visitó a las guerrillas en sus remotos campamentos. La prensa, resignada también, apoyó con mayor o menor entusiasmo la iniciativa gubernamental.

Los militares, sin embargo, no fueron consultados y sabotearon el proceso, con lo cual recomenzó la guerra. O, más exactamente, no se interrumpió. La tregua con las Farc empezó a hacer agua. Y el M-19, diciéndose traicionado por el Gobierno, en noviembre de 1985 se tomó a tiros el Palacio de Justicia en el corazón de Bogotá, para, según proclamaba, “juzgar al presidente”. Vino la retoma a sangre y fuego del Ejército. El incendio del Palacio y la masacre: la muerte de todos los guerrilleros asaltantes y de la mayor parte de los magistrados de la Corte Suprema tomados como rehenes. El presidente Betancur, ausente durante la batalla, se limitó a decir poéticamente, incomprensiblemente, que “oía voces desde las alturas”. La paz volvía a estar lejos.

Otra tragedia, la erupción del volcán Nevado del Ruiz, que dejó 20.000 muertos, le sirvió de distracción al Gobierno. Pero entre tanto a la ecuación se había sumado otra guerra: la del narcotráfico. Presionado por los Estados Unidos, ya embarcados en su moralista –o así justificada– “guerra frontal contra la droga”, Betancur empezó a extraditar narcotraficantes para ser juzgados (y condenados) por la justicia norteamericana; y estos, encabezados por el jefe del cartel de Medellín, Pablo Escobar, respondieron asesinando jueces, periodistas, policías, ministros, en nombre de “los Extraditables”.

Pues había empezado a crecer en forma desaforada el narcotráfico de cocaína, cuya omnipresencia –en lo criminal, en lo político, en lo económico– iba a dominar la historia del país en las décadas siguientes, y hasta hoy (al menos). Tomado en un principio con benevolencia por la sociedad, como una nueva modalidad folclórica del eterno contrabando, el tráfico de cocaína rumbo al mercado insaciablemente consumidor de los Estados Unidos generó pronto estructuras mafiosas poderosas y ricas e hizo surgir una que la prensa llamó “clase emergente”: la de los “mágicos”, que compraban sin regatear el precio haciendas, casas, ganados, equipos de fútbol, reinas de belleza, jueces, militares, parlamentarios. Desatando, sin discusión, la más grande oleada de corrupción de todas las oleadas de corrupción de la historia del país. No en balde el narcotráfico, ya para entonces, representaba una porción del Producto Interno Bruto (PIB) del 5 o el 6 por ciento, superior a la del café, que durante más de un siglo había sido la columna vertebral de la economía colombiana.

En el Gobierno de Virgilio Barco (1986-1990), que sucedió al de Betancur, se exacerbó la guerra contra los carteles del narcotráfico y se complicó con la aparición de las llamadas autodefensas, organizaciones rurales paramilitares que cooperaban con la Policía y el Ejército en el combate antiguerrillero, aliadas y en buena parte financiadas por los mismos narcotraficantes. Matanzas. Masacres. El ministro de Gobierno llegó a contar más de 150 grupos, aunque sin identificarlos ni, en la práctica, combatirlos. El presidente Barco se limitó a condenarlos verbalmente llamándolos “fuerzas oscuras”. A ellos, en colaboración con los narcotraficantes, los servicios secretos del Estado y el Ejército, se atribuyó el exterminio del partido de la izquierda legal Unión Patriótica, rezago de la tregua con las Farc: fueron asesinados centenares de sus militantes, concejales, alcaldes, varios parlamentarios y dos candidatos presidenciales. También lo fueron el candidato presidencial del legalizado M-19 y el del Partido Liberal, Luis Carlos Galán, seguro vencedor en las elecciones de 1990. Así como cientos de agentes de policía, docenas de jueces, el director del diario El Espectador, Guillermo Cano, denodado denunciante del narcotraficante Pablo Escobar, que para entonces había logrado ocupar una curul en el Congreso. Y también, como consecuencia de las bombas ordenadas por Escobar en las ciudades e incluso en los aviones, muchos civiles desprevenidos.

Aunque también el Gobierno de Barco pudo hacer la paz con parte de las guerrillas –el EPL y sobre todo el M-19, tras el secuestro del líder conservador Álvaro Gómez Hurtado: el único secuestro político que ha tenido consecuencias políticas en todos estos años de incesantes secuestros.

El enfrentamiento entre el gran capo mafioso del cartel de Medellín y el Estado colombiano copó la vida política y el orden público en el país, ocultando otros asuntos, incluyendo el trascendental de la Constituyente convocada de manera poco ortodoxa en 1990 para redactar una nueva Constitución. Y también tuvo influencia en ella. Era la época del “plata o plomo”, alternativa de soborno o asesinato propuesta por los carteles del narcotráfico a policías, jueces y políticos. Alternativa gracias a la cual los constituyentes eliminaron de la legislación la posibilidad de la extradición de los narcotraficantes. “Preferimos –decían ellos– una tumba en Colombia a una celda en los Estados Unidos”.

La convocatoria de la Constituyente tuvo una principal virtud: el consenso. A diferencia de las muchas constituyentes reunidas en Colombia desde la proclamación de la República a principios del siglo XIX no fue la obra de un partido vencedor en una guerra civil, sino la de muchos participantes. Entre ellos, tres fuerzas principales: los liberales del Gobierno de César Gaviria, los conservadores del Movimiento de Salvación Nacional de Álvaro Gómez Hurtado y el desmovilizado grupo guerrillero M-19. Fueron convidados, aunque no quisieron asistir, el ELN y las Farc (que, en cambio, vieron su campamento central bombardeado por el Ejército). Y de ahí salió la Constitución de 1991, la más larga del mundo (380 artículos y 67 transitorios) que en los 29 años transcurridos ha sido reformada unas 50 veces.

El Gobierno de César Gaviria trajo a Colombia, bajo el entusiasta lema de “¡Bienvenidos al futuro!”, el neoliberalismo económico: desregulación y apertura al mercado global, supresión del proteccionismo y rebajas de impuestos, saludados por los importadores y los banqueros y lamentados por los industriales y los agricultores. La incipiente industrialización del país se detuvo o se reversó, y Colombia pasó de ser exportadora a importadora de alimentos, tendencias que se prolongarían en los gobiernos posteriores con los TLC (Tratados de Libre Comercio) hasta el día de hoy. Y entre tanto continuaron las matanzas de Escobar y sus secuestros de personalidades, provocando más y más reformas judiciales: premios por delación, institucionalización de los “jueces sin rostro”, y la figura curiosa del “sometimiento a la justicia”. A la cual se acogió el gran narcotraficante para retirarse por un tiempo a una cárcel privada llamada La Catedral, construida en sus propios terrenos y custodiada por sus propios hombres, de la cual se fugó por la puerta para reanudar su guerra contra el Estado hasta su muerte en un tejado de Medellín a fines de 1993, enfrentado a una alianza heteróclita de la Policía, la DEA norteamericana, los narcotraficantes del cartel de Cali y sus antiguos socios paramilitares.

Y seguían las conversaciones de paz con las guerrillas. Caracas y Tlaxcala. Inanes.

En la siguiente etapa el protagonismo le correspondió también al narcotráfico. El liberal Ernesto Samper, que iba a ser el último de su partido en llegar a la Presidencia, fue elegido en 1994 con los dineros aportados a su campaña –y según él, “a sus espaldas”– por el cartel de Cali. Ya para entonces en Colombia las elecciones no se ganaban con votos, sino con plata, tanto a nivel local –alcaldías, gobernaciones–, como en las presidenciales. De ahí el famoso proceso 8.000, por el cual fueron condenados docenas de políticos de todo el país pero no el propio Samper, beneficiario de una medida de la alambicada figura de la preclusión por parte del Congreso: ni culpable ni inocente, sino todo lo contrario. Pero en esa discusión se fueron los cuatro años de su gobierno, durante el cual Samper, acosado por el embajador de los Estados Unidos, se esforzó hasta la extenuación por erradicar personalmente (hay fotos) las plantaciones de coca del país para ser perdonado por las autoridades del Imperio. Lo hacía, dijo, “por convicción, y no por coacción”. Pocos le creyeron.

Mientras tanto crecía el poder militar de las Farc, alimentadas cada vez más por esa misma magia de la cocaína, convertida por la prohibición norteamericana en el mejor negocio del mundo. Conquistaron bases del Ejército y, brevemente, ciudades capitales. Se multiplicaron los secuestros, también importante fuente de financiación de la guerrilla y su primera herramienta de negociación política a través de los llamados “intercambios humanitarios” de militares o civiles secuestrados por guerrilleros presos. Las Farc tomaron el control casi absoluto de las carreteras del país para sus secuestros indiscriminados llamados “pescas milagrosas”.

En 1998 subió a la Presidencia Andrés Pastrana sobre la promesa de hacer, él sí, la paz con las Farc, comprometida por un reloj de propaganda de su campaña electoral que le mandó regalar a Manuel Marulanda, ‘Tirofijo’, el comandante histórico de la guerrilla. Y procedió a desmilitarizar una región selvática de 140.000 kilómetros cuadrados en torno al municipio del Caguán (en el Meta y Caquetá), para que las tropas guerrilleras estuvieran a sus anchas. A la vez, empezó a negociar con los Estados Unidos la ayuda militar del Plan Colombia, por varios miles de millones de dólares. Fue un juego de doble engaño. Mientras el Gobierno llevaba de paseo a Europa a los jefes de las Farc para presentarlos en sociedad ante la comunidad internacional como gente de paz, en Colombia las dos partes se preparaban para el endurecimiento de la guerra. Cuatro años más tarde, cuando finalizaba el Gobierno de Pastrana, se rompió por pretextos más o menos fútiles (un secuestro entre cientos) la mutua farsa de las negociaciones de paz.

Y vino, en el año 2002, la guerra desatada. El casi desconocido exgobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez, distinguido por haber promovido las organizaciones “Convivir” de autodefensa rural, fue elegido presidente de modo arrasador con los votos de la fatiga, de la ultraderecha y del paramilitarismo, y bajo la promesa de destruir a las Farc –y secundariamente a las demás guerrillas– con el instrumento del Ejército fortalecido en armamento y casi duplicado en pie de fuerza por los recursos del Plan Colombia de Pastrana y Bill Clinton, el presidente de los Estados Unidos. Y, efectivamente, con su política militar llamada de “seguridad democrática” consiguió rescatar las carreteras, permitió volver a las fincas a los que las tenían: millones de hectáreas les habían sido arrebatadas a los pequeños propietarios en la contrarreforma agraria de los narcotraficantes y los paramilitares, que provocó el desplazamiento de ocho millones de personas, llamadas “migrantes internos” por los ideólogos del uribismo. Con ello dio lo que llamaba “confianza inversionista” a los inversionistas; aunque no logró la “cohesión social” –su “tercer huevito”, como él mismo lo llamó–, sino, por el contrario, polarización social y política. Se hizo reelegir por las mismas fuerzas, rompiéndole una vértebra a la Constitución (“un articulito”) mediante la compra de los votos de unos parlamentarios, y vino el despliegue de cola de pavorreal de la parapolítica. Los jefes paras recibidos con aplausos en el Congreso. La generosa Ley de Justicia y Paz, y la desmovilización del triple de los hombres armados que tenían las autodefensas –pero con la entrega de solo un tercio de sus armas. Luego, la extradición de 14 jefes narcoparamilitares presos para que fueran juzgados por narcotráfico en los Estados Unidos, evitando aquí, de paso, sus responsabilidades por innumerables crímenes de sangre.

Entre tanto empezó el juzgamiento de los “parapolíticos”, políticos regionales aliados de los paramilitares –senadores, representantes, gobernadores, etc., casi todos seguidores de Uribe– y el consiguiente enfrentamiento de este con las altas cortes de justicia, a las cuales el presidente hizo espiar. Y escándalos de toda índole, financieros y morales, de los cuales el más grave y macabro se refirió a los falsos positivos”: los más de 10.000 asesinatos, cometidos por el Ejército y promovidos por directivas del Gobierno, de civiles disfrazados póstumamente de guerrilleros para mejorar las apariencias del “body count”, la cuenta de cadáveres, en la guerra contra la subversión.

La Corte Suprema impidió la propuesta segunda reelección de Uribe. Pero este hizo elegir presidente (y es el único que en los últimos 100 años ha podido elegir a su sucesor, y lo volvería a lograr años más tarde) a su ministro Juan Manuel Santos, quien para el caso había fundado un nuevo partido, llamado obsecuentemente, por la inicial del apellido de su jefe, Partido de la U.

Porque para entonces –2010– habían desaparecido casi por completo los partidos tradicionales, Liberal y Conservador, y surgido un montón de partidos nuevos: religiosos, étnicos, de caudillos regionales. Sostenidos por el dinero: como se dijo más atrás, las elecciones en Colombia se ganan por dinero, y sirven para recuperar y multiplicar el dinero invertido gracias a los contratos con el Estado, locales o nacionales. Así, los escándalos no cesan. Por lo general sin consecuencias: todos los candidatos –al cargo que sea– prometen luchar contra la corrupción. Solo el presidente Julio César Turbay, en los años setenta del siglo pasado, ofreció “reducirla a sus justas proporciones”. (Pero no lo hizo: la aumentó).

Ganó pues Santos en 2010, al cabo de ocho años de Gobierno de Uribe. Y para traicionarlo, o para al menos llevarle la contraria a su política de orden público (en la cual había participado activamente como ministro de Defensa) necesitó otros ocho, aprovechando la reelección presidencial inaugurada por su predecesor y anulada por él para sus sucesores.

Empezó por proponer una ley de restitución de tierras dirigida a los ocho millones de campesinos despojados de las suyas por el narcoparamilitarismo de las décadas anteriores. Restitución revolucionaria, pero que hasta ahora no se ha cumplido. A continuación abrió conversaciones de paz con las Farc, que se prolongaron durante años en La Habana. Hubo que reelegirlo por otros cuatro años, del 14 al 18, para culminarlas y evitar que el candidato presidencial de Álvaro Uribe, de haber ganado, las frustrara una vez más y regresara a la guerra abierta. El pacto con las Farc fue firmado tres veces: en La Habana, en Cartagena, en el Teatro Colón de Bogotá; votado en un referendo sobre el Sí o el No a la paz, y derrotado por unos pocos miles de votos, y luego reformado para satisfacer a los inconformes uribistas y ratificado por el Congreso. Pero a continuación incumplido por parte y parte. La parte del Gobierno, tras la elección en 2018 del joven y desconocido Iván Duque, el candidato del expresidente Uribe (“el que dijo Uribe”) y por consiguiente candidato de la guerra, y no de la paz. Y por la parte de las Farc, de cuyo grupo negociador y firmante de la paz se desgajaron varios de sus comandantes que prefirieron volver a las armas, seguidos por varios miles de combatientes y protegidos por el Gobierno de Venezuela.

Y vino entonces, hace ya seis meses, la pandemia del coronavirus que hoy estamos viviendo.

En estos 38 años han cambiado de cabo a rabo muchas cosas en el país. En su desarrollo económico y social, los avances han sido notables: menor pobreza extrema, consolidación (antes de la pandemia) de las clases medias, mucha mayor cobertura de la salud y de la educación, creciente presencia de las mujeres en todos los aspectos de la vida pública. Pero todo esto se ha logrado a pesar y por decirlo así a espaldas de lo político, tejido de violencia, que es lo que se ha venido describiendo en las páginas anteriores. Las dos constantes siguen siendo la violencia y el narcotráfico, que alimenta la violencia. Y ahora, la pandemia del coronavirus, que ha afectado a Colombia tanto en la salud como en la economía más que a cualquiera de los países de su entorno, y que va a tener consecuencias de descomposición social y de mayor violencia todavía impredecibles.

Son los cuatro jinetes del Apocalipsis: la Guerra, la Peste, el Hambre y la Justicia de Dios, anunciada muchas veces pero nunca vista en la historia.