Especiales Semana

EL IMPUESTO DEL MIEDO

Entre la violencia criminal, la violencia institucional y la violencia ambiental, los colombianos que no mueren a tiros mueren de pánico.

26 de julio de 1982

El festival de cine de Cartagena se abre con una película titulada "Pura sangre", y no se necesita ser un lince para adivinar que se trata de una película colombiana. Pura sangre, sangre humana derramada, es lo que más se produce en Colombia. Un alto oficial de la Policía Nacional declaraba en estos días que cada quince minutos es asesinado un colombiano; lo cual daría el promedio escalofriante de treinta y seis mil homicidios al año. Ninguna de las muchas guerras civiles que ha conocido el país había alcanzado jamás semejantes proporciones de hecatombe.
Pero esta de ahora no es una guerra civil. No es la guerra de que hablan ocasionalmente los altos mandos militares, la que libran las Fuerzas Armadas contra la subversión: esa guerra para la cual se creó primero, y se disolvió luego, la Comisión de Paz presidida por el ex-presidente Carlos Lleras Restrepo; esa guerra en torno a la cual giró en sus últimas semanas la reciente campaña presidencial. En un simposio sobre las Causas de la Violencia, organizado la semana pasada en Chiquinquirá, afirmaba el exministro liberal Otto Morales Benítez, citado por la prensa diaria, que "la violencia de ahora no se puede comparar con la violencia política (de las décadas del 40 y 50) pues esa sí fue feroz e indescriptible". Y, estadisticamente eso es cierto porque la violencia política actual mide sus cifras: según el mensaje de Año Nuevo del Ministro de Defensa, general Luis Carlos Camacho Leyva, en 1981 cayeron en combate con los alzados en armas 200 militares, y las Fuerzas Armadas, a su vez, dieron muerte a 260 guerrilleros. Número impresionante, es verdad, si se le compara con los setenta ingleses y los trescientos argentinos víctimas de la guerra de las Malvinas, que tanta tinta hizo correr en el mundo entero y movilizó Secretarios de Estado y de la ONU, y hasta al Papa. Pero número insignificante al lado de los otros treinta y cinco mil quinientos muertos de la cuenta.
En las estadísticas del Ministerio de Justicia no figuran tántos. Sólo hay 8.569 víctimas de homicidios comunes para el año de 1980 (sobre el 81 no hay datos todavía), aunque, eso sí, dentro de un total de 82.512 delitos cometidos contra la vida y la integridad personal de los colombianos, ocho mil muertos por violencia, sin embargo, son muchos muertos: bastantes para poner a Colombia a la cabeza del mundo en ese campo para un país teóricamente en paz. De esos ocho mil -según los datos del informe del F-2 de la Policía publicado en enero de este año- solo 282 pueden ser considerados "muertos institucionales": 159 policías y 123 hampones abatidos por la policía. Los demás pertenecen al mundo de lo "feroz e indescriptible". Son las víctimas de la violencia cotidiana, de todos contra todos, que llena de sangre las páginas judiciales de la prensa y recibe el nombre genérico y púdico de "inseguridad".

LA SANGRE DE CADA DIA
Son los muertos de la vida cotidiana: asesinado economista en Buenaventura por dos pistoleros; celador loco mata a una persona en Ibagué; hallados catorce cadáveres en hacienda de Puerto Boyacá (la policía rectifica al día siguiente: sólo dos los muertos); copera apuñalada en céntrico local de Bogotá; acribillado antisocial en Buga; niña de cinco años estrangulada en la puerta de una iglesia; ametrallados por desconocidos siete presos cuando eran trasladados de un juzgado de Medellín a la cárcel de Buenavista (y la crónica añade que uno de ellos estaba acusado a su vez de cien asesinatos, y que otros dos eran ex-agentes de la Policía Nacional); eliminada a golpes en una residencia de Cali una mujer identificada como Irma N.; pasajero abaleado en buseta; cuatro humildes labriegos degollados en Chigorodó; asesino de la moto ultima juez en Barranquilla; narcotraficante dado de baja en elegante club nocturno. Y todos esos otros cadáveres anónimos que apenas caben, ya al final de la página roja, bajo la rúbrica "otros muertos": los de peleas de borrachos, los de balas perdidas en universidades, los de discusiones de semáforo, los de ajustes de cuentas de las mafias, los de operaciones punitivas de escuadrones de la muerte, los de masacres colectivas: en Medellín, familia entera muere carbonizada en un tugurio al cual le habían asegurado previamente la puerta con alambre de púas; según los vecinos, se trata de una venganza. En esa misma Medellín, que es, de lejos, la ciudad colombiana más castigada por la inseguridad, los llamados "asesinos de la moto" han dado muerte a más de quinientos ciudadanos en un año, y las autoridades han resuelto prohibir las motos. En Medellín llegó a ser necesario colocar una gran valla de súplica en un potrero: "Por favor, no boten cadáveres aquí".
Eso, en cuanto a los muertos. Pero la inseguridad no son sólo los muertos. Son también las 50.752 lesiones personales, los 10.031 atracos, los 36.714 hurtos, los 40.752 robos de que habla el Ministerio de Justicia. Y los secuestros: cien en 1981, según datos del Ministerio de Defensa, de los cuales 63 fueron obra de las guerrillas y el resto de la delincuencia común. Cinco secuestrados murieron a manos de sus captores, y por el rescate de 19 de ellos se pagaron 506 millones de pesos. Y las violaciones: 4. 121 delitos contra el honor sexual (modalidad a la cual, según las estadísticas, se hallan más expuestos los hombres que las mujeres). Y las extorsiones. Y los raponazos callejeros, tan numerosos que ya ni siquiera son denunciados por sus víctimas. Las dimensiones de la inseguridad son tales que han acabado por producir la indiferencia y la celeridad de un raponero o la puntería de un asesino de la moto apenas logran despertar en la ciudadanía una reacción admirativa, de orgullo que casi se podría llamar patriótico: "¡Qué delincuentes tan hábiles los nuestro!". Y en las noches de las ciudades colombianas se oyen a veces tiroteos, como salvas de voladores en las fiestas de los pueblos: y a nadie le importa.
Sólo de cuando en cuando, ante un asesinato particularmente masivo o atroz, o ante una oleada de secuestros especialmente numerosa, o en aquellos casos en que la víctima es inhabitualmente vistosa por razones económicas, sociales o políticas, se registra un sobresalto de protesta en la ciudadanía acostumbrada y como anestesiada a la violencia. Así acaba de suceder en las últimas semanas con motivo de tres asesinatos sucesivos cometidos en Bogotá; el del jefe "scout" Ernesto Correal en los cerros del norte, ante los ojos de quince niños aterrorizados; el del hacendado Roberto Herrera Vélez a la puerta del exclusivo Jockey Club, y el del joven Mauricio Naranjo, heredero de Papelería Danaranjo y hermano de una niña cuyo sangriento secuestro, hace cinco años, provocó gran revuelo. El contraste entre la frialdad de los crímenes y la insignificancia de los motivos produjo, por una vez, una reacción de horror colectivo: en el caso del jefe "scout" se trataba de robar una docena de relojes de niño; en el del joven Naranjo, de robar el radio de su automóvil y en cuanto a Herrera Vélez, aunque al parecer existía detrás una historia de venganza, el atenuante alegado por el abogado defensor del asesino pone los pelos de punta: es el de la "violencia ambiental", según el cual cualquiera que se sienta amenazado en la calle por el movimiento brusco de algún transeúnte puede dispararle primero, por si acaso.
Estos tres casos recientes provocaron una protesta unánime de los medios de comunicación. El diario "El Tiempo" editorializó el 15 de junio bajo el título "¡Basta ya!"; el 16, el vespertino "El Espacio" tituló a su turno: "Clamor por la seguridad"; y el 17, "El Espectador" interrogó: "¿Hasta cuándo la inseguridad?". La policía, en un repentino despliegue de eficiencia, detuvo en 48 horas a dos de los tres asesinos del jefe "scout" y estrechó el cerco sobre los del joven Naranjo. Pero el ministro de Justicia Felio Andrade Manrique, puso prontamente las cosas en su punto normal de indiferencia advirtiendo que el aumento de la criminalidad era una consecuencia normal e inevitable del crecimiento de las ciudades.

DEFENSA PROPIA
Pues lo cierto es que, por parte de las autoridades nacionales, parece existir una filosófica resignación ante el desborde de la inseguridad, considerada una catástrofe natural comparable al invierno o al déficit fiscal. Así, en los últimos años es posible observar una notable tendencia a la disminución de los efectivos de la Policía Nacional: si en 1976 los agentes suboficiales y oficiales sumaban 53.099, en 1980 su número había bajado a 44.206: cerca de un veinte por ciento menos. Tal vez por eso, y a pesar de que la inseguridad no ceja, sí disminuye en cambio, año tras año, el número de delincuentes capturados, o, lo que es igual, aumenta la impunidad: en 1980 fueron sindicadas o capturadas por diversos delitos 89.224 personas en Colombia, 12.203 menos que el año anterior. La emergencia judicial decretada por el gobierno del presidente Turbay Ayala tuvo como consecuencia que miles de delincuentes en espera de juicio fueran dejados en libertad, pero a pesar de ello todavía se hacinan en las cárceles 28.600 presos, de los cuales solo 7.500 han sido juzgados y condenados, según datos de la Dirección General de Prisiones. Se construyen, eso sí, nuevas cárceles: 300 millones de pesos del precario presupuesto del Ministerio de Justicia (que representa apenas el 1.1% del presupuesto nacional) se invirtieron en eso en 1981, y otros 500 millones lo habrán sido cuando termine 1982. Pero en cambio la agilización de la justicia que se esperaba de la intervención de los jueces militares en numerosos tipos de delitos no se consiguió, y hoy, levantado el Estado de Sitio, la justicia ordinaria se encuentra más atascada de procesos que hace cinco años.
Ante la impotencia de la policía y la ineficacia de la justicia, la ciudadanía queda reducida a defenderse por sus propios medios y (cada día de modo más violento) a tomar justicia por su propia mano. En lo primero sigue la recomendación dada hace ya casi cuatro año por el Ministerio de Defensa, General Luis Carlos Camacho Leyva, con motivo del asesinato del ex-ministro de gobierno Rafael Pardo Vuelvas por un grupo de guerrilleros. En lo segundo sigue el ejemplo de los comerciantes de Chapinero, que por esa misma época dieron en la costumbre de atrapar personalmente a los raponeros de la zona y atarlos a los postes de la luz para que sufrieran el castigo de los transeúntes.

Esto ha producido, por una parte, la proliferación desmedida de empresas de seguridad y compañías de celadores privados, que poco a poco han pasado a ocupar, con muy dudosa eficacia, el papel de la policía. Según el Ministerio de Justicia hay en Colombia actualmente 25 mil vigilantes privados armados, o sea el equivalente a más de la mitad del cuerpo de policía. Pero la cifra parece baja si se compara con la que hace casi cinco años, en diciembre de 1977, daba la hoy desaparecida "Alternativa": 200 mil vigilantes, pertenecientes a ciento treinta y cuatro empresas privadas diferentes, de las cuales la tercera parte operaba en Bogotá. Tal vez la diferencia en los datos se deba a que, según "Alternativa", más de la mitad de tales empresas (34 sobre 51 en sólo Bogotá) eran piratas: es decir, no se hallaban registradas ni ante el Ministerio de Justicia ni ante la Cámara de Comercio.
Al mismo tiempo, y para suplir la escasez de medios de la policía, se han inventado diversos métodos: desde la creación de la Defensa Civil hasta la oferta de dinero a los posibles delatores en el caso de determinados crímenes. La Alcaldía de Bogotá, en tiempos de Bernardo Gaitán Mahecha, emitió los llamados bonos de Seguridad Ciudadana, que no tuvieron mucho éxito, tal vez por el hecho de que uno de los primeros ciudadanos en adquirirlos fue secuestrado al día siguiente una familia Ochoa, de Medellín, puso precio hace unos meses a la cabeza de los secuestradores de su hija, en un oscuro caso ligado a la aparición del ejército clandestino MAS, Muerte a Secuestradores, financiado al parecer por las mafias de la cocaína y hasta el diario "El Tiempo" ofreció en días pasados una recompensa de 100.00 pesos a quien diera informes sobre los asesinos del jefe "scout" Ernesto Correal. Asimismo, en los últimos días se ha iniciado un movimiento destinado a recoger tres millones de firmas para exigir "seguridad y protección para Colombia" y obtener del gobierno la creación -explica su promotor, el abogado Luis Antonio Barba Fontalvo- de un fondo de seguridad financiado con aportes obligatorios de las empresas cuyo capital sea superior a los 2 millones de pesos; se trata, explica Barba, de crear "grupos paramilitares de apoyo a la policía conformados por ciudadanos honestos capacitados".

OJO POR OJO
Por otra parte, y en lo que toca no ya a la vigilancia y la prevención, sino a la represión y al castigo, han surgido también diversas iniciativas privadas. Primero fueron los ya mencionados comerciantes de Chapinero. Por esa misma época, y de modo mucho más siniestro aparecieron Escuadrones de la Muerte, integrados al parecer por miembros retirados o en activo de la policía y los servicios secretos decididos a tomar justicia expeditiva por su propia mano. En Bogotá, estos Escuadrones tuvieron un cementerio clandestino en los alrededores del Salto del Tequendama, y alcanzaron notoriedad por un juicio seguido contra uno de sus jefes, acusado de numerosos asesinatos de delincuentes, que se prolongó indefinidamente ante la imposibilidad de hallar jurados de conciencia que no se dejaran amedrentar por la siniestra fama del Escuadrón. En Medellín, y en el sólo año de 1980, fueron encontrados nada menos que 270 cadáveres de sus víctimas, maniatados, con un tiro en la cabeza y en el pecho letreros explicativos: "Yo era un atracador", "yo era un pistolero". Y más recientemente ha aparecido el ya mencionado grupo clandestino Muerte a Secuestradores, MAS, que ha secuestrado, torturado y en ocasiones asesinado a numerosos delincuentes, tanto comunes como políticos, dándose inclusive el lujo de ejecutar a dos en plena sección de alta seguridad de la cárcel de Buenavista en Medellín. El MAS, hasta el momento impunemente, ha secuestrado también y asesinado a diversos dirigentes sindicales y a abogados defensores de presos políticos, como Jorge Enrique Cipagauta, ayudando, así, a fomentar la confusión entre delincuencia común y lo que los mandos militares alguna vez llamaron "subversión intelectual".
Pero la multiplicació de celadores privados, guardaespaldas, vigilantes, no ha tenido efecto visible en la disminución de la inseguridad en Colombia. Ha tendido más bien a aumentarla: hace unos cuantos meses, por ejemplo, un sobrino del expresidente López Michelsen murió a manos de un celador agresivo y armado, y celador era también uno de los participantes en el reciente asesinato del jefe "scout", el que prestó su revolver para el crimen. En cuanto al MAS de los mafiosos y demás escuadrones de la muerte, sus asesinatos tampoco han servido para amedrentar a los otros asesinos, para gran desencanto de quienes reclaman el establecimiento de la pena de muerte como panacea para los problemas de la inseguridad y la delincuencia. Por el contrario, su existencia acrecienta el ya mencionado síndrome de la "inseguridad ambiental"; y su doble papel político-criminal contribuye a enturbiar aun más las diferencias entre la inseguridad y la guerra. Entre tanto, la violencia de la una y de la otra aumentan.
Quienes han estudiado el problema, o los dos problemas, no están de acuerdo ni sobre sus causas ni sobre sus remedios. Si para el ministro de Justicia, Felio Andrade se trata simplemente, como ya se dijo, de una crisis de crecimiento de las ciudades para otros el asunto tiene raíces más complejas. El diario "El Tiempo" habla de "monstruos diabólicos" y de "límites de la demencia". El psiquiatra Alvaro Villar Gaviria, en declaraciones para SEMANA, opina exactamente lo contrario: "Se ha querido disfrazar el fenómeno de la violencia como si fueran casos de anormalidad individual (... pero...) el aumento del desempleo, el aumento de la miseria, el aumento de la diferencia entre los ingresos de los trabajadores y la satisfacción de las necesidades elementales, la carencia casi total de asistencia médica adecuada, todo esto hace que la mayoría de la gente que padece estas condiciones de enorme violencia que se ejerce sobre ellas, no resista más y entonces sale en brotes aparentemente aislados que son representativos de las tensiones que vive toda la colectividad". Un comunicado de las Asociaciones Profesionales de Antioquia (abogados, agrónomos, ingenieros, profesores de la Universidad, médicos, técnicos de la construcción, sociólogos) consideraba a principios de este año que el desenfreno actual de la violencia es "consecuencia de la escandalosa desigualdad económica y social producida por las actuales estructuras de propiedad". El penalista Eduardo Umaña Luna, participante en el foro de Chiquinquirá sobre la violencia, afirmaba allí que la que azota a Colombia obedece en buena medida a "las relaciones internacionales y la dependencia nacional" y otro tanto a causas internas como la concentración de la riqueza, el desorden político y el aumento de los marginados del proceso de la producción. Y hay, naturalmente, muchas más opiniones, y casi tantas causas para la violencia como opiniones consultadas: el excesivo consumo de alcohol por parte de los colombianos; la corrupción de la justicia y de la administración penitenciaria, que resulta casi una garantía de impunidad; la excesiva lenidad de las leyes; el mal ejemplo de enriquecimiento acelerado y sin causa dado desde las más altas esferas de la sociedad y del Estado; el desprecio por la vida y la dignidad humana, que se manifiesta tanto en los atropellos oficiales denunciados por el Comité de Defensa de los Derechos Humanos como en la crueldad desplegada en las venganzas de la mafia y en los secuestros de los grupos guerrilleros; el abandono de la piedad religiosa y la pérdida de influencia de la Iglesia; la carga biológica de violencia heredada de los feroces conquistadores españoles; la misma carga, pero heredada de las bárbaras tribus indígenas; la influencia perversa de las series de televisión norteamericana; la popularidad de las películas mexicanas...

EL AMBIENTE MATA
El caso es que, entre tanto, la violencia se ha convertido en la forma natural de la vida cotidiana en Colombia. Uno de los detenidos por el asesinato del jefe "scout" explicaba a la prensa que ellos, los domingos, salían a atracar en los cerros por falta de un plan mejor ese día, sin ir más lejos, él tenía más bien ganas de jugar al fútbol, pero lo convencieron llamándolo gallina; y además, le habían explicado que combinando adecuadamente el atraco en los cerros y la albañilería se iba a volver millonario. Ese estado de espíritu, "producto de las tensiones que vive toda la colectividad", es el mismo en todos los colombianos: es lo mismo atracar que jugar al fútbol, o que cargar ladrillos en una obra, o que ser atracado -como lo fue una vez según sus declaraciones, el mismo atracador de los cerros. En esa naturalidad de la violencia, sufrida o infligida, o las dos a la vez, participan todos: (el taxista que no recoge pasajeros por miedo a que lo atraquen, el pasajero que no sube al taxi por miedo a ser atracado, el automovilista que no respeta los semáfotos por temor a que lo raponeen si para, el autor de la "Guía de Bogotá" que les explica a los turistas que las mismas cosas pasan en Nueva York y pasaban en la antigua Roma, el ministro que dice que todo eso son cosas del desarrollo urbano, el policía que en la madrugada de Bogotá comenta impasible ante un cadáver todavía caliente: "A este como que lo tostaron". Cualquiera puede recibir un tiro de cualquiera: de un celador o de un atracador, o de un celador que los domingos es atracador. Y cualquiera puede pegarlo, si anda armado, como lo recomendó el ministro de Defensa, y si anda nervioso, como la justifica la novedosa figura jurídica de lo "inseguridad ambiental". Y en cualquier parte: en una calle de Riohacha, en una selva del Caquetá, en una cárcel de Medellín, o en el Jockey Club de Bogotá. Porque treinta y seis mil muertos al año -o bien 8.569, si se prefieren las cautelosas cifras del Ministerio de Justicia- son muchos muertos, y alcanzan de sobra para mantener amenazada a toda la población del país. Un colombiano de cada cien -digamos- tiene un balazo en su futuro.


FUE POR LANA...
Iba a tomar fotos sobre inseguridad y le robaron la cámara.
John Brian Cubaque ha cubierto infinidad de sucesos durante los cuatro años que lleva como fotógrafo profesional. Pero nunca pensó que un tema periodístico se volvería contra sí mismo.
A las nueve de la noche del viernes 18 de junio, John Brian caminaba por la calle 70 con carrera novena. Tenía la misión de hacer fotos de calles desoladas y de celadores encerrados en garitas o arrebujados en ruanas, durmiéndose de pie entre el frío de la noche. Un hombre muy joven, casi un adolescente lo detuvo, y tras hacerle una profunda herida con un cuchillo en el antebrazo izquierdo se robó la cámara que había retratado la inseguridad.
Pero eso no fue todo. Una semana después, cuando John Brian ya había repetido su trabajo y estaba revelándolo en el cuarto oscuro de su apartamento de Chapinero hacia las ocho de la noche, sonó el timbre. Era la policía. Una banda de asaltantes se había tomado el edificio y estaba saqueando apartamento por apartamento. Completamente embebido en su trabajo, John Brian no escuchó nada, ni supo nada, y se salvó por milimetros de perder, otra vez, el trabajo y el equipo.

¿Y USTED QUE PIENSA SEÑOR MINISTRO?
Felio Andrade Manrique controvertido Ministro de Justicia, conservador, de la administración saliente, da una respuesta definitiva y contundente al problema de la violencia y la inseguridad: aumento de las penas. "El país está abacado, inevitablemente, al aumento de las penas. Se necesita actuar con mayor severidad contra ciertos delitos porque, en algunos casos, como los de lesiones personales, las penas se han reducido a términos irrisorios. Se eliminó la peligrosidad de los delincuentes, no se castiga la reincidencia con aumento de la pena. Aquí la vida no vale nada. Se acumulan los procesos contra un delincuente, pero no las penas y esto es irregular".
Aunque aún los militares aducen razones de tipo social como origen de la inseguridad, el Ministro afirma que estas no pueden ser las determinantes de la criminalidad y que son apenas concomitantes. "Lo que pasa es que la moral está llevada al traste. En Colombia el cumplimiento del deber sólo se da en la medida que le es útil a quien lo cumple".
Frente al desfase de la justicia colombiana que trabaja simultáneamente con un código penal expedido en 1980 y uno de procedimiento que data de una década atrás, el Ministro Andrade señala que "el gran fracaso es no haber sacado el código de procedimiento penal y los elementos legales idóneos que implicaba. Es el punto negro de mi balance". El auge del narcotráfico, la descomposición social "pervirtió la conciencia de los empleados públicos. Dejó una especie de secuela: donde no hay soborno, no hay eficacia. Además están los métodos de aplicación de lá justicia por su cuenta y de acuerdo con sus normas". Los procedimientos poco idóneos de la justicia ordinaria se reflejan en cifras. de 36. 000 detenidos, sólo un 20% tiene ya sentencias de condena. De tres millones de sumarios hay dos y medio millones pendientes. Se da el caso de juzgados en los cuales, durante dos años, solamente se han expedido seis sentencias. "Si la reforma no hubiera caído, estaríamos actuando mejor, aunque a un costo altísimo. Preparando un cuerpo de investigadores, porque aquí no hay abogados especializados, no existe la carrera judicial. Se necesita actuar con mayor severidad, pero estoy en contra de la pena de muerte".

LA CENICIENTA
"En Colombia, la justicia es la cenicienta del Estado. Hace 34 años se está hablando de carrera judicial y todavía no hay nada. Cuando matan a un policía hasta el Presidente le rinde justo homenaje, pero cuando matan a juez ni se inmuta".
Con estas afirmaciones, el Secretario General de la Asociación Nacional Judicial (ASONAL), Iván Motta Motta introduce la posición de la organización sobre el problema de la inseguridad.
El dirigente dé ASONAL, entidad que aglutina 15.000 empleados de la rama jurisdiccional, es muy enfático en señalar la necesidad de una reforma, como una de las medidas que pueden contribuir a evitar que se continúe deteriorando el sistema democrático. Sin embargo, y a pesar de que son partidarios de ella, históricamente ninguna reforma ha consultado la opinión de magistrados,jueces o abogados.
"El país la necesita. Pero estamos en contra de la reforma que pretendió implantar este gobierno, porque no responde a las necesidades de la justicia, porque no hay una policía judicial capacitada, porque es represiva e introduce la politización en los nombramientos".
La situación de violencia e inseguridad que vive el país y que tiene sus más profundas ralces en los desajustes sociales y el desequilibrio económico, no se elimina, según Motta Motta con el aumento de penas, ni tampóco con la posible vigencia del Código de Alta Policia que será presentado para su estudio en las próximas sesiones parlamentarias. "Ese código no es otra cosa que la recopilación de las medidas represivas que contempla el Estado de Sitio y el Estatuto de Seguridad. Nosotros lo combatimos, porque defendemos un estado de derecho democrático. Esa no es la solución al analfabetismo y el desempleo". El inhumano sistema carcelario, las malas condiciones locativas de los juzgados, la ineficiencia en el aporte de pruebas, la poca profesionalidad de la investigación que, muchas veces, lleva a la violación de los procedimientos y el hecho de que sólo hay un Instituto de Medicina Legal en el país, son apenas un reflejo de la poca preocupación del Estado por la justicia y la demostración palpable de que el sistema es obsoleto. Por eso, Motta Motta coincide con las ideas expresadas por el magistrado Enrique Gutiérrez Lacouture sobre la eliminación del Ministerio de Justicia, debido a que su actual función se limita a la administración de un presupuesto, sin ingerencia alguna en el nombramiento de jueces, la designación de magistrados, la elección de agentes del Ministerio Público.

LA OPINION DE UN PSIQUIATRA.
Las modalidades de homicidio y el profesionalismo criminal en aumento, no solo producen repulsión en la opinión pública, sino análisis diversos de sus causas. Una perspectiva, la del psiquiatra Alvaro Villar Gaviria:
"El fenómeno no es nuevo ni hay una instancia psiquiátrica del mismo. Se ha tratado de disfrazar este fenómeno como si se tratara de casos de anormalidad individual. Pero esta violencia tiene muchos anos de estar creciendo en el país, sólo que ha llegado a un momento de exacerbación. Las causas están a la vista, un sistema económico incapaz de resolver los problemas de la gente; una sucesión de gobiernos incapaces, ineptos, represivos: el aumento del desempleo, de la miseria, de la insuficiencia de los ingresos para satisfacer las necesidades elementales; la carencia de servicios de salud. El país no resiste más.
Es una violencia absurda que los medios de comunicación han juzgado con extremado rigor, a pesar de que lo merece. Todos tenemos un potencial de violencia que puede ser acelerado o menguado de acuerdo con las circunstancias. Pero las circunstancias que ha vivido Colombia en las últimas décadas no permiten un resultado distinto. No se puede medicalizar el problema. Hay que disminuir las causas reales. Porque se ejerce violencia o se la padece cuando se vive hacinado, segregado de la cultura, del trabajo, de la educación, de la adecuada alimentación, de los servicios".