Especiales Semana

EL TORO POR LOS CUERNOS

Con lleno total abre en Nueva York su última exposición el pintor Fernando Botero

27 de mayo de 1985

Pierre Levai, presidente de Marlborough Gallery fue enfático en su afirmación: "Es la mejor exposición de Fernando Botero en toda su carrera". Edward Sullivan, uno de los más exigentes y famosos críticos de arte de los Estados Unidos dijo: "Tiene una total identificación y entendimiento de todas las personas, animales y cosas relacionadas con la corrida de toros. Aunque el tema es español, pienso que Botero ha regresado a sus raíces. A través de su imaginación, uno entiende no sólo los hechos, sino también su espíritu". La inauguración del jueves pasado en Nueva York, fue otra vez un éxito social y artístico. Con precios entre 15 y 30 millones por cuadro, todo estaba vendido, en total 25 grandes telas con un título genérico: La corrida, The bullfight paintings". Paralelamente, en la terraza de la Marlborough, los invitados, con la colonia colombiana en pleno, pudieron admirar también un buen número de sus esculturas en mármol y bronce. Botero se sentía como en casa, después de 15 años de estables y cordiales relaciones con la galería. En las paredes, sus telas enormes, de colores claros e intensos, con esas "instantáneas" de personajes del mundo de los toros. Allí, la maja, los diestros, los picadores, los caballos de ojos vendados, los toros potentes y embravecidos. Aquí, la cantadora de flamenco, el monosabio de pelo en pecho, el traje de luces azul y plata al lado del torero dormido. Allá, el patio de caballos y el alguacil de la fiesta. Enfrente, el tendido con gentes monumentales e individualizadas: la manola, la solterona, el agente viajero, el potentado...
Cierto, Botero vuelve a sus raíces. Una vez más los volúmenes de Ucello, y los colores, vuelven a sus cuadros. Las figuras vuelven a representarse con la "ingenuidad" de los primitivos italianos. La perspectiva, coma siempre, se rompe para ponerse al servicio del dramatismo. El picador, sobre su caballo, con arneses y lanza, es otra vez el orgulloso y estático caballero renacentista. La muerte del torero vuelve a ser un milagro de predela sienesa o florentina: el alma sube al cielo en forma corporal y entre nubes dos manos femeninas y regordetas lo acogen en el cielo. El mundo del ruedo vuelve a ser de gigantes y enanos; el héroe bien grande, el personaje secundario reducido a símbolo. Es grande o pequeño, sólo porque así lo exige la composición: si se necesita un gran blanco, Botero pintará caballos blancos y enormes. Si necesita una pequeña mancha roja al lado, pondrá al lado un torero rojo y diminuto. Si pinta un retrato-homenaje, Antonio Chaves "Chavito", por ejemplo, lo hará monumental, y utilizará el recurso clásico del fondo totalmente negro para destacar aún más al personaje. ¿Manera? ¿Virtuosismo? ¿Estilo, simplemente?
La corrida de Botero es un espectáculo alegre, plácido. Una fiesta de verdad. Con colorido. El drama sólo es cuestión de color. En "La Pica", por ejemplo, el burladero del fondo es cárdeno y el tendido se ensombrece, pero nada más. Y la tensión es un amasijo, un ringlete de colores, amarillo, rosado, rojo, negro y blanco. Los matadores tienen rostros inequívocamente españoles, caracterizados hasta la ironía, como ese retrato duro y hierático de "El guitarrista". Humor, también, en los carteles, con sus letras inexplicablemente invertidas: texto, pero no para leer sino para ser pintado.
De la Tauromaquia de Goya, sólo podría buscarse en Botero la división dramática de zonas de luz y sombra pero convertidas en color. Del esquematismo de las figuras taurinas de Picasso, nada hay en Botero. Sí habría mayor afinidad con las corridas de Francis Bacon: espacios de colores planos, horizontes curvos, tendidos que solamente son "zonas" indicadas con puntos para significar muchedumbre y aglomeración. El toreo se ha convertido en ballet, y como el mismo Botero aclara, sus pasos están detenidos en el tiempo y el espacio, "congelando" el movimiento. Ahora más que nunca se abandona al proceso de manchar y dar coloración, proceso que él explica así: "Este momento de crear el espectro del cuadro hay que hacerlo rápidamente: uno se lanza sobre la tela un poco como si fueran fuegos artificiales, aplicando el color. Dos horas de pelea, y de pronto el cuadro está ahí. Esa es la parte en que realmente se necesita ser pintor. Lo que sigue, ya es práctica del conocimiento de la pintura, esa capa final en que se integran los tres problemas al tiempo: composición, forma y color. Pero la mancha es la parte verdaderamente creativa de un cuadro". ¿Y la luz? "Yo no ponga luz en mis cuadros. Para sugerir un volumen sólo necesito poner una zona más clara y otro más oscura, pera nunca pienso como luz y sombra. Pienso en terminos de más-claro-color y más-oscuro-color". Y no hay que olvidarlo: Botero trabaja con la observación, pero pinta del recuerdo. No necesita modelos. En este sentido, su creación es absoluta, y a pesar de sus figuras monumentales y llenas de aire --o de carne, como un globo-- no son más que piezas en la trama abstracta del cuadro.--
El misterio de la corrida
Marcel Paquet crítico y autor del libro "Boterom, la filosofía de la creación: preparó el texto que acompaña el catáloga de la exposición del pintor en la Galería Marlborough de Nueva York y cuyos principales apartes reproduce SEMANA:
La corrida no es un espectáculo. Es más que eso: en realidad, un espectáculo sólo existe para ser visto; su esencia no puede ser separada de lo visual. Ahora bien, ver una corrida no es suficiente; no sólo debe uno entenderla, sino mucho más, uno debe vivirla o --si se prefiere-- ser capaz de experimentarla a través de una dimensión que toca la esencia de lo que es humano y cuyo origen, no hay duda, se perdió en la sombra del tiempo: "en los taurobolios del culto de Mitra, en las tauromaquias de Thesily, en el mito del Minotauro y más allá..."
¿Cómo puede uno asir tal esencia meta-visible? ¿Cómo puede uno percibir en una corrida esa otra dimensión donde está contenida su esencia? Es este el problema que Botero no sólo ha planteado sino que ha resuelto. En efecto, él sabe como abstenerse de imponer una visión externa de la corrida: Botero se ha apoderado de la corrida desde dentro de ella misma como si su ojo y la corrida en su totalidad fueran una sola cosa. Botero ha pintado la corrida como vista por sí misma; no se ha aproximado a ella desde las tribunas o la presidencia de la plaza, no desde un particular ángulo de visión. Su ojo se ha posado aquí y allá: en la arena del ruedo, en la lata plateada del revés de un espejo donde el matador se ha contemplado a sí mismo, en las supersticiosa imaginación de un aficionado, en el morrillo herido del toro, en la agitación del patio de caballos, en el alma de los músicos que tocan pasodobles, en los cafés donde se comentan los toros y donde se traman las intrigas amorosas (de las cuales el torero es el blanco)... En una palabra, Botero ha sacado a la luz todo lo que no se ve habitualmente, pero que, sin embargo, alimenta la existencia misma de la corrida.
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Botero ha conseguido dirigir las distintas fases de la corrida hacia su significado más profundo, hacia el lazo invisible que las ata al sacrificio religioso, a la más emocionante coreografía, al adiestramiento atlético, a la demostración de valor, a la seducción erótica, a la supervivencia del paganismo en el corazón de la modernidad cristiana... Sabe como ir más allá del espectáculo y su degeneración turistica, y captar lo que pudiéramos llamar la gravedad sensible de la corrida. Los lienzos de Botero incluyen la sensibilidad subyacente del toreo en el ámbito de lo visible. Se puede decir que consiguen resaltar la emoción, ese momento de gracia que corta el aliento y se mide en el grado y la duración del peligro de los cuernos. Se podría decir que atrapan ese momento no importa dónde ni cuándo: tanto en la bota de un bailador de flamenco como en los bordados de un traje de luces.
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Ha mostrado que tras el juego de la fuerza oscura y de la destreza luminosa, tras la crueldad de las heridas y la alegría de la música, la corrida tiende hacia un misterio más fundamental que Botero captura con maestría y precisión, con fuerza y ligereza. Los lienzos de la corrida, a los cuales quedará indisolublemente unido el nombre de Botero, hacen visible la sensibilidad en que hinca sus raíces la esencia misma del hombre. Le dan al alma humana la oportunidad de ver lo que el hombre lleva en su interior de más primitivo y tal vez de más sacrosanto, y que por lo general es desdeñado o negado. Sus cuadros dotan de un cuerpo visible al más alla, captan lo perceptible en su estado puro y son como un golpe perfecto. Estos cuadros representan una cumbre gracias a la cual la obra entera de Botero aparece como un subconjunto de sí misma y en consecuencia puede ser recreada por la voluntad de sus pasiones y de sus temas a favor del infinito manejable, de la misma manera que la fuerza salvaje y magnifica de los toros es dominada por el matador... Entre el equilibrio y el desequilibrio, entre la fuerza y la gracia, hay algo que sólo pertenece a Botero y que encuentra aquí su más alto logro.
Marcel Paquet