Especiales Semana

Alfonso López Pumarejo, contra la corriente

El liderazgo parece fácil cuando todo está a favor. Pero López lo ejerció ante una poderosa combinación de fuerzas contrarias.

Jorge Patiño*
26 de septiembre de 2009

Aunque haya sido el único colombiano en ocupar dos veces la Presidencia por voto popular en el siglo XX, el liderazgo de Alfonso López Pumarejo fue más allá. En un país presidencialista en el que llegar a la Casa de Nariño (o en su momento, al Palacio de San Carlos) es la culminación de una carrera política, López Pumarejo hizo algo mejor que ocupar un cargo: dejó un legado. Para López, la Presidencia no era el fin de una aspiración personal, sino un medio para sacar adelante un proceso nacional. "La revolución en marcha", una frase acuñada en tiempos en los que las campañas políticas no tenían asesores de mercadeo, era para López Pumarejo el resumen de su idea de que el deber del hombre de Estado era "efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución por medios violentos".

Pasar de las palabras a la acción nunca es fácil, pero López, que ya conocía el revuelo que podía causar con una declaración contundente, no se amilanó. Como cuando en la convención liberal de 1929, cinco años antes de llegar a la Presidencia, dijo abiertamente que su partido debía prepararse para tomar las riendas del poder, después de la hegemonía conservadora. Hubo revuelo, sí, pero sus palabras se cumplieron con la llegada de Eduardo Santos a la Presidencia y, en 1934, cuando él mismo ganó el cargo. Los escollos que encontró "la revolución en marcha" no fueron simples palabras de desacuerdo. El Partido Conservador, la Iglesia católica, los industriales y los terratenientes se opusieron frontalmente al Presidente reformista de un país tradicionalista, católico y poco equitativo a la hora de distribuir la riqueza.

Un legado consiste, básicamente, en dejar algo hecho. Pero un gran legado es aquel que, aun en ausencia de su creador, permite que las cosas se sigan haciendo. Lo que dejó López Pumarejo encaja en la segunda categoría. El impulso que dio a la Universidad Nacional y a su campus y, sobre todo, el acceso de la mujer a la educación superior, son logros que ningún gobernante posterior podía afectar. Por el contrario, cuando el legado gubernamental es sólido, sus sucesores, de cualquier tendencia, tienen el deber de continuarlo.

La reforma constitucional de 1936 le dio al Estado mayor control sobre la economía. Tras muchos años en los que el Estado funcionaba como un simple espectador, el nuevo ordenamiento le dio un papel más proactivo para regular -dentro de las condiciones de la democracia y sin pasar por alto la legalidad- las relaciones económicas y laborales de un país que aún era joven. Eso, que hoy parece tan natural, le exigió a López Pumarejo ser un líder. De lo contrario, no sólo no habría habido reforma constitucional, tampoco la primera reforma agraria, ni la reforma tributaria, ni la educativa ni la laboral con las que López modernizó al país.

No se trata de ver la obra de López Pumarejo con la lente del romanticismo. La historia de Colombia ha estado llena de turbulencias y el Presidente tuvo que operar en ese marco. El país, como un niño, estaba en medio de los dolores del crecimiento, muchos de los cuales siguen presentes, incluso en formas peores de las que el propio López pudo prever. Pero sin su visión, Colombia habría sumado a sus problemas posteriores uno heredado: el de seguir sumido en el siglo XIX.
 
* Editor de especiales de SEMANA