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Beatriz González nació en Bucaramanga. Hoy es una de las más admiradas artistas colombianas. Foto: Camilo Rozo.

CINCUENTA AÑOS DE “LOS SUICIDAS DEL SISGA”

Los años de formación de Beatriz González

Su obra ha sido acogida por la Tate Modern y la Serpentine Gallery de Londres, y fue incluida en una exposición en el MoMA. Aunque es una de las artistas más brillantes de la segunda mitad del siglo XX en Colombia, pocos saben quién es Beatriz González.

Halim Badawi* Bogotá
23 de octubre de 2015

Cómo fue su llegada a Bogotá?

La primera vez que estuve en Bogotá tenía 5 años. La ciudad era divina, vivíamos en la Pensión Alemana, en la calle 23. Mi papá, Valentín González, era representante a la Cámara. Luego nos pasamos al lado del parquecito de la calle 43, había tres casas-quinta y mi mamá alquiló una de ellas en vista de que se prolongó el período de mi papá. Regresamos a Bucaramanga cuando lo nombraron alcalde. Luego fue gobernador, secretario de Hacienda y secretario de Gobierno, y además, fue presidente de la Federación Nacional de Cafeteros en Bucaramanga. Y yo, tan ingenua, llegué una vez al colegio diciendo que mi papá era presidente de la República. Todavía me pongo roja de la vergüenza cada vez que me acuerdo.

¿Y el regreso a Bucaramanga?

Éramos un poco diferentes, tal vez por haber vivido en Bogotá. Mi papá era un señor muy querido, y todos los viejos allá eran godos, como si se hubieran tragado un paraguas. Eso se respiraba en mi casa. Mi mamá era una crítica tremenda, tenía fama de escribir bien: cuando mi papá recitaba un discurso, la gente decía que se lo había hecho mi mamá.

En Rionegro (Santander) teníamos un campo maravilloso, una zona planificada por los alemanes que vivieron allá a finales del xix. Recuerdo un edificio con arcos de ladrillo, uno se sentía como en la época de los romanos. Y los caminos eran empedrados y la naturaleza era muy buena por el clima, y se daba panela y llegaba mucha gente de otras regiones a moler caña. En el segundo piso las mujeres seleccionaban los granos de café. No sé cómo no fui artista abstracta, porque me la pasaba haciendo dibujos abstractos sobre el café asoleado, con cuatro palas.


La actualidad ilustrada (1974),Beatriz González
Serigrafía sobre papel
65 x 70 cm
Colección Banco de la República

¿Y usted conocía artistas de la región? ¿Cuáles fueron sus primeros contactos con el arte?

Sí, tuve contacto con Segundo Agelvis, porque mi mamá era compañera de colegio de su esposa. Él hizo la obra que más me impactó en la época: los mármoles falsos de la iglesia de la Sagrada Familia de Bucaramanga, que por desgracia fueron blanqueados; las bancas eran pintadas como mármoles falsos, rojos y anaranjados, y la cúpula tenía bandas azul turquesa y vino tinto. En general, Bucaramanga tenía unos colores maravillosos: la Gobernación era de un amarillo tostado hasta que llegó un gobernante estúpido con la obsesión de barnizarla de blanco. Había un Palacio de Correos bellísimo, hecho por el arquitecto Pablo de la Cruz. Ese despliegue de colores me influyó mucho.

En mi casa había litografías francesas que eran de mi abuelo, algunas recordaban a Millet. Tal vez eso despertó mi gusto por la pintura. Según los testimonios, yo dibujaba bien: una vez, una monja nos puso a dibujar una mandarina en carboncillo. Cuando la monja vio la mandarina que yo había hecho, dijo: “¡Una artista! ¡Una artista!”. Eso me sirvió muchísimo, porque mi hermana Lucila era la mejor del colegio, la estrella que ganaba todas las medallas, la actriz de las comedias. Una vez me pusieron a mí en una comedia y quitaron el acto. Yo lo que hacía era dibujar y mis compañeras decían que lo hacía muy bien.

Las monjas del colegio eran alemanas y suizas, habían llegado a Pasto desde el Ecuador expulsadas por el presidente Eloy Alfaro. Luego se expandieron por el resto del país y llegaron a Bucaramanga a fundar un colegio de niñas pobres. A mi mamá le parecían malísimos casi todos los colegios de la ciudad, por eso se reunió con las monjas para rogarles que nos recibieran. Las monjas dijeron que ahí solo recibían niñas pobres, pero mi mamá les rogó tanto que al final nos aceptaron. Nosotras teníamos como compañeras a hijas de carpinteros y vendedoras de la plaza de mercado. Eso fue importante porque incentivó el lado democrático de mi casa, que era distinta a todas. Mi papá era liberal demócrata, pero no gaitanista, que quede claro.

¿Qué publicaciones le llamaban la atención en esa época? ¿Qué objetos había en su casa?

La revista Vida llegaba todos los meses. Era importantísima, la dirigía Santiago Martínez Delgado y la ilustraba Sergio Trujillo Magnenat. Mi mamá recibía una revista argentina llamada Para ti, que tuvo una entrega en la que solo venían reproducidas obras de arte, y sacó y enmarcó las láminas de Anthony van Dyck y Joshua Reynolds. Cuando hicimos la primera comunión nos regalaron un marco de vidrio bombé con la Ascensión de Cristo de Rafael, que puse sobre mi cama. Esos son los contactos con el arte universal a través de mi mamá. También, había unos medallones de plata con apariciones de la Virgen, muy bien talladas por plateros de Bucaramanga. Creo que crecí rodeada de cosas de buen gusto, y eso fue muy importante.

Los objetos que me rodeaban me fueron moldeando. Había un soporte de helechos en cerámica de Sèvres, y ese tiene que ver con las siluetas que hago ahora: la cerámica incluía una niña francesa y otros niños alrededor en relieve negro. A los 12 años, luego de unas vacaciones, mis padres me trajeron unas conchas de Cartagena, sobre las que pinté siluetas en plumilla y tinta china: recuerdo haber hecho un pesebre y un paisaje con palmeras. Eso era muy ingenuo. Teníamos una lámpara verde de estilo Tiffany, del mismo verde que uso en mis pinturas. Mi hermana tiene un cuadro que pinté mucho después, unas ánimas benditas, una de ellas con la cara verde, igualito al verde de la lámpara. Pero cuando llegó el momento de elegir qué estudiar, nunca dije que quería ser pintora, a pesar de que mi papá decía que “la niña era una artista”.

¿Cómo fue el paso a estudiar Arte?

Me fui a estudiar Arquitectura a la Universidad Nacional en Bogotá, y fue un rotundo fracaso. Me iba bien en matemáticas, pero no podía pintar un banco boca arriba. Hice dos años. Me convencí y mi papá también me convenció de que no era para mí. Prácticamente no dormía. Me fui a Bucaramanga y empecé a diseñar vitrinas para un amigo de mi papá. Mientras tanto, mi hermana Lucila me trajo dos libros de Londres, uno de Miguel Ángel y otro de Degas, y empecé a copiar a Degas. Tenía alrededor de 19 años.

Regresé a Bogotá alrededor de 1957 a tomar un curso sobre el Renacimiento en Italia dictado por Marta Traba en la Universidad de América. El curso era maravilloso, quedé seducida, estuve un año. Ingresé a clases de Filosofía, quería ser filósofa, y tomé Historia de la Filosofía con Andrés Holguín, al mismo tiempo que Bellas Artes, una carrera flojísima. Me fascinó Humanidades, el primer año leímos 40 libros, luego me metí de lleno a Filosofía estando matriculada en Bellas Artes. Mi sueño era ser discípula de Danilo Cruz Vélez y estudié Metafísica con él durante tres años.

Paralelamente, en segundo año, empezó la necesidad de tener un estudio, y mis compañeras lo consiguieron: Camila Loboguerrero, Gloria Martínez, Elisa Gómez y Ana Murillo, lo que permitió iniciar una sana competencia con ellas; esto me convenció de ser artista. Nosotras pintábamos y teníamos unas reglas: ninguna podía hacer cosas que fueran de la clase. Entonces Marta Traba bajaba a nuestro estudio porque nos adoraba. En la Escuela de Bellas Artes éramos 90 mujeres, no había hombres, y Marta traía a José Gómez Sicre, el crítico cubano, a ver nuestras pinturas. Gómez Sicre tenía sus preferidas y yo no estaba dentro de ellas. Nuestros clientes eran los estudiantes de Arquitectura, que compraban nuestros dibujos en 1961. Yo entré en 1959.

Tuvimos cuatro años de Historia del Arte con Marta. También, desde tercer año iba el pintor Juan Antonio Roda, un señor increíble. El último año, Roda se fue a una universidad de Estados Unidos durante un mes y nos pidió que en su ausencia pintáramos un cuadro. Pinté Los cretinos del pan pan, era horroroso. Faltaban tres días para que regresara Roda y era una cosa terrible. Entonces, tomé un afiche que él nos había regalado, un detalle de La rendición de Breda (1634-1635), de Diego Velázquez. Viendo ese detalle, eché un poco de trementina verde (Marta me llamaba “la niña de los verdes”) y pinté muy rápido. Se volvieron locos con mi cuadro, era maravilloso. Marta bajaba personas a ver la pintura.

A pesar de un ofrecimiento para ser profesora en Los Andes, decidí irme a Bucaramanga, la resolución más clara que he tomado en mi vida. Allá hice “encajeras” de Vermeer, porque yo había hecho para Marta una tesis sobre el pintor Johannes Vermeer. Hice algunas variaciones sobre el tema, casi abstractas, porque simultáneamente leía el libro De lo espiritual en el arte, de Wassily Kandinsky. Iba pintando según lo que iba leyendo. En eso, me llegó una carta de Marta diciéndome que el Museo de Arte Moderno de Bogotá había decidido lanzar artistas jóvenes y yo era una de ellas. Empecé a trabajar como loca.

En 1964, participé en el Salón de Intercol. Aunque a Gómez Sicre no le gustaba mi obra, Obregón estaba fascinado. No eran encajeras sino vermeerianas. En ese momento, Obregón dijo que yo “era la artista del futuro”. Eso para mí fue sumamente importante. Me dieron una mención. Hago un paréntesis: pasaron diez años, yo trabajaba en el Museo de Arte Moderno (trabajé 14 años ahí) y el museo le hizo una exposición a Obregón. Yo era muy tímida, sin embargo, me acerqué a ese monstruo que era Obregón, porque además era un hombre divino, y le dije: “Maestro, quiero decirle una cosa: usted, en 1964, me dijo que yo era la artista del futuro”. Él se quedó mirándome y me dijo: “Ah sí, ¿y por qué no fue?”. Creí que había oído mal, pero luego dijo: “Las mujeres son constantes para todo, menos para el arte y el amor”.

Toda esta cosa vermeeriana me empezó a aburrir. Como bien educada por Marta, odiaba a Rayo, entonces empecé a ver que las faldas de las mujeres vermeerianas se estaban volviendo abstractas. Por eso cambié, empecé a pintar niñas. Buscaba fotos de niños chiquitos para pintar, me los inventaba o los sacaba del periódico. Lo primero que hice fue un grupo de niñas muy boterianas. Cuando expuse en el Museo La Tertulia de Cali, evidentemente la gente dijo que eran boteros. Pero Alfonso Bonilla Aragón escribió un artículo explicando por qué yo no era Botero. Para ser honestos, hasta yo veía que pintaba boteros.

Pero algo era diferente: las niñas tenían la cara de Lyndon B. Johnson, presidente de los Estados Unidos. Por eso se llaman Las niñas Johnson. Yo estaba en crisis, era una señora que pintaba unos cuadros bonitos, y ahí apareció la foto de Los suicidas del Sisga, robada por El Tiempo a El Espectador. Como en El Tiempo ahorraban tinta, la imagen se simplificó con respecto a la de El Espectador, y eso era lo que yo estaba buscando. Podía admirar mucho a Botero pero yo no quería ser él, y tampoco quería ser Lucy Tejada, quería ser otra cosa, tal vez estar en la mitad. Y ahí se me apareció la Virgen, y esa fotografía fue definitiva para mí. Eso me ayudó mucho.


Los suicidas del Sisga, Beatriz González, 1966.

Lea la historia de Los suicidas del Sisga, una de las obras que cambió la historia del arte del país.

Mandé la pintura de Los suicidas del Sisga (1966) al Salón Nacional, y la rechazaron porque Jorge Zalamea dijo que era un Botero malo. Realmente, Los suicidas no tenían nada que ver con Botero.
Entonces Marta se enteró y vio el cuadro (esto me lo contó Alicia Baráibar), y ella lo hizo meter por encima del jurado, y terminé ganándome un premio especial compartido con Antonio Grass. Todos mis premios en salones nacionales fueron compartidos, nunca gane en solitario. El premio fue como si prendieran una linterna y yo supiera inmediatamente a dónde ir.

Me fui a la carrera sexta con calle 12, en el centro de Bogotá, a comprar láminas de próceres, mitos, santos y bodegones. Me empezó a chocar la finura del lienzo, el bastidor y el óleo. Entonces, en el parqueadero El Libertador, en la calle 19, había un óvalo hecho por un señor Valenzuela, que pintaba anuncios publicitarios. Le pedí que me hiciera óvalos en metal y empecé a pintar los próceres sobre ellos.

Hice una exposición en la Universidad Nacional, en 1967, invitada por Marta Traba, en la que quedó en evidencia mi transición. Yo había pintado náyades, mitologías y próceres, pero en esa muestra se veían unas náyades perfectas y otras con pinceladas sucias en la nariz (una de esas náyades la tiene ahora el MoMA, se titula Rionegro Santander [1967]). Quería pintar Rionegro, un pueblo liberal en el que habían acuchillado a la Virgen de Chiquinquirá y habían puesto la estatua del general Santander de espaldas a la iglesia. Ese pueblo tenía unos colores maravillosos.

Empecé a rechazar esa pintura fina (yo tenía buenas pinceladas aprendidas de Roda) y decidí pintar sucio, con pinceladas torpes y perfiles mal recortados. También abandoné el lienzo y el óleo, preferí pintar sobre metal y el señor Valenzuela me hacía los soportes. Pinté al Señor de Monserrate. Y ahí llegó el momento cumbre de mi carrera, cuando fui con Urbano a comprar unos bultos de cemento a Los Mártires (Urbano es arquitecto), y la señora que vendía los materiales tenía una cama-radio, porque ahí se ponía el radio. Con Urbano, fascinados, la compramos sin saber que íbamos a hacer con la cama. La metimos en el carro, la llevamos al apartamento y resultó que el ancho de la cama era del mismo tamaño del Señor de Monserrate que había pintado, y terminé incrustando el cuadro. Ahí inventé los muebles. Fue un momento azaroso y emocionante, una epifanía, un milagro. De mis muebles, un periodista muy chistoso de la Bienal de São Paulo afirmó que yo pintaba con amarillo bilis.

Me empezó a fastidiar el transporte y almacenaje de los muebles, y por eso empecé las cortinas y telones alrededor de 1978. En el 76, participé en la exposición Vive la France, con un telón basado en el cuadro Almuerzo sobre la hierba, de Édouard Manet. Ahí dejé los muebles y pasé a las telas para doblar. En ese momento me dije “no más versiones de la historia del arte”, fue una llamada de atención dentro de mí. Entonces, hice ese performance que fue despedazar ese cuadro mío, de diez metros de Renoir y lo vendí por centímetros lineales: algunos compraban 150 centímetros y otros uno, mientras la tela desaparecía. Ahí empecé una nueva etapa.

En resumen, ¿cómo ve usted este momento de su vida en que está siendo revalorado este período?

Realmente lo veo como un capítulo, como unas estaciones en el desarrollo de mi carrera, en la que indudablemente fui ayudada por el azar y por la presencia de diversas epifanías.

*Crítico de arte