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EMPEZO CON DOS CADAVERES

...Y terminó con "Un muro en el jardín", la obra teatral de Jorge Plata, estrenada en el Teatro Libre

17 de junio de 1985

En las noches, desde una ventana que se enfrenta al cerro de Monserrate, Jorge Plata trabaja actualmente en la traducción de "Macbeth" de William Shakespeare, con cuya producción el Teatro Libre de Bogotá cerrará su temporada de este año. Y actúa cada papel con vehemencia que inspira -hasta para él mismo- verdadero terror. Como el que produce su propia obra, "Un muro en el jardín", estrenada hace tres semanas en la sala del grupo.
Cuando Plata comenzó a vivir en el barrio de La Candelaria, por cierto sede de su trabajo teatral, había visto solamente dos cadáveres: el de su abuelita, reclinado en su lecho, y el de alguien a quien su padre debió hacerle la autopsia en algún pueblo del Tolima. De pronto, por las calles, empezó a toparse con los cuerpos sin vida de por lo menos una decena de personas, generalmente asesinadas. El impacto emocional causado por semejante realidad, unido a su reflexión acerca de la evolución de la vida colombiana y a sus dieciocho años de experiencia teatral, como actor, director y dramaturgo, lo impulsó a iniciar la redacción de "Un muro en el jardín" a mediados de 1983. Hoy, con el montaje que Ricardo Camacho ha realizado, se puede decir que se abre una nueva ruta para el teatro colombiano.
Desde que se inicia la obra sabemos que algo terrible puede ocurrir en cualquier momento: un perro envenenado yace en mitad del patio donde se desarrollarán todos los acontecimientos. Como atinadamente lo señala Amalia Iriarte en el programa: "Destinos arrevesados, circunstancias con halo de fatalidad, insinuación de pasados inenarrables, destruyen toda posibilidad de que el mundo gire en su órbita normal. No hay valor; ilusión, esperanza o principio que no se desquicie o corrompa, empezando por la unidad familiar, núcleo alrededor del cual giran todos los personajes de la pieza". En efecto, la familia constituye un eje, y también una imagen, en su descomposición, de la desbarajustada sociedad colombiana actual "¡Ese es mi hijo!", suele decir con orgullo el padre de Laureano, el mayor, un hampón que regresa después de varios años al hogar y que da el puntillazo al proceso infernal de la vida de sus parientes: su propio padre, sumido en el alcohol; su madre, enajenada por un burdo fanatismo de sexta religiosa; su hermano Roberto, maestro de primaria, y su joven esposa, Isabel; su hermana, Esperanza, una muchacha solitaria que no tiene nada a qué aferrarse, ni la droga, como Laureano y su compinche "El rata", ni el alcohol, ni la religión, ni un empleo, ni un amor, ni la costumbre de vivir que mantiene viva a la única víctima ajena a la familia, don Pompilio, un anciano tuerto y cojo que deambula vendiendo libros viejos, que a ratos se desquicia pero que también es la conciencia externa de la obra.
Encerrados en el patio, donde la joven pareja inicia la construcción de un futuro lugar para su amor, para sus hijos, para las flores, que se derrumbará con el turbión de los acontecimientos, el muro que los separa del exterior es a la vez su cárcel, de la cual desean salir, y, del otro lado, una amenaza que pesa desde el comienzo hasta el final. El patio fue antes un jardín; hoy sus despojos, la basura que acumula, su desgaste, simbolizan la insondable degradación de los seres que alberga. Hasta cuando la madre abra la puerta, para que penetre el vendaval final y don Pompilio pueda decir, en medio de su delirio y a la vez con aguda ironía: "¡Bravo! ¡La ley y el orden!", palabras que tanto nos dicen a los colombianos.
Los personajes están encarnados por actores que alían la veteranía con la juventud del reparto de planta del T.L.B.: Héctor Rivas, Consuelo Luzardo, Sonia Arrubla, Héctor Bayona, Leonardo Zossi, Carlota Llano, Germán Jaramillo y César Mora. La puesta en escena pone de manifiesto el conocido talento de Ricardo Camacho, quien en esta ocasión encomendó la asistencia a Laura García, el diseño escenográfico a Simón Vélez y el de vestuario a Pilar Caballero dentro de un marco realista, la elusión de lo costumbrista logra mostrarnos esos personajes auténticos, vivos, contradictorios, que tanta falta venían haciendo en el teatro colombiano. La música, tan alucinada como el clima de la pieza, refuerza el suspenso y proyecta hacia un ámbito casi mitico los simbolos escénicos.