Opinón

La primera casa que construyó Diego Trujillo

Nuestro columnista recuerda sus años de arquitecto y cómo descubrió que su verdadera vocación no era edificar viviendas sino habitarlas.

16 de noviembre de 2020
Diego Trujillo, actor.
Diego Trujillo, actor. | Foto: Esteban Vega La-Rotta

Alguna vez durante una entrevista me preguntaron qué significaba el éxito para mí; respondí con lo primero que se me vino a la mente: “El éxito es tener una casa; un techo, un sitio al que me gusta llegar y del que no me quiero ir”. Me suele pasar con las entrevistas que cuando han terminado me quedo rumiando las preguntas en silencio, digamos mientras intento dormir, y me muerdo los labios de remordimiento dando vueltas en la cama, pensando por qué no se me ocurrió una respuesta más profunda para tal pregunta o una más divertida para tal otra. Pero curiosamente en este caso, una y otra vez he llegado a la misma respuesta. Nada me hace más feliz que mi casa.

La primera explicación que se me ocurre para esa certeza es que a medida que voy entrando en años, el impulso natural me lleva a encontrar un lugar para yacer finalmente en paz; y sin embargo, si intento escarbar un poco en la memoria descubro que mi interés por “la casa” empezó a manifestarse desde la infancia, el día que convencí a mi hermano a punta de amenazas que prefiero no recordar, de que desmanteláramos una caseta abandonada que había en un lote colindante con la casa donde vivíamos, para construir la sede de un club privado cuyos socios éramos él y yo.

Varios días nos tomó la fechoría, hasta que logramos –como en “la estrategia del caracol”– trastear pieza por pieza la edificación completa y reconstruirla en el jardín de nuestra propiedad. Esa fue mi primera obra, la primera casa que construí. Luego vinieron otros proyectos de menor envergadura; un palomar, una perrera, la remodelación y ampliación de la sede del club, pero suficientes para que mi madre (movida por amor de madre) me alentara a estudiar arquitectura. Así lo hice.

Ejercí la profesión durante más de diez años, de los cuales varios se fueron peleando con carpinteros incumplidos, humedades y goteras. El resto es historia. Mi carrera terminó de manera irrevocable cuando entendí que podía ser mucho mejor actor que arquitecto y que mi verdadera vocación no era construir casas sino habitarlas. Me he mudado muchas veces y cada trasteo es una fiesta. Me encanta irme apropiando del espacio poco a poco, buscar la pared precisa para el cuadro, el sitio adecuado para cada mueble.

Nada me gusta más que llegar a mi casa; abrir la puerta y sentir que me gusta todo lo que veo, que me gusta a lo que huele, que tengo una cocina, una cama, un escritorio donde puedo sentarme a trabajar. Así es que, si me preguntan de nuevo, ¿qué es el éxito? Volveré a responder: tener una casa a donde llegar.