Leila Guerriero participará en dos conversatorios de la Filbo, el 30 de abril y el 1 de mayo, donde conversará con colegas como el colombiano Alberto Salcedo Ramos y el peruano Julio Villanueva Chang. Foto: Diego Sampere

FILBO 2019

“Cuanto mejor amoblada tenés la cabeza, una lectura más sofisticada podés hacer de la realidad”: Leila Guerriero

La periodista y escritora argentina viene a la FILBo a presentar 'Opus Gelber. Retrato de un pianista', su más reciente libro después de 'Plano americano'. En más de 300 páginas, el perfil más extenso que ha publicado, Guerriero pretende responder quién es Bruno Gelber y por qué dice lo que dice.

María Antonia Ruiz Espinal
30 de abril de 2019

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Para Leila Guerriero, en el inicio de todo está la pregunta. La duda. La inquietud que le generan algunos personajes excepcionales. “Siempre hay alguna pregunta que me hago acerca de una persona y que no la encuentro respondida en las entrevistas que se le han hecho”. Y eso fue, precisamente, lo que la empujó a escribir Opus Gelber. Retrato de un pianista (Anagrama, 2019), el perfil del argentino Bruno Gelber, uno de los 100 mejores pianistas del siglo XX. “Leí en un reportaje una respuesta suya y pensé, ¡wow!, acá hay un mundo entero en lo que dice este hombre”.

Un hombre que ha hecho de sí mismo un personaje público con un discurso cíclico en el que repite −“de manera casi idéntica, intercalando las mismas bromas, los mismos comentarios, las mismas inflexiones y hasta los mismos titubeos”− las mismas anécdotas de su vida.

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«Esa historia te la conté, ¿no? –me pregunta.

–Sí.

–¿Y la de la japonesa que se quería casar conmigo?

–Sí.

–O el chico que me había robado el abrigo

–Sí».

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Y es que la lista de historias que cuenta Gelber en las entrevistas es tan larga como su carrera musical. Cuenta, por ejemplo, la anécdota de la princesa que eructa; la del concierto imprevisto de Rachmáninov que dio en Palermo; la de la alemana que lo perseguía; la del embajador que en Sudáfrica se negó a comer durante una cena; la de Dinamarca; la de la primera cena que dio en su apartamento en París; la del paro de trabajadores de un teatro que le impidió tocar en Catania; la del concierto que dio en Ginebra y en el que no tocó tan bien como había pensado; la de la panadera de enfrente que le manda pasta frola porque está enamorada de él; la de…

Qué decir, entonces, de alguien que se empeña todo el tiempo en reafirmar una versión propia que ha construido a lo largo de su vida. Es cuestión, explica Guerrero, de hacer lo que haría cualquier buen periodista: leer la realidad no como una simple acumulación de datos o entrevistas, sino como un conjunto que se interpreta a partir de sus partes. “Creo que el problema es creer que uno tiene que forzar a la persona, pensar que tiene que sacarla de ese lugar y decirle que no le repita lo que ya le contó a todo el mundo. No. Si repite es por algo, es porque está convencido de que esa historia logra fascinar, porque esa anécdota le ha dado algún beneficio, le ha resultado eficaz por algún motivo, porque tal vez, con ella, ha logrado la simpatía y la risa del público”.

Lo que hay que hacer es aprender a leer el mapa. Y la clave está, siempre, en hacerse las preguntas necesarias: “¿me repite la historia porque se olvidó que ya me la había contado?, ¿porque cree que de esa manera va a lograr mi risa, mi complicidad?, ¿porque se divierte él mismo al repetirla? Eso es lo que hay que hacer ante la reiteración: preguntas. No es un problema que la persona repita, es un dato de la realidad”, explica Guerriero.

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Fue así como, a través de diversas entrevistas que hizo a lo largo de un año −a él, a sus amigos y a sus familiares−, llegó más a fondo. Y descubrió a esa persona que, como ella misma lo describe en el libro, es un hombre que cuando toca el piano convierte su rostro en el de un condenado, devoto, raptado por el éxtasis. Pues su vida ha sido eso: estudiar sin pausa, dice ella, para hundir la música en su cuerpo hasta ser, todo él, el primer concierto de Brahms, el cuarto de Beethoven, el tercero de Rachmáninov.

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«Su arte consiste en ser el mejor vehículo de la obra de otros. Pero él es su mayor composición. Y nadie puede interpretarla».

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Un hombre que, mientras Guerriero lo entrevista en su apartamento del barrio de Once, en Buenos Aires  −un lugar que parece decorado como para presenciar una ópera−, ofrece banquetes que come “con exageración carnal, con gozo libidinal, y que siempre contempla con aire de emperador ese vendaval de gula luminosa: las frutas, los dulces, la tersura del chocolate y la vainilla”. Un hombre teatral pero concentrado, disciplinado y entregado, que nunca espera a la musa pues, como dijo una vez Chuck Close, la inspiración es para aficionados, los profesionales trabajan por la mañana.

Un hombre que vive con Brahms, Mozart, Tchaikovsky, Chopin, Schumann y Beethoven adentro, pero que no se pierde la telenovela de la tarde y se sabe todas las movidas de la farándula nacional. Alguien “que admira el comportamiento protocolar como si se tratara de un arte”. Un hombre que se precia de oler a rosas, pero que también es capaz de aguantar una operación sin anestesia. Que se pinta el pelo, se maquilla los ojos, usa camisas de seda. Que es dueño de unos ojos pequeños “que irradian deleite, estupor, embeleso, curiosidad, burla, asombro, goce, perfidia”.

A Guerriero le ha costado trabajo ver estos detalles. Pero se ha entrenado con la columna que escribe para El País y que le sirve como ejercicio para ver la realidad: para hacer nexos entre cosas que aparentemente no tienen conexión. “La mirada es algo que se entrena todo el tiempo. Tenés que andar con el radar encendido las 24 horas. Además, en cuanto mejor amoblada tengás la cabeza −de información, de cultura, de literatura−, una lectura más sofisticada podrás hacer de la realidad. Solo así evitarás tener una mirada chata, cursi, lela, a ras del piso”, explica.

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«Quizás todo fue un largo camino para llegar a dos, a tres, a cuatro frases en las que está él. No todo lo que repite –la palabra vacía– sino él: él».

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Quien podría ser un cúmulo de contradicciones juzgado desde un punto de vista acorde a las construcciones sociales, resulta ser una partitura indescifrable que se va revelando −o mejor, leyendo− a lo largo del texto y en cada detalle que escribe Guerriero. “Adolfo Bioy Casares decía que la vida entra a los relatos por los detalles. Hay que saber del entrevistado cómo se viste, pero también cómo se mueve, cómo pide la comida, cómo saluda, cómo contesta el teléfono. Hay que saberlo todo. Todo. Solo así podrás revivirlo en un pedazo de papel”.

La pregunta que ronda el libro −y que se mantiene en la cabeza de la periodista−, tal vez ante tanta puesta en escena, es: ¿cómo es Bruno cuando está solo? ¿Cómo es ese hombre que a los 19 años interpretó en Múnich el concierto para piano número 1 opus 15 de Brahms, e hizo, más tarde, de ese concierto una de las mejores interpretaciones que se han grabado en la historia? Otra vez: la inquietud como base de todo. La conversación como un medio para hurgar, escarbar, intentar. Como puente entre dos interlocutores separados por los años.

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“Somos de generaciones bien distintas. Él tiene 78 años y yo 52. Pero cuando él mencionaba cuestiones relacionadas con el mundo cultural de los años 50 o 60, que habían sido los años de su juventud, encontraba en mí un interlocutor con el cual podía conversar acerca de esos temas. Así que desde el principio sintió una conexión. Supo que podía contarme cosas. Le generé curiosidad, tal vez se preguntó quién era yo, esa persona a la que le llevaba tantos años, pero con la cual podía compartir una charla sin problemas”.

Es por esto que el libro, además de ser el perfil más ambicioso y extenso que ha publicado la escritora, es también, como ella explica, la historia de una relación. Y es que Guerriero en ninguno de sus trabajos anteriores había aparecido con tanta fuerza en el relato. “El libro, además, es la historia de la relación entre el entrevistado y la periodista porque ahí se muestran todas las formas que tiene Bruno de querer fascinar al otro, de alguna forma manipularlo, atraerlo o rechazarlo en su mundo. Y si esto no hubiera sido así, probablemente yo no hubiera estado incluida en el libro. Me incluyo cuando siento que hay algo que tengo que contar incluyéndome, porque si no, no lo podría contar de ninguna otra manera”, dice.

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«Ahora yo te hago algunas preguntas a vos. ¿Qué es lo que no tenés y querrías tener? Pero esperá, esperá. Tengo un cuestionario.

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Pero hay límites. En un momento avanzado de la reportería, Gelber empieza a llamarla a cualquier hora: doce de la noche, una de la mañana, como suele hacer con sus amigos cercanos para charlar durante horas mientras la noche avanza. “Esos límites tienen que ver con esas cosas que uno no haría normalmente: no podés simular lo que no sos. Yo no soy una persona que habla por teléfono con nadie a la una de la mañana. Una cosa es adaptar tu agenda a la del entrevistado −mover citas con otras personas, cancelar salidas−, pero otra es poner tu vida de cabeza”.

Octavio Paz una vez le dijo a Elena Poniatowska que la poesía no se debía recitar, sino que se debía decir. Y que las lenguas latinas, con su propensión a la elocuencia, tenían la tendencia fatal de confundir la poesía con la oratoria.

De esta misma forma, los perfiles no solo se deben escribir, se deben tallar, pulir, lijar, trabajar, conquistar. Y eso hace Guerriero en su último libro, donde cada palabra es una coordenada más del mapa, una nota más de la melodía, una lectura más de la interpretación. Da cuenta, sin duda, de una mirada que escruta, que escanea, y de una curiosidad ansiosa e insistente.

“En el caso de Bruno, decidí hacer un libro y no un perfil porque sentí la complejidad enorme del personaje. Y es que una persona puede construir un personaje público o una condición mítica sobre sí misma, pero el trabajo del periodista es correrle a ese discurso establecido y ver a la persona, al humano de carne, huesos, frustraciones, amores, penas, alegrías, euforia, dolor y todo eso”.

Opus Gelber. Retrato de un pianista, Leila Guerriero. Anagrama, 2019.

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