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Velandia nació en Piedecuesta, Santander. Su música bebe de ese origen rural. Fotos: Leo Carreño / @xikaria.

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Las rasqas de Edson Velandia

Para quienes aún no han tenido la dicha de conocerlo, un perfil no definitivo de una de las figuras más inclasificables del nuevo sonido colombiano.

Jaime Andrés Monsalve B.*
29 de octubre de 2019

Este artículo forma parte de la edición 168 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

I. Mera rasqa

Una tarde de finales de 1992, Germán Velandia llegó bañado en gloria: regresó a su pueblo estrenando carro. Pocas veces en la agitada población de Piedecuesta fue tan comentada la llegada de un vehículo, pero no era para menos: desde hacía un par de años, el espigado y bigotón Velandia, siempre de rigurosa corbata y un rictus de pasmosa seriedad, se había metido a miles de hogares colombianos como uno de los concursantes más ingeniosos de la sección Los Cuentachistes, del programa de televisión Sábados Felices. Un día fue tanto el cántaro al agua que al final ganó, y regresó motorizado y bañado en gloria.

Antes de eso, don Germán trabajaba en carros ajenos. En un taller de metalmecánica se dedicaba a pintar los letreros y las líneas exteriores de los buses de servicio público, en una suerte de oficio artístico del que él no era del todo consciente. Luego vendrían los libretos para radio y sus participaciones en el célebre espacio humorístico. “La sensación que había en la familia es que él era un vago, pero la realidad es que a él nunca le importó ganar dinero. Lo suyo siempre ha sido gozar la vida”.

De don Germán, aparte de la desmesura de su humor, Edson Augusto Velandia Corredor obtuvo el zurrugueo de la carranga. Temas como “Las profesiones” y “La suegra marihuanera”, que todavía suenan en las ferias y fiestas santandereanas, calaron hondo en su vocación. A ello sumó su interés por el teatro, que empezó a explorar a partir de los dieciséis años en el colectivo Gestus, de su población adoptiva (Velandia es bumangués, y a sus nueve años se convirtió en piedecuestano o garrotero, como los llaman desde la época de la Violencia por su particular manera en que antaño dirimían los desacuerdos).

De ahí a interesarse por la música hubo un paso nada más. Primero haciendo uso de las canciones de moda; luego estudiando en la Universidad Autónoma de Bucaramanga, donde el legendario compositor antioqueño Blas Emilio Atehortúa le cambió la visión de mundo. Ahí conoció a varios colegas, entre ellos el también aspirante a cantante y compositor Sergio Arias, con quien conformaría su primer proyecto dedicado a la exploración de las raíces de la música tropical aunada con elementos del rock, el funk y el jazz.

Hoy, Cabuya sigue siendo una banda que suena en radios universitarias y culturales, una suerte de leyenda que no se quedó en el mito gracias a un único trabajo discográfico, Comenzó el garroteo (2004), que incluía temas compuestos por Arias y Velandia, a veces juntos, a veces por aparte, como “Me gusta el porro”, “Guabinaresa”, “Yesca”, “Melcochas” y “Palenque estéreo”. De ahí provienen al menos tres canciones que luego pasaron a formar parte del repertorio solista de nuestro héroe: “Perra vida”, “Amaneció” y “El billetico”. También fue una época en que los intereses teatrales decantaron en una suerte de primer performance argumental-musical en escena, “La mafia del aguacate”, del que sobrevive la canción con ese mismo nombre.

Cuando se disolvió Cabuya y aparecieron casi de manera paralela los proyectos solistas de cada líder, de inmediato se descubrió la riqueza de ambas propuestas y las muy notorias diferencias entre cada una. Arias siguió con su nueva agrupación, Malalma, mientras que Edson volvió al ruedo con Velandia y la Tigra, banda que sumó a la particularidad de su sonido letras en las que el giro inesperado se junta con el neologismo –a veces con la palabra altisonante– y con toda una serie de elementos estéticos visuales que ya empezaban a acusar una inusitada originalidad a partir de la referencia más colombiana y, a veces, del gusto más discutible. En su trabajo debut, Once rasqas (2007), la imagen en portada de una suerte de patriarca barrigón con cabeza de burro en el ambiente de un balneario turístico venido a menos marca el inicio definitivo de esa estética.

Convengamos en que la rasqa no es un género, en palabras del mismo Velandia, porque no es una música tocada por una comunidad. Tampoco es una mezcla de géneros ni funciona en ella el concepto de fusión, pues hace mucho rato que el artista trabaja de una manera orgánica, lejos del patrón en boga cuando arrancaba en la música, que les servía a las bandas bogotanas de la escena independiente de entonces como un ejemplo a seguir.

Sería mejor hablar de la rasqa como el espíritu más próximo a la creación del santandereano, pues es todo menos un llamado a la uniformidad. “Las características técnicas o morfológicas o conceptuales de mis temas nunca son las mismas –me dice–. A veces compongo de manera muy tonal y otras veces, muy disonante. Puedo hacer un bambuco clásico, pero no va a sonar así porque hay cosas en las palabras que no son clásicas; hay una poética que es la de mi lenguaje cotidiano”.

En su crónica “El terco”, incluida en el libro Iberoamérica sonora, el periodista musical Luis Daniel Vega hace la siguiente taxonomía: “Entre 2006 y 2015, Edson Velandia escribió noventa y tres canciones (rasqas) que se pueden leer como libreta de apuntes, colección de poemas, conjura para el mal de amor, manifiesto acerca de la infamia colombiana, libro de humor para caballeros y damas concupiscentes, arrullos para niños delirantes, liturgias para despedir muertos inesperados, cantinelas de campesinos, vademécum, manual de aliteración y compendio de supercherías”.

Velandia simplifica la cosa: “Nunca he sido completamente acertado a la hora de definir la rasqa, creo yo. Lo más lógico y preciso es decir que es la música que yo hago, como quien se ha inventado un plato pa’l almuerzo”.

Edson Velandia es famoso por usar en algunos videos y conciertos una máscara de burro hecha con papel maché. Aquí aparece con una blanca que ya reemplazó con otra de color negro. Fotos: Leo Carreño / @xikaria

II. A miles canallas, miles cantautores

Desde hace un tiempo, Edson Velandia viene presentándose solo, con su guitarra. Como proyecto, Velandia y la Tigra va y viene. En 2018 celebró en vivo, con la aparición de un EP en vinilo de 45 RPM, los once años de Once Rasqas. Hacía buen rato que la gente no coreaba “Ánima”, “Dejó”, “Farra garrotera” y un clásico de clásicos como “El sietemanes”, primer corte del disco, esa suerte de declaración de principios con la que empezó todo: “Yo soy el calvo, / el inventor de casi todos los mejores pasos, / yo soy el más de los rasqas. / Por eso hay liebres que me quieren dar la talla / y sé que hay hembras que quiérenme dar bocao. Yo soy campero, / el diestro de la herramienta”.

Hace unos días, Velandia se presentó en Bogotá al lado de la juvenil agrupación carranguera Los Rolling Ruanas. Para sus incondicionales hubo tres estrenos absolutos que agradecieron con risas y aplausos; para quienes no lo conocían, el regalo fue su verso asilvestrado, puntilloso y cargado de hipérbole. “Qué muchacho tan chistoso pero tan grosero”, se le escuchó decir a una dama presente en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán.

Hace mucho rato que Velandia encuentra poesía en todos los lugares. Oyentes de su generación han dedicado sin ambages, a sus amores logrados y fallidos, temas como “Amanecío”, “Balada”, “Calavera” o “La circunstancia”. Y de la misma manera que puede recordarnos que “es un privilegio morir de amor / si la vida casi no vale nada”, en otras tónicas puede hablar fácilmente de “la cuca y los pelos del culo”, o en algún tema terminar “subiendo mi palanca dura en su papaya dispuesta”. Y como si fuera poco el riesgo, en canciones tan estremecedoras como “La muerte de Jaime Garzón”, que narra su percepción de los últimos segundos de vida del humorista con una pistola apuntando en la frente, no teme acusar ni dar nombres propios.

Hubo un tiempo en que el juglar parapetaba sus versos más estrambóticos detrás de una pesada máscara de burro de papel maché, una suerte de reelaboración del arte gráfico de su primer disco que dio como resultado al personaje de Miles Broncas, presente en la portada de Superzencillo (2009), segunda producción con la formación original de La Tigra, con temas infaltables como “Gloria del monte”, “El maestro”, “Guarapera” y “Chuvak”. La máscara de burro se paseó por varios lugares de la geografía latinoamericana e incluso por el cine, hasta que una suma de circunstancias operativas (“esa joda pesaba mucho”, cuenta) y de renovación (“la puesta en escena la podía construir desde lo musical”, explica) hicieron que se perdiera en algún paraje austral del continente.

Sin embargo, el parapeto que una vez significó aquella máscara regresó, ad portas de las elecciones presidenciales de 2018, para cantarles la tabla a los políticos. Canciones como “Iván y sus bang bang”, “Perdón y pilas” o “Su madre patria” funcionan mejor como fenómenos virales de internet, explica el cantautor, con el elemento paródico del disfraz. “Ahí el burro es muy útil, porque sigue siendo una posibilidad teatral, visual y estética para canciones que son panfletos, en cuyos videos funciona más la parodia a través de una máscara que dando la cara”.

Además, el burro es uno de los personajes principales de La bacinilla de peltre, ópera en clave de rasqa, pieza tremendista, virtuosa y escatológica, ganadora del estímulo a la dramaturgia en 2012 del Ministerio de Cultura.

Velandia nació en Piedecuesta, Santander. Su música bebe de ese origen rural. Fotos: Leo Carreño / @xikaria.

III. ¿También ópera?

Sí. Ópera. Es una más de las líneas que ha interesado a un inefable como Edson Velandia. Entre la disolución de Cabuya y la creación de La Tigra, sin ir más lejos, grabó su primer disco pensado para la infancia, Sócrates (2007), del que participaron los niños del Jardín Infantil La Ronda, de Bucaramanga. Once años después llegó Montañero, segundo eslabón de esa faceta, hoy con la conciencia adicional que le determinó la paternidad. Justamente su hijo, Luciano Awa, decoró con sus dibujos el libro que acompaña al disco, del que participa además su esposa, la cantautora Adriana Lizcano. Ambos trabajos hacen manifiestas visiones de la ciudad, del campo y de los recursos con que los más pequeños se identifican, sin que falte una dosis de esa suerte de “venenito” que el santandereano gusta de servir.

Y así podríamos seguir enumerando proyectos y quijotadas: Edson Velandia ha grabado cuatro trabajos con La Tigra, pasando por el muy explícito Oh, porno! (2010) y el fragmentario Egippto: reqien rasqa pa Cielito (2011), todos ellos para su propio sello, Cinechichera. Adicionalmente, hizo un EP de edición limitada en homenaje a una de sus mayores inspiraciones, el poeta León de Greiff; y ha sido responsable de las bandas sonoras de cintas como La sociedad del semáforo (2010), de Rubén Mendoza, y Pariente (2016), de Iván Gaona.

Sus escarceos con el lenguaje más contemporáneo lo han llevado a hacer sesiones improvisatorias, por fortuna un par de ellas grabadas, como Aputói: canción de un solo tiro, registrada en vivo en 2015 en el bar Matik Matik de Bogotá con un nutrido grupo de músicos colombianos de vanguardia.

Su interés por la canción de autor en su formato tradicional ha quedado plasmado en su primer trabajo solista con voz y guitarra, El karateka (2016), una producción que no por íntima resulta menos desmesurada, en la que se da a explorar letras creadas solo con palabras agudas, con presencia excesiva del dígrafo ch, y alguna otra estrictamente con palabras graves. Hoy, la gran mayoría de las exploraciones del músico van encaminadas por esa vía. En sus letras y en sus armonías, sin proponérselo, Edson Velandia es a la vez Frank Zappa, Leo Maslíah y Enrique Jardiel Poncela.

Artistas como Carmelo Torres y Los Toscos, Las Áñez, Mula y Los Rolling Ruanas han invitado a Velandia a hacer colaboraciones en sus discos. Mientras lo hace, tiene tiempo de componer para su Bin Ban, proyecto de formato big band ante el cual se planta el artista blandiendo un machete a manera de batuta; va fraguando letras que puedan formar parte de otros libros como su Cancionero rasqa (2015); y puede ir pensando a la vez en la curaduría de la próxima edición del Festival La Tigra, que se realiza a principio de año desde hace tres, por supuesto en su adorada tierra garrotera, con invitados de toda suerte de manifestaciones. “Es un festival endémico –explica–, existe porque el pueblo tiene una onda cultural muy intensa, con gran influencia del circo y del teatro”.

Pero el festival, los discos, las colaboraciones, las giras, la composición y el performance obedecen a un mismo gran y redondo interés, producto de la enorme ambición de Edson Velandia, un polímata de lo contemporáneo. “Piedecuesta enseña que se puede uno meter a un combo a hacer audiovisual, bailar, componer música, escribir… Pero a eso hay que sumarle que las vueltas hay que hacerlas, en lugar de soñarlas. Porque hacerlas no implica que un día las vas a hacer, sino que hay que empezar a hacerlas ya. Tras ese pensamiento está toda nuestra filosofía, que tratamos de llevar también hacia lo pedagógico: hay que lograr un país más bacano, alrededor del arte. Por eso es que hacemos cada cosita que hacemos”.

*Monsalve es jefe musical de Radio Nacional de Colombia y crítico musical de ARCADIA.