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DEL SANCOCHO AL ENLATADO

La retrospectiva de Alejandro Obregón plantea un problema: ¿qué le pasó?

28 de octubre de 1985

Es de buen tono decir: "¡Qué buen pintor era Obregón hace veinte años!". La exposición retrospectiva que le dedica en estos días el Museo Nacional, y que luego viajará a Europa, es una buena ocasión para saber si eso es verdad. Y si lo es, por qué. Pues nadie ha visto juntos -probablemente ni siquiera Obregón- una "Garza y barracuda" del 59 y un "Gavilán pollero" del 83 o "La violencia" del 62 y la "bestia humana" del 84.
Para empezar, lo principal. Alejandro Obregón es, históricamente, el pintor colombiano más importante de los últimos cien años. O cuatrocientos. Es el pintor que sacó el arte de este país de la parroquia y lo puso a respirar otros aires. A respirar a secas. Gracias a él hay arte moderno en Colombia, y sin él no existirían artistas tan distintos como Botero y Salcedo, Beatriz González y Santiago Cárdenas.
Pero precisamente por eso ha sido tan difícil juzgar, desde el punto de vista de la pintura (y no de la historia de la pintura), a Alejandro Obregón. Padre, precursor, pionero -y muy rápidamente sumergido en el torbellino engañoso de la gloria local-, convertido casi en "pintor oficial" del régimen: el proceso de paz casi se paraliza hace dos años porque Obregón no quiso pintar una paloma en la Plaza de Bolívar. Y por añadidura, el mejor de los hombres. Todo eso dificulta, enturbia el juicio. Sobre su pintura y su personalidad -inextricables- se tiende inevitablemente a hacer literatura. Eso salta a la vista en el lujoso libro que acaba de publicarse con motivo de la exposición bajo el título de "Alejandro Obregón, pintor colombiano". Hay en él un texto de García Márquez que mezcla dos defectos cuando de hablar de pintura se trata: literatura y amistad. Uno de Cobo Borda que mezcla otros dos: diplomacia y pintura nacional. Un tercero de Alvaro Cepeda, más peligroso todavía: trago y fraternidad Y así. Con Obregón sucede -y es para su honor, pero para su mal- que quienes opinan sobre él suelen hacerlo movidos por consideraciones extrapictóricas: iluminados por los vapores del ron, inspirados por el cariño, entrabados por el respeto. Y eso da mucha paja: iba a decir "mucha literatura".
Pero en el Museo Nacional se puede ir a mirar directamente la pintura: cerca de cien cuadros de los últimos cuarenta años de Alejandro Obregón. Se empieza por dos o tres lienzos aplicados y concienzudos de los años cuarenta, cuando Obregón no dudaba todavía de la academia; se pasa por su descubrimiento medular del cubismo analítico, en el 50 o el 51; se sigue por los inconfundibles obregones de los sesenta, poderosos, seguros de si mismos; y se termina con los grandes cuadros amazónicos del año 85, en los cuales, dicha sea la verdad, Obregón se limita a "obregonear", a reproducirse a si mismo. Pero vamos por partes.
La exposición no está muy bien colgada: hay demasiados cuadros para muy poco espacio, produciendo una incómoda sensación de apiñuscamiento. Deliberadamente, no sigue un orden cronológico. Y ambas cosas acumuladas provocan cierto agobio. Es verdad que Obregón es también, inclusive mirado cuadro a cuadro, esa acumulación arbitrariamente organizada, aún en los casos en que construye con mayor rigor. Una estructura bien aplomada y sólida (el cubismo picassiano, pero también Zurbarán, que si se quiere son una misma cosa) borboteando en el hervor del expresionismo tropical, como el sancocho en la olla. Si bien se mira, los cuadros de Obregón son siempre bodegones de Zurbarán cocinados al tropico -es decir, sancochos- colocados en equilibrio sobre el plano del lienzo como sobre una bandeja: una erupción en una mesa. Recortado sobre el fondo liso y líquido del cielo o el mar sereno, un fragor de amenaza, como un cúmulo nimbus de todos los símbolos y criaturas obregonianas, orgánicas, vehementes: incendios, tempestades, cóndores, toros, barracudas. Una abstracta acumulación de vísceras o de flores carnívoras. Pero ese revoltijo de revoltijos que es la exposición del Museo ("Mojarras" y "Angelitas", el "Estudiante muerto" del 58 junto al "Blas de Lezo ,el teso" del 78: Obregón,revela García Márquez, hace el sancocho con ron) no deja un buen sabor de boca.
Al entrar al salón, enfrentados, hay dos cuadros: "La trepadora" de 1961 y "Bachué" de 1978. Obregón era un prodigioso colorista, ve uno en el primero. Ocres, pardos, dorados: una pintura hecha de luz. "Bachué", enfrente, no es color, sino apenas colores: verdes y azules planos. Más duro todavía es el contraste, al fondo del salón, entre un magnífico "Mago del Caribe" de 1961 y una "Angela cayendo" del 75. El "Mago", en dos colores, rojo y gris, es un puro estallido de color: tiene metido el color en la pintura. La "Angela", más estridente, con amarillo y verde chillón y azul cobalto y violetas y rojos y naranjas, tiene el color simplemente pintado en la superficie del lienzo. Tal vez la diferencia venga de que algún día, allá por 1967, Obregón dejó el óleo y descubrió el acrílico. Y dejó de inmediato de fabricar sus luminosidades, sus fulgores, sus transparencias, sus fosforescencias submarinas: fue como si creyera que salían hechas del tubo. Un sancocho enlatado.
Es el color, y es además la arquitectura interná de los cuadros, y además su poder o tal vez, más simplemente, su peso específico. Veamos la famosa "Violencia" del 62. Un Obregón sobrio. Blancos, grises, un rostro de mujer muerta hecho de luces y penumbras de colores que se pierden en la sanguinolencia, y una solidez de cordillera. Y veamos en cambio la "Bestia humana" del 84: chorros de bermellón, grandes manchas de opacidad, brochazos violentos. No es pintar "violento", con la violencia del brazo contra el lienzo, ni retratar anécdotas de violencia acrobática, con metralleta y sangre en surtidores, lo que hace violento un cuadro. Es pintar rigurosa y mesuradamente la violencia. O, hablando de la paz: la serenidad pura de la "Ultima cena" del 58, la equilibrada precisión de un "paisaje" de 1961, alumbrados los dos por la fuerza contenida del color, vivo como una brasa frente a la "Angela de media noche" del 82, casi disneyana en su trivialidad, frente a los anecdóticos "Blases de Lezo" del 78, frente a los puramente ornamentales caprichos amazónicos del 85. No es que Obregón no sepa ya pintar: la técnica está ahí. Es que parece que no le interesara meterle a su pintura nervio y tripas, y esfuerzo: reemplaza los problemas por las fórmulas, el rigor por la decoración.
¿Por qué le pasa eso a un gran pintor? Es una hipótesis: por razones extrapictóricas. Se cuenta que Marta Traba decía (en tiempos de las "Angelas"): "qué mal pinta Obregón cuando está enamorado". García Márquez afirma que "cosas que en otros artistas son defectos son en Obregón virtudes legítimas, como el sentimentalismo, como los símbolos, como los arrebatos líricos, como el fervor patriótico". Acierta Marta Traba y García Márquez se equivoca. En Obregón, como en cualquier artista, esos defectos siguen siendo defectos, y son los que han llevado a ese pintor que sabe pintar obregones a conformarse con "obregonear". Las "Angelas" y las "Bachués" y los "Blases de Lezo" y los "Antepasados locos", están corroidos por el sentimentalismo y la literatura. Obregón los pinta, no porque quiera pintar, sino porque le gusta el tema: la belleza de las "Angelas", el heroismo de los "Blases". Eso no es grave, lo grave es que con eso se queda satisfecho, la seguridad y su confianza que hicieron de él un gran pintor se han diluido en satisfacción y narcisismo. Obregón, a quien tanto se ha querido, ha caído en la trampa de quererse a si mismo más que a su propia pintura.

LOS IMPOSTORES
Hace más de diez años, apareció el escandalo en la primera página de El Tiempo. Se trataba del caso de Alvaro Herrán, quien estaba falsificando cuadros de Obregón. Ante el despliegue que se le dio a la noticia, Herrán se presentó y reconocio su culpabilidad. El pintor Alejandro Obregón, que en esa época se había asesorado del abogado Bernardo Gaitán Mahecha -quien estaba decidido a llevar el caso hasta sus últimas consecuencias-, decidió perdonarlo porque la idea de ver a un "colega en la cárcel" lo aterró. Sin embargo, actualmente las cosas han cambiado: en este año han llegado a las manos del hijo mayor de Obregón cinco casos de obras impostoras y sus autores ya no salen a la luz pública reconociendo su crimen. Pues la ley colombiana puede sancionar el delito de "falsedad" hasta con diez años de prisión, y el artista ya no está dispuesto a perdonar. Aunque cuando SEMANA conversó con el maestro Obregón sobre el asunto, él repitió reiteradamente: "No se trata de buscar al falsificador, sino de alertar al posible comprador", y añadió: "fuera de mí, hay cuatro personas en las que confío totalmente que pueden decidir sobre la autenticidad de mis obras: mis hijos Diego y Silvana, mi nuera María Clara de Obregón y Soffy Arboleda de Vega. Si ellos dicen que el cuadro es falso, es porque lo es".
El problema es que, muchas veces, las falsificaciones se dan en pago de una deuda, y de esta manera es mas difícil saber su verdadero valor. Mientras que al comprarlo directamente, el precio del cuadro falso equivale siempre a la mitad de un original y las personas, creyendo que están haciendo un gran negocio, adquieren tan sólo una pieza decorativa, cuyo valor artístico es nulo.
Para el maestro radicado en Cartagena, la estafa estética es muy grave. El les diría a los falsificadores que busquen su propia manera para expresarse, porque el arte es limpio y la estafa turbia.
El hijo del pintor fue incluso demandado por retención indebida de bienes por uno de los dueños de un cuadro falsificado, quien se lo llevó para examinarlo y no lo devolvió ahí mismo; pues estaba esperando la llegada del pintor para decidir sobre su autenticidad.
De todas maneras, es necesario que la persona que desee adquirir un Obregón se cerciore bien antes de hacerlo, porque aunque las apariencias engañan, hay una gran diferencia entre adquirir un original y una vil copia.