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Juzgados en coma

La justicia en Colombia está a punto de paralizarse pese a un presupuesto millonario. ¿Qué pasa?

18 de mayo de 2002

Muchos colombianos se escandalizaron la semana pasada porque salió de la cárcel uno de los canjeables más apetecidos por las Farc, al que no le pudieron probar delitos diferentes a la rebelión. Y se indignaron aún más cuando se enteraron de que varios otros, incluido 'El Paisa', asesino de Gilberto Echeverri, el gobernador Guillermo Gaviria y ocho suboficiales, están también en la calle porque a los jueces se les venció el plazo para juzgarlos o no encontraron 'antecedentes' para tenerlos presos durante más tiempo.

Pues bien, la cosa podría ponerse peor. El Consejo Superior de la Judicatura, órgano encargado de la administración de la rama judicial, disparó las alarmas sobre la quiebra de la justicia y alertó que si no recibía una inyección pronta de recursos simplemente se paralizaría a finales de este semestre. "Con lo que tengo ahora, raspando la olla, llego hasta el primero de agosto", dice Celinea Oróstegui, directora ejecutiva de la sala administrativa del Consejo Superior de la Judicatura. "Nuestra imaginación no da para más", exclama esta administradora de empresas que siente que de nada le sirve su maestría si en realidad lo que le toca administrar es la ausencia de recursos. Su déficit total de funcionamiento supera los 263.000 millones de pesos.

El hueco ya comienza a verse. Varios fiscales seccionales de Bogotá, por ejemplo, para realizar hoy una citación urgente tienen que salir de su despacho y hacer fila para llamar por el teléfono público que hay en la esquina pues, salvo los que trabajan en el búnker de la Fiscalía General y otro puñado de privilegiados, a los demás les cortaron la línea por falta de pago. "A los empleados se nos pide una contribución de 10.000 ó 15.000 pesos para hacer una vaca y comprar elementos de oficina, como papel, para evitar parar las funciones", agrega Miguel Enrique Ardila, presidente de Asonal Judicial en Bogotá.

La situación es crítica. En eso coinciden tanto el Ministerio de Justicia como el Consejo Superior de la Judicatura y el Ministerio de Hacienda. En lo que difieren es en cómo se llegó a esa situación y, por lo tanto, cuál es el camino para solucionarlo.

Oróstegui dice que el problema es que de 1999 para acá el gobierno ha venido recortando el presupuesto. En efecto, si hace cuatro años el Consejo Superior de la Judicatura contaba con 61.000 millones de pesos para funcionamiento, este año Hacienda les aprobó una partida de tan sólo 39.000 millones, es decir, casi la mitad.

Sin embargo, entre 1995 y 2000, la demanda de justicia casi se duplicó. Por la crisis económica se dispararon los procesos laborales en las empresas que quebraron sin liquidar a sus empleados; los contenciosos, por las privatizaciones del Estado, y los ejecutivos, en el sistema financiero. Sólo por la caída del Upac, para citar un caso, hubo 800.000 procesos ejecutivos, según la unidad de desarrollo y análisis estadístico del Consejo Superior de la Judicatura. "Por un lado subió la demanda y por el otro bajó el presupuesto", afirma Oróstegui.

Aunque esto explica en parte el déficit pues a más procesos más papel y tóner se requieren, la explicación es mucho más compleja. El problema presupuestal obedece tanto a la misma estructura burocrática del Consejo Superior de la Judicatura como a decisiones, que quizás obedecieron más a las urgencias políticas del momento que a una consideración de más largo plazo y mayor interés general.

La más grave de éstas fue la que asumió Ernesto Samper días antes de abandonar la Presidencia cuando, mediante el decreto 610 de 1998, creó una bonificación para los magistrados de los tribunales que incrementaría anualmente sus salarios, ya considerablemente reajustados durante el gobierno de César Gaviria.

Cuando Andrés Pastrana asumió el poder derogó el decreto porque sencillamente no había de dónde sacar ese dinero. Sin embargo, y como era de esperarse, los magistrados demandaron y el Consejo de Estado les dio la razón, por lo cual el Consejo Superior debe por ese concepto más de 150.000 millones de pesos.

Algunas decisiones del nivel central también han golpeado el presupuesto de funcionamiento de este año. El IVA a los arrendamientos desbordó el rubro destinado para pagar los locales donde operan los juzgados, una resolución de la Superintendencia de Vigilancia duplicó con creces los salarios mínimos de los celadores y la abolición de la franquicia telegráfica le arrebató a la justicia recursos que de otra forma se habrían ido a pagar los servicios públicos de los juzgados y su canasta básica de operación.

Frente a esta crítica situación Oróstegui dice que tomaron decisiones de racionalización drásticas: recortaron el combustible, pusieron cuota fija para los teléfonos, trasladaron jueces a donde más se necesitaban, dieron de baja bienes inservibles, redujeron en casi la tercera parte los suministros de los despachos judiciales. Y sin embargo les quedó faltando.

Por eso es que el gobierno dice que el problema es más de fondo y tiene que ver, precisamente, con la forma de operar del Consejo Superior de la Judicatura, que termina absorbiendo 13,5 por ciento del presupuesto de la rama, más del doble que la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado y la Corte Constitucional juntos.



Peor el remedio

La Constitución de 1991 creó el Consejo Superior de la Judicatura con el fin de garantizar la autonomía de la rama judicial, que podría estar sujeta a presiones del gobierno si éste tenía el poder de invertir el dinero de la justicia a su antojo. De hecho, en casi todo el mundo civilizado existe un órgano de este tipo.

Sin embargo la Constitución creó una figura complicada que, según varios expertos consultados, en la práctica ha terminado siendo más parte del problema que de la solución.

Para comenzar, el Consejo está integrado por dos salas, una administrativa, encargada de la política y manejo del sector judicial y de la carrera de los jueces, y otra disciplinaria, que sanciona las faltas de los abogados y funcionarios judiciales que incurran en fallas disciplinarias.

La sala administrativa está integrada por seis magistrados, elegidos por ocho años, cuyo fuerte como abogados no es precisamente la gestión de recursos y sus decisiones no son las más eficientes por tener que ser colegiadas.

Como los magistrados de las demás cortes, éstos ganan un salario mensual de 14 millones de pesos y cuenta cada uno con varios magistrados auxiliares, además de carros y escoltas, cosa que ha cuestionado el gobierno pues sus decisiones no implican un trabajo intelectual y de investigación semejante al de un magistrado de la Corte Constitucional para fallar una tutela, o un riesgo similar al de un magistrado de la Corte Suprema, que decide extradiciones, por ejemplo.

Además, dicen, que tiene aún menos sentido si paralelamente existe la dirección ejecutiva, que preside Oróstegui, y que a la postre termina siendo la que en realidad coordina la gestión de la rama. Esto sin contar que además de la sala administrativa nacional y de las direcciones ejecutivas seccionales existen 16 consejos seccionales, que son igualmente burocráticos en las regiones.

Sólo en gastos de personal el Consejo Superior de la Judicatura, con 1.966 cargos, gasta anualmente 70.000 millones y pico de pesos, según datos del Ministerio de Justicia.

El presidente Alvaro Uribe ha propuesto acabar con el Consejo Superior de la Judicatura y reemplazarlo por un Consejo Superior, integrado por el Fiscal General, los presidentes de las Cortes, el director de Planeación Nacional, un técnico administrativo y el Ministro de Justicia sólo con voz para que formulen la política.

Y paralelamente a este Consejo, que funcionaría casi como una junta directiva de la rama, existiría un órgano ejecutivo autónomo, coordinado por un director ejecutivo, que tomaría las decisiones administrativas buscando la mayor eficiencia.

Uribe también quiere reducir la sala disciplinaria, integrada por siete magistrados. La idea es que los superiores jerárquicos sancionen disciplinariamente a los jueces subordinados que incurran en faltas y que a los abogados los controle la colegiatura, como en la mayoría de países. "Esta sala sólo se encargaría de las fallas disciplinarias de los magistrados de las altas cortes", afirma María Margarita Zuleta, viceministra de Justicia.

El Ministerio de Justicia calcula que con esta reforma, sólo en gastos de personal, se ahorrarían 33.000 millones de pesos al año. Esta cifra supera 10 veces la adición presupuestal que le acabó de aprobar el Ministerio de Hacienda a la rama para que subsista hasta diciembre.

Pero más allá de estas reformas puntuales hay un asunto de fondo, y es que el presupuesto judicial no está atado a los resultados. Si se incluye a la Fiscalía, Colombia destina a justicia un porcentaje de su presupuesto mayor al que invierten Brasil, Argentina, Italia, México, Perú y Ecuador y es tres veces superior al de España. Pero aunque han mejorado la productividad de los jueces y la confianza en el sector, definitivamente no se refleja en una caída sensible en los índices de congestión y mucho menos de impunidad.

Es claro que son mayores las demandas de justicia por el narcotráfico y la violencia. Pero estudios del Banco Mundial realizados en 2000 demuestran que Colombia invierte en nómina 30 por ciento más que el promedio mundial.

Por eso ojalá, como dice el proverbio chino, que esta crisis se convierta en una oportunidad para hacer un debate público sobre el sector judicial. Los jueces, como es su función, juzgan a todo el mundo y, sin embargo, nunca han estado en el banquillo. Esta podría ser una buena ocasión.