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LA CASA BLANCA DE TODOS Y DE NADIE

Engañosa estabilidad proyecta inicialmente en el turista la mítica y venerable residencia de los presidentes norteamericanos.

6 de junio de 1983


Se hace cola como para penetrar a un avión. Hay que pasar obedientemente, uno por uno a través de puertas electrónicamente vigiladas. Pero al otro lado del control no hay un avión y el viaje no es a otra ciudad ni a otro país. Más allá de los ojos escudriñadores de los agentes de seguridad, premunidos con los últimos artefactos, está la Casa Blanca. Y el viaje es al siglo pasado, el siglo pasado como lo sueñan los norteamericanos.

Porque una vez que se deja atrás aquel pórtico estilo aeropuerto, el siglo XX queda excluído. La Casa a la que se entra, la Casa que ha visto pasar casi doscientos años de febril renovación tecnológica, la Casa que alberga al Presidente de un país que proclama como una de las razones de su poderío la capacidad para ponerse al día y modernizarse y computadores y satélites y lo que sea, esa Casa aparece congelada en el pasado remoto de los tiempos de su construcción, cuando los Estados Unidos eran una nación reciente.

Esa ausencia persistente de lo contemporáneo, de todo lo nuevo y contestatario, llama la atención en un tour de la Casa Blanca. Los muebles, decorados, espejos, alfombras, se acercan los más posible a los viejos palacios europeos de los reyes en contra de quienes se llevó a cabo la guerra revolucionaria --mala palabra hoy en EE.UU., esa palabra, pero repitámosla-- revolucionaria de la Independencia. Este apego a la tradición no debería asombrarnos. La antiguedad siempre ha sido un valor codiciado en las repúblicas relativamente jóvenes y a los Estados Unidos les sirvió además para combatir una crisis de crecimiento y de identidad. Los trece estados que se caían al Atlántico cuando esta Casa fue levantada, se expandieron rápida y desmesuradamente en población y territorio. Recibieron dentro de su frontera a transmigrantes de todos los países y si la mayoría de ellos fueron absorbidos, hoy las minorías negras y latinas constituyen cerca del 30% de los habitantes. Los inicios quedan lejos. Y para convertirse en un poder mundial e imperial, mucho tuvo que suceder en esa Casa, mucho que estaba lejos de ser blanco. Habiendo redecorado con saña su paisaje exterior, víctima de un cambio industrial vertiginoso, no es extraño que la residencia del Presidente tratara de resguardarse de las alteraciones, buscando anclarse en un pasado mítico y venerable, queriendo conservar a toda costa el estilo de los orígenes. Es fácil para el turista deslumbrarse con la fachada de la Casa, con sus arañas de luz y manteles de encaje, y olvidar que los fundadores de los Estados Unidos fueron calificados de subversivos, perturbadores y rebeldes contumaces. En un mundo cambiante en que parece haber cada vez menos control sobre lo que está pasando, ese paseo nostálgico proyecta para el ciudadano una imagen de estabilidad, reposo y continuidad. Algo similar le ocurre al personaje Linus de la historieta Peanuts, que se ha hecho famoso por andar siempre con su manta pegada a la oreja en busca de la seguridad.

Se pensaría que tal fijación en el pluscuamperfecto, tendría a lo menos la ventaja de otorgar cierta unidad decorativa, cierta austeridad armónica, a la Casa Blanca. Nada de eso. Allá adentro se recargan y amontonan objetos de todo tipo: cuadros y sofás y porcelana y mesitas de luz y copetería y los etcéteras imaginables. De pieza en pieza, nos satura una mezcolanza casi kitsch de colores y variaciones que van a la par con las anécdotas. En esta habitación, la anchoveta, el helado, los macaroni y las almendras se paladearon por primera vez en los Estados Unidos. En esta otra, la mujer de John Adams colgó su ropa a secar. En la de más allá, los hijos de un Presidente anduvieron a caballo porque afuera llovía y su padre era hombre de honor y palabra. En la bañera de Taft, caben cuatro hombres gordos sentados. Pero la historia trivializada, digna de las habladurías y chismorreos de algunos periódicos, no logra esconder algo evidente: la Casa Blanca es incómoda, y satura y fatiga la atención del visitante como la bodega densa e irrespirable de un anticuario. Las cosas no caben. Ir a la Casa Blanca de pronto recuerda el apartamento de los recién casados el día en que viene de visita una caterva de parientes a los que hay que mostrar toda la gama de inservibles regalos de boda.

Y como en las mejoras familias, nadie se atreve a consignar la mitad de los accesorios a un sótano lejano. La razón se descubre a poco andar. Cada Presidente quiere dejar su leve marca en la Casa Blanca, su marca física, y con cada Presidente entra una Primera Dama. Así se fueron sucediendo y atropellando dos centenarios de vaivenes y manos, principalmente femeninas, que han ido agregando, suprimiendo, convulsionando, coleccionando, ordenando y reordenando incesantemente. Siempre que se respete el gusto de las antecesoras, siempre que no se haga tabla rasa, siempre que no se coquetee con el arte experimental, hay mucho que se puede readornar. Por eso, el pretérito no cabe en el presente, y lo desborda. Hay demasiadas mujeres de Presidentes, muertas y todavía disputándose desde la ultratumba y desde los retratos implacables en las paredes, los cortinajes del momento actual, ejerciendo su privilegio de vencedoras, apostando a la inmortalidad en un cenicero. Puedo ver a las mujeres aquellas, todas decididas a persistir en la memoria del único modo material en que lo aprendieron: mientras sus maridos remodelan la historia externa, ese mundo en que los hombres matan y producen, ellas se dedican a la decoración de interiores, preparan la versión inocente y aséptica de esa historia para que las futuras generaciones la puedan admirar. Puedo verlas, madres de la patria y nunca de la materia, decididas a dejar su impronta, y dejarla en aquello único que cualquier otra mujer reconocería, que cada turista ha de admirar, la Casa de Todos que por unos años es Mi Casa.

Con cambiar una silla, con adquirir un óleo, con bautizar un matiz, con instalar por primera vez candelabros eléctricos, se gana el derecho a entrar a la chismografía cósmica, se ingresa al manual del turismo, se penetra a la cháchara del agente del servicio secreto que con tono de animador de concursos de TV., parece estar vendiendo entradas a un anecdotario mas que a una mansión. La influencia considerable que haya tenido esa mujer en las decisiones de su esposo, ese poder de alcoba o cocina, sus intervenciones caritativas a favor de los huérfanos, las artes o las inauguraciones de submarinos, todo eso se lo tragó el tiempo. Lo único que queda para que se las recuerde fugazmente, y las mujeres lo intuyen, se les ha entrenado para que jamás lo olviden, lo único que queda es la casa eternamente redecorada, como una ilusión de que el tiempo no pasa.

Al salir de la Casa Blanca, como si viniéramos de una sala oscura donde se proyecta un film, tenemos que ajustar nuestros ojos a la luz. Pero no es la luz la que daña y duele. Es la realidad. Allá afuera, en el mundo real e inverosímil que duele y daña, las radios nos anunciarán hoy mismo que Reagan ha autorizado la bomba de neutrones.

Por un momento, me cuesta fijar la Casa de inocente fachada y fantasmada de niños que anduvieron a caballo en una de sus habitaciones y lenguas que saborearon por primera vez las almendras, como el sitio preciso del cual provino esa decisión y tantas otras que afectan el futuro de mis nietos, si los hay, el futuro de la humanidad, si logramos sobrevivir.

Pero luego reacciono. Se trata, después de todo, de una bomba que mata seres vivos y deja intactos los edificios y las propiedades, que paraliza el corazón y el cerebro sin destruir una lámpara o un alfiler. No cuesta tanto imaginarse a Ronald Reagan haciendo el anuncio en medio de los retratos y los tapices y los salones que su mujer Nancy sueña en decorar y redecorar otra vez y otra vez y otra vez. Ariel Dorfman Washington