Especiales Semana

HISTORIA DE UN IMPERIO

19 de julio de 1982

En 1932, en plena crisis económica, don Mario Santodomingo dio el paso decisivo para establecer el imperio económico que hoy ha consolidado y extendido su hijo Julio Mario. Todo empezó en un Ford Azul.
Si quisiese buscarse en el pasado la semilla del poder adquirido hoy por la costa en la vida económica del país, habría que evocar, en una atmósfera de frescos caserones llenos de luz, de sillas de mimbre y ventiladores de aspas, la Barranquilla de los años veinte. La buena sociedad hervía entonces de jóvenes dinámicos, vestidos de linos impecables y tocados con "canotiers", apellidados Santodomingo, Pumarejo, Obregón, de la Rosa, Manotas, Abello, Cortissoz, Correa, Blanco, Dugand o Emiliani.
Estaban entre ellos los que habían traído al país los primeros automóviles, los primeros telares, los primeros aviones, los primeros teléfonos automáticos, los primeros proyectores de cine, las primeras emisoras. Eran pioneros, y su ciudad, la ardiente arenosa barrida en diciembre por las brisas, una ciudad pionera, ejemplar.
A ese grupo de jóvenes hombres de negocios, que se reunían en el club Barranquilla o en el club ABC y que todos los años escoltaban a la reina del Carnaval, pertenecía don Mario Santodomingo. La familia es oriunda de Panamá, de la época en que Panamá pertenecía a Colombia. Como excepción respecto de las buenas familias de la Costa, los Santodomingo habían pertenecido al partido liberal: inclusive un tío abuelo de don Mario, el el general Santo Domingo Vila, llegó a ser en el siglo pasado, una figura importante del radicalismo.
Nacido en Colón, donde su padre era banquero, don Mario Santodomingo fue hasta los cuarenta años un comerciante própero, riguroso y alerta con muy buenas conexiones en los Estados Unidos. Hombre firmemente arraigado a su tierra, acostumbrado a vigilar de cerca sus negocios, no se sentía muy a gusto viajando. París le aburría, los cabarets y los hoteles de lujo también (siempre andaba dándole vueltas a cualquier oficina de telégrafos para comunicarse con Barranquilla). La excepción era Nueva York. En Nueva York, con un poco de ojo y otro poco de olfato, las oportunidades de negocio se daban silvestres.
El no las desperdició. Junto con su hermano Luis Felipe, hombre fiestero y de buen humor, don Mario organizó la firma importadora Santodomingo y Cía. que, antes de la primera guerra, hizo buenas utilidades importando arroz de Siam. Luego, su mejor renglón de venta serían los chicles "Whigley", que toda una generación de colombianos mascaría en las primeras décadas del siglo.
La oportunidad de su vida, sin embargo, habría de encontrarla don Mario en el aciago 1932, cuando las repercusiones de la crisis mundial se hacían sentir en Colombia agrietando las escasas empresas industriales existentes en el país. Una de ellas fue la Cervecería Barranquilla, fundada en 1913, que dirigían Alberto Osorio y un venezolano de mucho brillo social, llamado Tirso Schernel. Hombre de una prominente familia que había encontrado dificultades en el dictador Gómez. Shemel era derrochador y alegre; no era exactamente el ejecutivo austero que requerían aquellos años de crisis. Un pagaré de 500.000 pesos, que hizo firmar a la empresa, acabó llevándola al borde de la ruina.
Fue entonces cuando un honesto contable y socio minoritario de la cervecería, Diofante de la Peña, convenció al hasta entonces comerciante Santodomigo de que invirtiera dinero en ella. Diofante sabía mejor que nadie la buena salud de aquel negocio, si se manejaba con rigor y buen pulso, y no con la alegre ligereza de quienes, hasta entonces, habían sido sus propietarios. Don Mario acabó por asumir el control de la empresa comprándosela a sus antiguos dueños.
Todo lo dispuso estratégicamente. A fin de evitar competidores en la zona, compró también la Cervecería Bolívar, de Cartagena, que en aquellos días de temporal financiero hacía agua por todas partes. Luego, como un general que se prepara a librar una batalla, dispuso su estado mayor. Nada de vividores alegres. Gente seria, madrugadora, organizada, sin más pasión que su trabajo. Como Diofante, su amigo. Como los alemanes Schmidt y Jacobs, dos fanáticos de la calidad que tenían en la médula, desde niños, el negocio de la cerveza. Como Lehner, un mago de las operaciones contables, capaz de desvelarse para defender diez centavos. (Hoy, es él quien sigue manejando las cuentas de la familia). Gentes como el curazoleño Mike Correa.
UN FORD AZUL TODAS LAS MAÑANAS
Lo demás fue instinto y trabajo. Casado con una bonita muchacha de la ciudad, Beatriz Pumarejo (cuyo padre, por llevarle la contraria a su familia, se había quitado del apellido el de Pumarejo y se había vuelto liberal), don Mario dejó de lado el amable y tranquilo negocio de las importaciones para entrar en el mundo más apasionante y complejo de la industria. No tuvo más tiempo para beberse un brandy con sus amigos del club Barranquilla. Todas las mañanas, a las seis, en el tibio y vibrante amanecer que desde el río se abre sobre la ciudad, un Ford azul descendía las tranquilas calles del Prado hacia el hervidero de Barranquillita, la zona de la ciudad próxima al caño, donde se alzaba la fábrica. Dentro del automóvil, conducido primero por Sandoval luego por Alberto, un mulato alto y circunspecto, muy barranquillero (que todavía tutea a Julio Mario y a su hermana Beatriz, como cuando eran niños) iban don Mario, su cuñado José Domingo Pumarejo y don Diofante.
Al llegar a la fábrica ya estaban allí, madrugadores también, los alemanes. Como cualquiera de sus obreros, don Mario timbraba tarjeta. Continuó haciéndolo, de viejo. ("Pobre señor", comentaría una obrera que no lo conocía,"debían jubilarlo").
Los sábados y domingos, mientras la ciudad se dispersaba en balnearios, clubes y estadios, el nuevo industrial estaba allí, en su oficina de la fábrica, revisando cuentas y balances. No tardó en darse cuenta de que Diofante, su amigo, tenía razón: bien manejado, el negocio era una mina de oro. Y Diofante de la Peña (sería siempre un hombre de confianza, escrupuloso y pobre: al morir sólo dejó en su cuenta bancaria 600 pesos) comprendió por su parte que don Mario no era solo un riguroso administrador, sino un hombre intuitivo, con el empuje, el olfato, y el apetito de un verdadero tiburón de los negocios.
Don Mario sabía medir sus fuerzas y aún respetar al adversario cuando éste era más fuerte. Estableció con Bavaria linderos prudentes y a la vez ventajosos. La cerveza "Aguila", de excelente calidad gracias al rigor de sus alemanes, no se vendería en el interior; pero quedaba de ama y soberana en toda la zona de la costa, región de buenos bebedores de cerveza. Allí estaban, todos los sábados, con el estrépito de las guarachas, de las últimas rumbas y los primeros porros, los alegres consumidores, contribuyendo a la prosperidad de la flamante Cervecería Barranquilla y Bolívar.
Una vez consolidada, dueña de una sorprendente liquidez, la empresa iba a permitirle a su dueño hacer nuevas inversiones en otros sectores claves de la industria: en los cementos, en astilleros, en aluminios y, desde luego, en empresas subsidiarias de la propia cervecería, para no hablar de una antigua y discreta pasión de don Mario: la aviación, desde los viejos tiempos de la Scadta. Así, a orillas del río, fue creciendo el nuevo imperio industrial, manejado por parientes y amigos, todos costeños, todos criados con "bollo e yuca" y mojarra; todos cortados por la misma tijera que el viejo.
Naturalmente que éste, previsor, desde muy temprano había pensado en asegurar su sucesión. Confiaba esencialmente en sus dos hijos, Julio Mario y Luis Felipe. "Pipe", el menor, que tenía en la ciudad una vasta cuerda de amigos, contertulios de "La Cueva" y de sus alegres bebedoros entre los cuales estaban siempre Alejandro Obregón y Alvaro Cepeda, murió apenas cumplidos los 30 años a consecuencia de un accidente automovilístico en la carretera a Puerto Colombia.
A partir de aquel momento, el manejo del ya intrincado complejo industrial de la familia estaba prometido al mayor de los hijos, Julio Mario.

CONDISCIPULO DE JACK LEMMON
Rara vez se da el caso de que los herederos de un imperio industrial tengan la garra de quienes lo fundaron. En este sentido, Julio Mario Santodomingo fue a la vez una excepción y una sorpresa. A comienzos de la década del cincuenta, las muchachas barranquilleras de la clase alta, que mataban su tiempo bajo los parasoles del Country Club, veían en Julio Mario a un "play boy" de desdeñosas cejas oscuras, aficionado al tenis, pero aparentemente sin ninguna vocación por los negocios. Niño aún, y quizá para sacarlo del ambiente de Barranquilla, poco exigente, su padre decidió enviarlo al entonces mejor colegio del país, el Gimnasio Moderno, de Bogotá, en medio de "cachacos" de buenos apellidos. En el exclusivo establecimiento de Ancover (Massachusets), donde terminó sus estudios secundarios, fue condiscípulo de Jack Lemmon, el actor, y de George Bush, el actual vicepresidente de los Estados Unidos.
Pero no fue en Harvard, ni en ninguna otra universidad americana, donde aprendió el manejo de las empresas, sino al lado de su padre, y en el olor a marismas, al polvo y el calor de Barranquillita, donde están las plantas y oficinas de la Cervecería. Sus comienzos fueron difíciles. El viejo era exigente, espartano, madrugador, desconfiado, alerta. No perdonaba errores. No se permitía derroches. Le era más grato conversar con Alberto, su chofer, que con cualquier engolado "snob" internacional. Julio Mario, en cambio, era mundano por formación.
Prefería los grandes hoteles, los autos veloces y los "nigth-clubs" al plátano frito, al polvo, los aguaceros, los arroyos, los sábados en el Country y las muchachas de Barranquilla a caza de marido.
Sus primeros negocios fueron, al parecer, desafortunados. Dos millones de pesos de la época se hundieron en una aventurada empresa pesquera. Los camarones del Pacífico resultaron esquivos y las observaciones del padre, caústicas. Pero Julio Mario acabó por aprender. Asimiló su extraña mezcla de audacia, de astucia y prudencia. Todo ello, poniendo más énfasis que el viejo en su afirmación de poder y moviéndose con más soltura y sofisticación en el ámbito internacional.
El relevo se produjo gradualmente. La brillante operación financiera que permitió al grupo Santodomingo en la Asamblea de accionistas de Bavaria de 1968 asumir el control de la empresa, mediante la discreta compra de acciones y la anulación de poderes que tradicionalmente habían invocado los antiguos socios mayoritarios, fue realizada por Julio Mario Santodomingo y sus inmediatos colaboradores, pero con la discreta supervisión de don Mario, su padre.
Cuando éste murió, Julio Mario había realizado ya por su propia cuenta la solida implantación del grupo en el sector financiero. En la última década, el grupo domina la industria cervecera del país, el transporte aéreo (avianca) la industria petroquímica y los seguros. A finales de los años 70 participaba en 120 empresas y los activos controlados eran superiores a 500 millones de dólares. Su control era de un 100% en entidades financieras tales como el Banco de Santander, Colinsa, Valores del Norte, Inversiones Caribe, Fondo La Nacional, Promotora del Atlántico, Inversiones Antioquia, Inversiones Magdalena, Inversiones Moderna.
Hoy es mayoritario, en proporción considerable, en las empresas de inversiones dependientes de Bavaria, La Nacional de Seguros, la Colombiana de Seguros y las Corporaciones Financieras de Santander, del Norte y a través de Colseguros, el Banco Comercial Antioqueño.
Diseñada por Julio Mario Santodomingo, la estrategia del grupo ha sido realizada en su gran mayoría por ejecutivos costeños. En este aspecto, el heredero del imperio no se aparta de la línea trazada por su fundador. Barranquillero raizal, don Mario confiaba esencialmente en la gente de su tierra e inclusive en los alemanes ("gente seria", decía ), pero nunca en "cachacos". Su equipo estaba formado por amigos cercanos y por parientes que, en los buenos tiempos, lo habían acompañado en las tertulias del club Barranquilla.
Durante años, el hombre de más confianza de Julio Mario Santodomingo fue el escritor Alvaro Cepeda, nominalmente director de "Diario del Caribe", pero en realidad hombre orquesta para gran número de gestiones industriales y financieras. Nacido en Ciénaga, Cepeda era costeño desde la punta del pelo hasta las uñas de los pies. También lo es, dentro de una modalidad menos colorida, quien lo reemplazó, después de su muerte, en la confianza de Julio Mario: Francisco (Pacho) Posada de la Peña. Abogado, parlamentario, Ministro de Justicia, Posada de la Peña, un hombre tímido, inteligente, a veces sarcástico y con una secreta pero ambiciosa vocación de poder, se ha convertido hoy en el brazo derecho del imperio Santodomingo. Sobrino de aquel Diofante de la Peña, leal colaborador del viejo Mario, Posada abandonó el mundo de la política, en el cual tenía prometida una brillante carrera, por el mundo de las altas finanzas. Y lo ha hecho bien, con suma habilidad.
Roberto Pumarejo (para sus amigos, "La Bruja"), primo de Julio Mario, es otro caso típico del sentido de clan que domina en el grupo. Su padre, José Domingo, había sido no sólo pariente, sino muy cercano amigo del viejo Mario. "Play Boy", soltero impenitente, Roberto era hace algunos años no sólo un resbaloso partido de las muchachas de Barranquilla, sino el propietario de una discoteca de moda llamada "El Gusano". Allí pasaba sus noches, en medio de luces sicodélicas, hasta que Julio Mario lo envió al frío altiplano bogotano para que tomara asiento en las juntas directivas de diversas empresas controladas por el grupo y ocupara la flamante presidencia de Colseguros.
Cure, flemático y displicente, es otro de los hombres del grupo que debieron cambiar sus trajes ligeros por ropa de paño, para ubicarse en la capital. En el caso de Cure, a fin de manejar ese imperio dentro del imperio que es Bavaria. El cuarto hombre clave, Pedro Bonnet, es una adquisición sorprendente. Cuando joven, fué militante y dirigente de las juventudes comunistas y estrecho amigo, en Santa Marta, su tierra natal, de otro samario, también comunista, que tumbaba mangos con él: Jaime Bateman Cayón, hoy jefe del M-19.
El grupo ha desmantelado la costa de ejecutivos para lanzarlos sobre la capital. Inclusive ha echado mano de aquellos prominentes cívicos de Barranquilla, estrictos y puritanos, que en otros tiempos Alvaro Cepeda llamaba desde las columnas de "Diario del Caribe" con el calificativo de "bobales". Hoy también aquellos "bobales" --que desde luego no lo son-- han emprendido el ascenso de la cordillera para manejar empresas del grupo. ¿Un ejemplo? Eduardo Verano Prieto, presidente de la Nacional de Seguros.
Desde aquellos lejanos tiempos en que un Ford azul bajaba del Prado hacia Barranquillita, el imperio ha echado hondas y largas raíces en el mundo industrial y financiero del país. Es una piedra angular del nuevo poder costeño.