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UN PERIODISTA DE AYER, UNA CASA DE FANTASMAS

A propósito del premio especial de periodismo ganado por su padre, Juan B. Fernández R. evoca la vida de "El Heraldo".

30 de agosto de 1982

Para mí "El Heraldo" fue siempre, en los años de mi infancia, una casa poblada de fantasmas. Carlos Manuel Pereira, un hombre gordo y bueno que ayudaba lealmente a mi padre en la administración de la pequeña empresa, me hablaba de Porfirio Barba Jacob, que había vivido en Barranquilla y le mandaba papelitos en los cuales le decía "mi príncipe" y él pedía dinero para seguir parrandeando. José Félix Fuenmayor, que salía de la Contraloría y se iba por la tarde a conversar con Carlos Manuel, me hablaba de Luis Carlos López, que no había vivido en Barranquilla pero que, desde Cartagena, llenaba con la burla de sus versos toda la Costa Atlántica. Rafael Manotas, un médico genial que curaba a todo el mundo gratis, me hablaba de los libros que le llegaban de Francia y que mencionaban siempre a Napoleón y sus hazañas en el campo de batalla y en la cama. Don Ramón Vinyes me hablaba de los varios Sénecas que había leído. Y doña Amira de la Rosa vivía extasiada con los recuerdos de Gabriela Mistral y Emilia Pardo Bazán.

EL RITO DE TECLEAR
En el hogar, el primer recuerdo que tengo de mi padre, en relación con el periódico es imborrable. Lo veo, sin saco, sentado o de pie delante de la Remington portátil tecleando con dos dedos que se mueven velozmente como lanzaderas de una máquina de tejer y con la cual tejía incesantemente sus editoriales a cualquier hora del día o de la noche. Este era un rito cotidiano que él había aprendido a realizar en forma tan discreta que no perturbaba a nadie. Y, lo que era más admirable, no se alteraba en lo mínimo por cualquier cosa que estuviera pasando en su derredor. Lo prolongó durante innumerables años hasta cuando, por la fatiga de la edad, lo reemplazó dictándole por teléfono a Juan Goenaga, con su voz grave y reposada, unos elocuentes artículos que aparecían al día siguiente impecablemente estructurados.
Nunca he visto a nadie con tanta facilidad para escribir cualquier cosa, desde editoriales hasta las notas más volanderas del periódico. Sólo mi hermano ha heredado esa fluidez para escribir sin borrar y aparentemente sin pensar pero con resultados verdaderamente asombrosos de precisión de ideas, sensaciones y estilo personal. Pero había para el viejo Juan B. una página cuyo acceso él se había prohibido en el periódico: la de deportes. Y como se daba cuenta de su gran importancia, ordenó ponerla todos los lunes en primera, de la mitad de la página hacia abajo, cualquiera que fuese la importancia de los partidos dominicales. Los redactores tenían que sudar más que los jugadores para llenar ese amplio espacio deportivo.
De esa misma época es el recuerdo en que lo veo inclinado sobre el antiquísimo aparato de radio marca Philco oyendo las turbulentas sesiones parlamentarias. Los aplausos se confundían con los ruidos de la estática de la deficiente transmisión. Con un grueso lápiz, que todos en la casa ya conocíamos como "el lápiz del Senado", mi padre tomaba apuntes con su veloz y hermosa letra que inmediatamente reconstruía a máquina tecleando en un rollo interminable que era el mismo que sobraba del teletipo, entonces también en su más primitivo modelo que hoy ya sólo se encuentra en los museos. "El Heraldo" publicaba al día siguiente el relato abundante y pormenorizado, más completo que las mismas actas del Congreso, de esos debates que en esa época tenían casi tanta "hinchada" como los partidos de fútbol.
Hay recuerdos más íntimos. Mi padre se inició en su vida y en su profesión en medio de una pobreza absoluta. Vivía en Puerto Colombia y todos los días venía en tren al Colegio Barranquilla, a estudiar bachillerato. Mi abuela lo sostenía cosiendo en su máquina Singer. Y así logró viajar a Bogotá y graduarse de abogado. El viejo ha conservado toda la vida esa misma austeridad que le permitió, con su virtud ahorrativa, salir adelante y triunfar en la vida. Su aporte para la fundación de "El Heraldo" fue de ocho mil pesos, que consiguió empeñando lo poco que tenía. En nuestra casa el orden y la mesura se extendían hasta lo económico. Cuando se me gastaban los zapatos, mi padre me llevaba de la mano a la fábrica italiana en la Calle de las Vacas y me compraba un par nuevo. No era partidario de darnos juguetes a mí ni a mi hermano. Y fue mi abuela quien tuvo que regalarme la primera bicicleta. Pero en cambio qué solicitud, qué esmero, cuánta atención y cuánto afecto ponía el viejo Juan B. en comprarnos los textos escolares, la ropa para los desfiles, el jarabe para el resfriado, los pasajes para los viajes universitarios y todo cuanto necesitáramos para la diaria, decorosa y holgada subsistencia. La tortura de la fresa del dentista era más tolerable cuando no soltábamos su mano generosa y reconfortante. Estoy seguro de haber disfrutado del mejor padre del mundo, y afortunadamente durante más largo tiempo.

PAJA, PAJA, PAJA
También es verdad, según me lo confirma Juan Goenaga, que el Ñato Santiago, linotipista burlón, cuando terminó de levantar un larguísimo ensayo filosófico de un eminente pensador colombiano, escribió por su cuenta y riesgo: "Paja, paja, paja" Al producirse el rabioso reclamo, mi padre con la mayor suavidad explicó al autor del ensayo que no debía preocuparse porque sólo él, y el Ñato, habian podido leer hasta el final ese texto tan profundo y extenso.
Y otro cuento de esa época, que oí contar mucho después. El fino intelectual que era Alberto Charry Lara se había venido a vivir a Barranquilla. Fue nombrado jefe de redacción de "El Heraldo". Publicaba unas prosas muy bien elaboradas y cuidadosas. Abrió con ellas una página literaria, en la cual incluía los mejores versos de la época. Una vez llegó un hombre del pueblo con una colaboración en la mano. Eran unos versos. Mi papá trató de disuadirlo, explicándole que los versos son difíciles para el linotipista y casi nunca hay espacio suficiente para publicarlos. Y el hombre, al despedirse, le imploraba, en el colmo de la humildad: "Doctor, publíquemelos, aunque sea en la página literaria".

LA TECNICA DE LA ESCOBA
Alcancé a conocer a Pastorcito, un hombre diminuto y muy recursivo que manejaba una motocicleta enorme. Tenía a su cargo la elaboración de los fotograbados. Y lo hacia en la penumbra de una habitación hermética, en donde se acumulaban por el suelo los frascos de ácidos, las sustancias para el revelado y la fijación de las planchas de zinc. La atmósfera se volvía más misteriosa cuando Pastorcito prendía una vela en el suelo, para calentar todos sus menjurjes. Mi tio Pepe Vengoechea, que había estudiado en Panamá y hablaba muy bien el inglés, trajo a unos gringos expertos en el arte del fotograbado para que inspeccionaran el método de tales trabajos en "El Heraldo". Cuando vieron el recoveco de Pastorcito, Pepe les pidió un informe y sus recomendaciones. Ellos se limitaron a decir: "Cómprese una pala y una escoba, pero pronto". Pastorcito siguió diez años más haciendo sus fotograbados, que eran casi invisibles pero que se consideraban entonces como los mejores de la Costa Atlántica, hasta cuando, repleto de cerveza, se mató en su motocicleta.
Los primeros celadores que conocí en "El Heraldo" eran viejos cazurros y socarrones, que se habían jubilado en otras actividades y venian a descansar al periódico por las noches. Una vez le brindé un tinto a uno de ellos y me dijo: "Yo no bebo café porque después me desvelo" Y a otro que no despertaba de su guayabo de Miércoles de Ceniza para abrirme la puerta, le estallé en el zaguán un enorme triquitraque llamado matasuegra. Tampoco así me abrió porque, según me dijo después, "cuando uno oye un ruido de esos lo mejor es meterse corriendo y trancarse bien".
Aunque me quedaba muy cuellona cuando leí una frase de Ortega que decía "yo nací sobre una rotativa", me enamoré de ella y quise apropiármela. La usé durante algún tiempo como si fuera mia. Hasta cuando me di cuenta de que en el periódico no teníamos rotativa sino una espantosamente antigua máquina de cama plana, marca Hoe Duplex, que bramaba toda la noche mientras la calentaban para el lento y borroso parto de cada madrugada. Y no obstante tenía admiradores y hasta novios que la consideraban la más linda del mundo. Cuando hubo que venderla como hierro viejo, muchos años después, el gerente Carlos Manuel Pereira decía que eso era imperdonable. "¿Y tú que hubieras hecho con ella?", le preguntamos. Y Carlos confesó: "carajo, yo me la hubiera llevado para mi casa y cuando más la hubiera instalado en el patio.
Esos recuerdos me acompañan desde el bachillerato, cuando yo salía del Colegio de San José en la Calle de las Flores y me iba caminando, algunas veces junto con Gabito, hasta "El Heraldo", que quedaba más abajo, una cuadra después del Paseo Bolívar. Ahora muchas veces se me confunden esos recuerdos, pierden sus fronteras propias y no sé si estoy hablando de los personajes de carne y hueso o de los fantasmas que conocí en el viejo edificio. Es como si los fantasmas se hubieran vuelto gente con músculos y esqueleto o, a la inversa, como si mis amigos de entonces se me hubieran convertido lentamente en personajes legendarios, Gabito, por ejemplo, escribió una de sus geniales Jirafas sobre el hombrecito que salía en las madrugadas a vender tinto en la redacción de "El Heraldo". Ese hombrecito es Pedro Mantilla. Y vive todavía. El otro día le tomamos un reportaje con fotografías. Su hijo trabaja con nosotros en las nuevas instalaciones del periódico. Para mi, Mantilla es tan real, o tan imaginario, como el mágico autor de "Cien años de Soledad", a quien hace muchos años que no veo. Y don Ramón, José Félix, Rafael Manotas me parecen ya más admirablemente irreales que el más famoso personaje de novela. Sólo mi padre conserva milagrosamente su estimulante presencia terrestre, que afortunadamente todavía puedo comprobar tomándole de la mano para conducirlo a su silla en la terraza en donde todas las mañanas lee los periódicos.