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El fiscal general de la Nación, Eduardo Montealegre, y el vicefiscal, Jorge Fernando Perdomo, están al frente del cambio más importante en la estructura y la filosofía investigativa de esta entidad desde su creación en 1991.

JUSTICIA

Se avecina un revolcón en la Fiscalía

Eduardo Montealegre y su equipo han emprendido una reforma tan ambiciosa como necesaria.

5 de abril de 2014

Un terremoto sin precedentes en sus casi 25 años de historia sacude a la Fiscalía General de la Nación. Uno de los organismos estatales más grandes y poderosos del país pasa por una revolución que va a cambiar la vida de sus 25.000 funcionarios y, si funciona, la de millones de ciudadanos. 


En la noche del pasado miércoles 2 de abril, en el despacho del fiscal general tuvo lugar una maratón de firmas para posesionar a casi tres docenas de nuevos directores y altos funcionarios de la entidad. Ese día, el organigrama de la Fiscalía dio un vuelco. Pero no se trataba solo de cambios burocráticos.

 Por primera vez desde su creación, en 1991, la Fiscalía ha decidido transformar completamente no solo cómo está organizada sino cómo investiga. Una ley aprobada el año pasado y ocho decretos promulgados en enero son la base de los cambios. A partir de ahora deberá gerenciarse de forma radicalmente distinta. Y van a cambiar drásticamente los métodos de investigación. Una ambiciosa reforma cuyo resultado está por verse y que definirá el balance final de la administración de su autor, el fiscal Eduardo Montealegre.

La escala de lo que empezó a ocurrir a partir del miércoles da una idea de la magnitud de los cambios. En los próximos tres años, una inyección de más de 1 billón de pesos elevará a 3 billones el presupuesto anual de la Fiscalía. Entrarán más de 3.200 nuevos funcionarios, entre ellos 1.000 fiscales, lo que llevará la planta total a casi 29.000. Y se creará una universidad para formar a muchos de ellos.

Pero la escala es apenas la punta del iceberg. Los cambios van en dos direcciones estratégicas.

Por una parte, toda la Fiscalía va a empezar a trabajar siguiendo un nuevo modelo de investigación penal, que ya viene aplicándose en algunas áreas. En lugar de que los fiscales se dediquen a investigar todos los delitos, desde pequeñas infracciones hasta crímenes contra la humanidad, como se hace ahora, se van a priorizar los crímenes más graves y de mayor impacto y los procesos más relevantes buscando entender los contextos en los que se cometen y los llamados fenómenos de macrocriminalidad. Además, se van a aplicar filtros para desechar casos que no son competencia de los fiscales.

Se apunta a eliminar la desarticulación entre las distintas unidades y la duplicación de muchos procesos. Por ejemplo, los crímenes cometidos en Urabá durante los años de conflicto armado, que tienen patrones y autores comunes, eran investigados separadamente por más de 30 despachos, subunidades y seccionales. Ahora, se han centralizado.

Adaptar la Fiscalía a este nuevo modelo de investigación penal significa, según el fiscal Montealegre “todo un cambio de mentalidad al interior”. Dar un timonazo a ese inmenso navío es un reto colosal.

La Fiscalía recibe unos 2 millones de denuncias al año. La carga media que tiene un fiscal es de 350 a 400 procesos, cuando el máximo debería ser de unos 85. En Bucaramanga, Pasto, Santa Marta o Villavicencio cada fiscal tiene entre 700 y 800 procesos. Hay seis modelos distintos para atender a la gente. La profesionalización brilla por su ausencia: 40 por ciento de los casi 10.000 empleados del CTI son bachilleres; hay apenas 65 investigadores profesionales.

Por eso, se decidió reorganizar el organismo completo, para adaptarlo a las nuevas necesidades de la investigación y al sistema penal acusatorio. Y para hacerlo más eficiente.

Hoy la Fiscalía está dividida en tres grandes estructuras, que se replican en las seccionales: el CTI, con casi 10.000 funcionarios; la Dirección Nacional de Fiscalías, con unos 8.000, y la parte administrativa, con 4.000. Esta estructura da paso a 16 direcciones. La mitad de ellas, que tienen que ver con los temas estratégicos de política y administración, dependen del fiscal. Las otras, operativas, del vicefiscal, Jorge Perdomo. El fiscal, que tenía adscritas a su despacho cinco fiscalías, solo mantiene la delegada ante la Corte Suprema de Justicia. Las demás pasan a dos direcciones, y se reorganizan con el objetivo de especializarlas. Por ejemplo la de Justicia y Paz da paso a una fiscalía especializada de Justicia Transicional. “Antes, al fiscal le tocaban la puerta 31 funcionarios; ahora serán unos 10”, dice una de las personas que diseñaron la nueva estructura.

Buscando reducir la dependencia de la investigación en los testigos, lo que se ha prestado para carruseles y falsos testimonios, y elevar el peso de la prueba técnica y forense, se crean cinco policías judiciales especializadas. Montealegre sostiene que, durante su gestión, la inversión se dedicará a la técnica. Se crean una Policía Judicial económica y financiera (un grupo especializado de la Fiscalía seguirá al mercado financiero), otra de crimen organizado, otra de derechos humanos y derecho internacional humanitario y dos más para extinción de dominio y para investigar los aforados constitucionales (congresistas y otros funcionarios con fuero).

También sufren su remezón las seccionales, que quedan bajo otra dirección. Cada una tenía tres directores; ahora habrá uno solo. De estar en 24 departamentos, pasan a hacer presencia en todos. Y habrá seccionales suplementarias en Bogotá, Medellín, Cali y el Magdalena Medio, en Barranca.

Adscrita a esta misma dirección habrá una subdirección para atender víctimas y usuarios, con la que se busca acercar la Fiscalía a la gente, según Montealegre, y simplificar el sistema de atención, que es otro de los ejes de la reforma.

Habrá una inyección de personal, con más de 3.200 nuevos funcionarios. En los próximos tres años, el número de fiscales pasará de 4.500 a 5.500, y el de investigadores profesionales, de 65 a casi 1.000. Se hará énfasis en la profesionalización, con la creación de una institución universitaria de la Fiscalía y se anuncia un vuelco en los concursos de carrera, por los que aún deben pasar 22.000 funcionarios.

Aumenta notablemente el número de cargos directivos y se enfatiza la contratación de personal especializado, lo que llevará a 10.000 los cargos profesionales, casi el doble del número hoy. La planta de Policía Judicial pasa de menos de 6.000 a más de 9.000 personas. Habrá ‘sangre fresca’ profesional, pero como incentivo para los actuales funcionarios, un 30 por ciento de los nuevos cargos será para ascensos.

La Fiscalía tendrá cuatro ‘pequeños embajadores’. Cuatro consejerías, que se dedicarán a coordinar investigaciones en Washington, Londres, Madrid y Berlín, reemplazando al menos en parte la onerosa diplomacia que implica hoy pedir una prueba, detectar bienes o adelantar una pesquisa en Norteamérica o Europa.

La necesidad de estas reformas es evidente. Como lo dijeron hace poco dos investigadoras de la Corporación Excelencia en la Justicia en un artículo en el portal Razón Pública, sin cambios desde su nacimiento, la Fiscalía nunca se actualizó a la introducción del sistema penal acusatorio, de mecanismos de justicia transicional como la Ley de Justicia y Paz, o del sistema de responsabilidad penal de adolescentes. Casos como el de InterBolsa pusieron de presente que hay áreas enteras en las que el organismo de investigación no tiene experiencia.

“La mayoría de las medidas son acertadas y responden a recomendaciones que expertos y organizaciones de la sociedad civil han venido haciendo desde hace varios años”, dicen Ana María Ramos y María Paulina Domínguez, autoras del artículo. Pero, al igual que muchos conocedores, sostienen que el éxito dependerá, no solo de que semejante remezón se logre llevar a buen puerto en la propia Fiscalía sino de que el resto del sistema judicial empiece a marchar al mismo paso.

Con un millón y medio de expedientes represados, si los jueces siguen atendiendo cada proceso sin priorizarlo, la congestión y el calvario judicial para los ciudadanos seguirán sin cambios. La hipercongestión carcelaria no se resuelve solo construyendo nuevas prisiones. Hace falta que el Congreso le baje a su entusiasmo punitivo, elevando penas cada que un delito cobra prominencia en los medios. Y pasar de la vieja concepción de que ‘un auto de detención no se le niega a nadie’ a considerar la privación de libertad como una medida excepcional –como lo es en el sistema acusatorio–.

La reforma de la Fiscalía es esperada y necesaria. El gran reto de sus autores es lograr que su paquidérmico navío cambie de rumbo. Pero, para resolver los inmensos problemas que arrastra el sistema judicial, es apenas el primer paso.