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ENTRE DOS JUEGOS

A cien días de su posesión, el presidente uruguayo Julio Sanguinetti se debate entre sindicalistas y militares.

8 de julio de 1985

Ante un clima social agitado, tensas relaciones con las Fuerzas Armadas y la difícil negociación de una de las deudas externas per cápita más altas de Latinoamérica -4.200 millones de dólares- en el horizonte, la nueva democracia uruguaya cumplió 100 días.
La decisión del Congreso uruguayo de liberar más de 200 presos políticos, entre ellos nueve dirigentes del Movimiento de Liberación Nacional -Tupamaros mantenidos en calidad de rehenes por la dictadura- comenzó a templar los ánimos entre los militares, ya que en el proyecto presentado por el presidente Julio Sanguinetti sólo se amnistiaban aquellos que no estuviesen acusados de delitos de sangre. Finalmente, se logró la liberación de todos los presos, pero los casos de homicidio serán revisados por la justicia civil.
Sin embargo, cuando Sanguinetti nombró al coronel Arturo Silva -un reconocido constitucionalista que había sido forzado a retirarse por la dictadura- secretario general de Defensa, estalló la primera minicrisis militar.
Las cosas empeoraron cuando el gobierno rehabilitó a nueve militares que habían sido degradados y encarcelados por el régimen de facto, entre ellos el líder de la coalición de izquierda Frente Amplio, Liber Seregni.
Tambien el recorte del presupuesto de Defensa y Seguridad en un 20 por ciento proyectado para el próximo año, además, de la eliminación de 70 agregadurías militares en el exterior y la supresión de beneficios a oficiales en actividad y en retiro, ha acrecentado el malestar entre los hombres de uniforme.
Es tal vez para aplacarlos que el gobierno de Sanguinetti se ha mostrado blando en cuanto al juicio a los militares acusados de violar los derechos humanos y de corrupción.
"Dudo que algún militar vaya a permanecer más de 24 horas preso por violaciones a los derechos humanos", dijo Wilson Ferreira Aldunate, líder del principal partido de oposición el Partido Nacional (Blanco) en Madrid, insinuando que el actual presidente Sanguinetti había pactado no juzgar a los militares en el acuerdo del Club Naval, mientras él se hallaba preso.
Los colorados han propuesto una fórmula para juzgar a los militares, que comprende un sistema de dos procesos simultáneos -civil y militar- cada uno abarcando partes de las acusaciones en juego.
Declaraciones recientes del ministro del Interior, Carlos Manini Río, muestran cuán cauteloso está siendo Sanguinetti con los militares.
"Las Fuerzas Armadas merecen respeto, consideración, estima y agradecimiento aún cuando su cúpula haya sido responsable de tremendos errores de conducción del país" dijo Manini Ríos en una reciente entrevista.
Si el advenimiento de la democracia ha traido problemas con los militares, los conflictos con el sindicalismo tampoco se han hecho esperar.
Durante los últimos 12 años de dictadura, los trabajadores vieron decaer su salario real en un 42 por ciento, el 15 por ciento de la población económicamente activa de Montevideo quedó cesante, cientos fueron despedidos de sus empleos por razones políticas, miles se tuvieron que exiliar y, protestar por esta situación significaba la prisión o peor aún, la desaparición. Al reinstaurarse la vigencia de los derechos, las demandas de los asalariados desbordaron cualquier capacidad de respuesta del aún frágil sistema institucional. Estallaron más de ochenta conflictos laborales. Aunque el ministro de Trabajo Hugo Fernández Faingold ha dado pruebas de ser un sagaz negociador resolviendo más del 70 por ciento de los conflictos, el personal del poder judicial está parado hace más de un mes y algo similar ocurre con los papeleros.
"Las medidas anunciadas por el equipo económico del gobierno indican que nuevamente se optará por el capital extranjero y se hará que el pueblo pague la crisis", dijo un dirigente sindical, en momentos en que se adelanta un plan de movilización.
Sanguinetti está presionado desde adentro por los trabajadores que buscan recuperar el nivel de vida perdido bajo la bota militar, y desde afuera, por los acreedores internacionales que exigen un severo ajuste para acceder a refinanciar la deuda. Además, la drástica reducción del déficit fiscal que requiere el Fondo Monetario Internacional, se contrapone a un creciente número de habitantes en la pobreza extrema y el desempleo, que han forzado al gobierno a ampliar los gastos en salud, educación y recientemente, a implementar un plan de emergencia para ayudar a 300 mil personas que ganan por debajo del nivel de subsistencia mínima.
Es claro entonces que Uruguay necesita obtener, si no una moratoria de diez años como piden los sindicalistas, al menos un sistema de pagos que no asfixie la capacidad de recuperación del país y por ende, la oportunidad para que la democracia sobreviva.