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En la noche del 12 de agosto de 1961, el gobierno de Alemania Oriental levantó el muro en una operación relámpago. Casi 30 años después, los guardias ayudaron a tumbarlo.

HISTORIA

El muro de Berlín, el final de una era

Cuando los alemanes se levantaron contra el muro de Berlín, se aceleró el final de la Guerra Fría. Radiografía de un momento histórico que contribuyó a crear el mundo actual.

1 de noviembre de 2014

El 9 de noviembre de 1989, un martes, cayó el muro de Berlín. Llevaba casi 30 años en pie como máximo símbolo de la Guerra Fría, que dividía a grandes rasgos a la humanidad en dos bloques antagónicos: el bloque comunista de la Unión Soviética y el capitalista de Estados Unidos.  La sorpresa fue enorme: las generaciones nacidas después de la Segunda Guerra Mundial estaban convencidas de que ese sistema equilibrado a punta de amenazas mutuas de destrucción apocalíptica se mantendría para siempre. Solo los analistas más expertos podían prever que podía terminar, pero en todo caso, no antes de diez, 20, 30 años.  Pero pasó casi de un momento a otro. Y el vertiginoso derrumbe final del bloque soviético comenzó en esa noche increíble.

En ese año crucial los hechos se habían desencadenado y ese martes, el moribundo aparato estatal de la  República Democrática Alemana mostró su incapacidad.  Pocos días antes había caído Erich Honecker, su segundo y penúltimo gobernante. El reemplazo, su lugarteniente Egon Krenz, no había logrado aplacar a los ciudadanos, que desde mediados del año estaban abandonando el país, por las recién abiertas fronteras de Hungría y Checoslovaquia, con destino a la anhelada República Federal de Alemania. Krenz sabía que la situación económica era desesperada, pero trataba de convencerlos de que, caído Honecker, había llegado un verdadero cambio.

En la tarde, el gabinete acordó una medida para ganar tiempo. Decidió crear unos permisos para que los interesados pudieran pasar a Alemania Occidental y regresar, que comenzarían a expedir tan pronto estuviera todo listo, tal vez al día siguiente.  Pero el secretario de Información Günter Schabowski no había asistido a la reunión, y cuando llegó a la rueda de prensa que se había acostumbrado a ofrecer (para mostrar que a la RDA había llegado la transparencia) no estaba preparado. Un periodista preguntó cuándo podrían atravesar el muro los berlineses orientales.  Sudoroso y confundido, Schabowski buscó entre sus papeles y contestó: “Ya, esta misma noche, inmediatamente”.

A las siete y media la noticia llegó a los noticieros y salió con rumbo al mundo.  Pronto miles se agolparon frente a los puestos de control para ver si era cierta. Los guardias no sabían qué hacer, pero tampoco sus jefes en la cúpula. Ya nada salvaría al “muro de la infamia”, ni a la República Democrática Alemana, que diez meses después dejaría de existir, absorbida por su hermana del oeste. Dos años más tarde le llegaría el turno de desaparecer a la Unión Soviética. Y el mundo ya nunca volvería a ser el mismo.

El origen

La Unión Soviética armó su imperio en el este de Europa con sus conquistas de la Segunda Guerra Mundial. En la conferencia de Yalta, en febrero de 1945, poco antes de la derrota de la Alemania nazi, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill le habían dado carta blanca a Josef Stalin para administrar su “esfera de influencia”.  En la práctica, se apoderó de los países “liberados” por sus tanques: Polonia, Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia, Hungría y Rumania, y sobre todo la joya de la corona, su porción de la Alemania derrotada y desmembrada.

Para gobernar su imperio, Moscú repatrió a dirigentes comunistas de los respectivos países, que habían pasado decenios exiliados en la URSS. Se trataba en realidad de procónsules que respondían más a los intereses rusos que a los de su gente. Gobernaban poblaciones que habían sufrido enormemente y que, tal vez con excepción de Alemania Oriental, eran ya de por sí sociedades agrarias atrasadas en comparación con sus vecinas occidentales. De ese modo, su gente estaba dispuesta a abrazar cualquier forma de orden y estabilidad, viniera de donde viniera, mientras los políticos de oposición eran expulsados o asesinados.

De ese modo, Moscú modeló la vida de esas colonias a imagen y semejanza de la URSS estalinista. Desde el Mar Negro hasta el Báltico se impuso el mismo Estado omnipresente, la misma planeación central de la economía, la represión de cualquier forma de disidencia a cargo de una Policía secreta, todo bajo un aparato estatal rígido y burocratizado, la nomenklatura. Los ideales de justicia social, igualdad y oportunidades para todos eran solo palabras que no reflejaban la realidad.

Al comienzo, en los años cincuenta, mientras el Viejo Mundo se recuperaba de la guerra, el bloque comunista se mantuvo en un ritmo aceptable. Pero a medida que las cosas se fueron normalizando, fue creciendo la brecha con Europa Occidental. Ni siquiera los países más avanzados, como Checoslovaquia o la República Democrática Alemana (el nombre oficial de Alemania Oriental) podían apenas suplir bienes de consumo para sus poblaciones. Los rígidos planes quinquenales, divorciados de la realidad, y el empleo garantizado, condujeron a pérdidas enormes mientras la obsesión por la industria pesada acababa con el medioambiente, sobre todo al este. Poco a poco, los ciudadanos comenzaron a odiar no solo a sus gobernantes, sino sobre todo a los rusos que les imponían una forma de vida que no habían escogido.

La RDA, creada en octubre de 1949, se convirtió pronto en el país de mostrar del bloque comunista.  Pero muchos alemanes orientales envidiaban el nivel de vida de sus parientes occidentales, y comenzaron a cruzar en masa. Para 1961, más de 1,5 millones, muchos de ellos jóvenes profesionales, habían pasado la frontera, y el régimen decidió detener la hemorragia. Su gobernante Walter Ulbricht puso a Honecker, su protegido y mano derecha, a cargo de la ultrasecreta operación Rosa. En la noche del 12 de agosto de 1961 soldados y obreros bloquearon la parte oriental de Berlín y sellaron la frontera con Alemania Occidental. Había nacido la “Barrera de protección antifascista”, como la llamó Honecker.

Rumbo a la caída

Por años la situación en la URSS se mantuvo dentro de lo previsible. Tras la muerte de Stalin en 1953 se consolidó en el poder Nikita Jruschev, reemplazado en 1964 por Leonid Brezhnev. Durante esos años los soviéticos demostraron hasta dónde estaban dispuestos a llegar para mantener ese imperio. Primero en Berlín en 1953, luego en Budapest en 1956 y por último en Praga en 1968. Moscú no tuvo inconveniente en soltar los tanques contra manifestaciones armadas de piedras y palos. En Alemania Oriental la Policía secreta típica del sistema llegó a su extremo de vigilancia con la Stasi, que mantenía un expediente prácticamente de toda la población, en busca de la menor señal de disidencia.

Todo eso comenzó a cambiar en 1985. Tras los breves gobiernos de Yuri Andropov y Konstantin Chernenko, ancianos apparatchiks que simbolizaban su sistema anquilosado, ascendió al poder Mijail Gorbachov, quien a sus 51 años llegó convencido de que solo un auténtico revolcón salvaría a la URSS de desaparecer, acosada por la crisis económica. Y efectivamente, con sus doctrinas bandera, el glasnost (transparencia) y la perestroika (reestructuración), le dio un vuelco a la forma soviética de hacer las cosas.  Gorby, además, comenzó una campaña personal de aproximación a Occidente, desesperado por cambiar la imagen de la URSS  y dar fin a la carrera armamentista que la tenía quebrada.

Esa política, insuficiente y tardía, no incluía a los países de Europa Oriental, que en realidad siempre habían sido más una carga que un apoyo para la URSS. De ahí que su mensaje para ellos fue terminante: sigan el ejemplo y reformen lo necesario, pero sobre todo no esperen que los tanques vuelvan en su auxilio.  El dirigente ruso creía que los habitantes de esos países se mantendrían de buen grado en la órbita comunista, pero pensaba con el deseo.  Los gobiernos títeres aceptaron en mayor o menor grado la orden, y en medio de procesos diversos fueron cayendo uno a uno. Pero desde Berlín, Honecker rechazaba a Gorbachov. El anciano dirigente seguía empeñado en sostener que en su país las cosas iban mejor, que era el ejemplo de un socialismo bien administrado y que allí no se necesitaba reforma alguna.  Gorbachov asistió de mala gana en octubre a la pomposa celebración de los 40 años de la RDA, solo para encontrarse con que la gente le gritaba en coro: “Sálvanos, Gorby”.

Por eso, cuando esa noche del 9 de noviembre  los nuevos dirigentes se enfrentaron a la realidad de que el muro estaba condenado en medio de los bailes y cantos de decenas de miles de personas, no tuvieron a quién pedir ayuda.  Al otro día ni siquiera hubo una respuesta del Kremlin, ni nadie despertó a Gorbachov para contarle lo que estaba pasando. La suerte de la RDA estaba echada, y con ella, según se sabría poco después, también la de la Unión Soviética.