Ignacio Argotty pertenece a una familia que se dedicó al oficio de tallar esmeraldas. | Foto: Erick Morales

INDUSTRIA CON MEMORIA

El arte de tallar

Además de la calidad, la talla de una esmeralda es lo que la hace atractiva. Ignacio Argotty, uno de los más reconocidos talladores, revela secretos de su delicada labor.

Fredy Nieto*
6 de septiembre de 2017

Un ventanal a contraluz. Es a lo primero que apunta un tallador cuando una esmeralda llega a sus manos en bruto, y se plantea qué puede o no sacar de esta según su tamaño, forma y pureza. Con su trabajo, se completa una cadena de la que forman parte mineros, comercializadores e intermediarios.

Ignacio Argotty, uno de los más reconocidos talladores, tuvo alguna vez su oficina en el centro de Bogotá. Aunque ahora trabaja como independiente, vuelve al corazón del comercio esmeraldero de Colombia cada vez que lo llaman ante el incremento del volumen de piedras por tallar.

“No hay dos esmeraldas iguales, cada una tiene una información interna que la hace única, como una huella digital”, dice Argotty, miembro de una de las familias con más tradición en el oficio. En el mercado mundial, los comercializadores se tranquilizan si alguien con ese apellido es quien embellece sus piedras.

Los primeros Argotty que llegaron a América pasaron por Argentina antes de radicarse en Pasto, cuna de muchos de los que hoy, después de estar temporadas en Boyacá y en Cundinamarca, decidieron dedicarse al negocio de las esmeraldas.

Aunque no existe una asociación o un documento que así lo certifique, el mismo trabajo ha posicionado a esta familia en el oficio de pulir y perfeccionar esmeraldas. No es casualidad que Adolfo, primo de Ignacio, sea reconocido como el mejor tallador del mundo. No tiene un trofeo ni un diploma, es el voz a voz de las personas que viven de este negocio lo que lo certifica.

De la tarea de estos miembros de la cadena depende el precio final de la piedra. La primera parte es la compra, hacerlo con un precio justo, sin ilusiones. Después viene la intervención del tallador, el concepto, la opinión y el porcentaje del peso. Pero por encima está la calidad. “Lo que más vende una piedra, aparte de su calidad, es la forma en que fue tallada”, asegura Argotty. Depende del ojo y de la mano del artesano conservar su esencia: el color, el cristal, eliminar los daños que comercialmente serían nocivos hasta dejar una excelente talla.

“A esta parte le llamamos mesa, es la más plana de la esmeralda y es aquí donde comienza el trabajo de facetado”, dice Argotty mientras sostiene una de las piedras con sutileza de cirujano. La gema reposa sobre un disco de diamante que gira a 150 revoluciones por minuto; dos o tres horas después estará lista. Paciencia y pasión constante por esta labor es lo que debe sentirse para obtener un corte de lágrima, corazón o princesa (cushion, también conocida como ‘televisor’).

Los que se inician en este arte practican en los mismos discos pero en vidrios. Así duran un mes hasta que les van dando acceso a las primeras esmeraldas. Algunos estudian joyería, introducción a la cristalografía y mineralogía (técnicas de corte y talla de esmeraldas). Pero formarse en esos cursos es una opción que va en declive, dejando la continuidad del oficio en manos de familias tradicionales y de empíricos.

Aunque es un proceso con pasos estipulados, en ocasiones lo mejor es, como dice Argotty, dejarse llevar por la piedra. El análisis precede al corte. Viene el desbaste y el brillo de las plazas (esquinas de cada cara). Comienza el faceteado, sigue el brillo de la cara y de los bordes. Al final se despega del capuchón y queda lista para ser comercializada.

Algunos les dan otras dos o tres brilladas para lograr un mejor aspecto, lo que para Argotty es innecesario porque considera que la magia está en un proceso previo al embellecimiento: “El desbaste es una fusión hombre-esmeralda, es una conexión con la piedra en la que el tallador se funde con ella, al punto de que sabe qué es lo que debe ir quitando hasta dejarla en un estado óptimo”, dice, entre sonrisas.

El precio final se fija por la pureza, el color, la forma y el peso. Argotty no lo duda: “Esta esmeralda con la que trabajo ahora es de la mina de Consorcio; el cristal es perfecto”. Saber de dónde proviene una de esas piedras con exactitud, echando apenas un vistazo por sus bordes, se aprende tras mucho tiempo de observación.

Hay quienes sostienen que la relación del tallador con la piedra se asemeja a un cortejo, a una seducción; basta con ajustar la retina y tocarla bien para sacar lo mejor de ella y así perfeccionar, en horas, miles de años de espera.

*Periodista Especiales Regionales de SEMANA.