El hombre que sabía escuchar Por Marta Ruiz* El vacío que deja Alfredo Molano en la Comisión de la Verdad es inconmensurable. Allá había encontrado la síntesis perfecta entre el ser humano sereno y evolucionado espiritualmente, y el intelectual orgánico, consciente de su papel en la historia. Como persona, además, reunía condiciones excepcionales para cumplir la tarea encomendada a los comisionados: escuchar, comprender, explicar, dialogar, reconocer, ayudar a transformar a un país, cuyas heridas supuran dolor y rabia. Siempre admiré su capacidad de asombro. Llevaba casi dos años recorriendo las trochas de la Colombia olvidada: el Caguán, el Yarí, Guaviare y Meta. Aunque eran las mismas travesías en que había encontrado las historias que narró a lo largo de su vida, las trasegaba entonces en búsqueda de una verdad nueva que presentía aún silenciada. Viajaba con la curiosidad de quien lo hace por primera vez, escuchando de manera limpia, sin prejuicios, casi sin preguntas; dejando que el relato del campesino, del colono, del exguerrillero, del exparamilitar o del líder social fluyera libremente y lo impregnara. Aprendimos de él que la escucha es el primer acto de dignificación del otro. Escuchar, esa escasa virtud que Molano había cultivado cada día. De todos en la Comisión de la Verdad, Molano era el más silencioso. Oía de manera atenta, con la mirada fija en el otro, con ojos centelleantes, tranquilo, así los argumentos le parecieran absurdos o geniales. Luego soltaba un par de frases tipo haiku; aforismos que podían darle un vuelco a la conversación. Molano sabía dónde reposa la verdad. Desde el primer día dijo que cada uno de nosotros debía ir al país a escuchar a las víctimas. Escucharlas con la piel y el corazón. Escucharlas para ir descifrando en el testimonio, en las vidas de ellas, esa verdad que se nos escapa de las manos; la verdad profunda que reside en el dolor y la culpa, en el miedo y la venganza, en la derrota y la capacidad de levantarse una y otra vez. No, para Molano el trabajo de la Comisión no era una investigación científica ni sociológica para recopilar datos que den cuenta de una nueva teoría de la violencia. Él estaba buscando algo más insondable: una verdad humana, la historia que se escribe con el alma, sin eufemismos. Para él la historia era de algún modo la historia del pueblo, con todo lo que esa palabra encarna. A lo largo de los meses en que trabajamos juntos, Molano insistió en dos pilares sencillos para la construcción de un relato de nación: tiempo y espacio. Ahondar en el pasado y compenetrarse con el territorio. Su oficina estaba llena de mapas en los que solía trazar la ruta de sus viajes, que eran los mismos recorridos de la guerra, a lo largo de las cuencas de los ríos. Buscaba a los sobrevivientes, a los testigos mudos, a los que parecen no tener historia y que son, finalmente, los hacedores de la historia. También nos dejó un documento extenso en que proponía una periodización del conflicto armado, que hunde sus raíces en las primeras décadas del siglo XX y llega hasta la actual esperanza de paz que aún mantenemos viva. Siempre se preocupó de que la Comisión pudiera entender las rupturas y continuidades de la violencia; de que no se olvidaran los bombardeos que se dieron en los albores del Frente Nacional. Quería entender dónde, cuándo, cómo y por qué comenzó todo. Como Ulises en su viaje a Ítaca, Molano se había amarrado al mástil de la verdad. En una de las últimas reuniones que tuvimos dijo: “Como estoy en tiempos de fantasmas que acechan, tengo tres con respecto al informe que debe presentar la Comisión: que el presente se coma la mirada histórica; que la voz oficial se trague el relato; y que lo cuantitativo se devore lo cualitativo”. Alfredo temía que los cantos de sirena de la corrección política, de la vanidad intelectual o de la contemporización con el poder desviaran a la Comisión en este único viaje hacia un relato que haga justicia y repare el dolor vivido en Colombia. Esos fantasmas también forman parte de su invaluable legado. *Fue directora de Verdad Abierta y editora de paz y conflicto armado de la revista Semana. Hoy es una de los once comisionados de la Comisión de la Verdad. Un periodista contra el silencio Por Ginna Morelo* Alfredo Molano sabía escuchar. Lo hacía para conocer por medio del hombre sencillo aquello que el poderoso callaba. Podía sentarse a oír los relatos de los campesinos y dotar a esas voces de poder y brillo en territorios del país dominados por la censura. Los testimonios que recogió en sus andanzas por Colombia fueron el retrato de las regiones que, solo años después, en sus Cartografías de la información, la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip) caracterizó como “zonas del silencio”. Guaviare. Los viajes de Molano fueron una fotografía de ese departamento, a cuyos colonizadores dedicó el libro Selva adentro. Los campesinos cuentan cómo llegaron a una tierra abandonada por el Estado desde la cruenta bonanza del caucho. Según Cartografías de la información, en ese departamento hoy el 42 % de la población vive sin medios de comunicación, y el único lugar que los tiene, San José, los acoge tímidamente. El pasado 31 de octubre se cumplieron treinta años de la Reserva Nacional Natural Nukak y del Parque Nacional Serranía de Chiribiquete. Por invitación de Parques Nacionales, científicos, conservacionistas y campesinos se reunieron allá para conmemorar la fecha. Esa mañana, la primera actividad fue hacer un minuto de silencio por Molano, el hombre que los escuchó y les dio un lugar en su obra. Huila. Fue el lugar donde Molano encontró su voz. El sociólogo Alejandro Reyes cuenta: “Trabajábamos en el Cinep y fuimos a investigar el éxodo masivo de El Pato. Recuerdo que la cancha de Neiva estaba atestada de desplazados y Alfredo se sentó a entrevistar a Sofía Espinosa, una señora mayor. Grabamos por quince horas y luego, al regresar a Bogotá, él, en una alucinada tremenda, escribió por ocho días. Así publicamos Los bombardeos en El Pato. El libro narra el asalto militar a esa región del Huila en 1979 y fue el primero escrito en ese estilo de coherencia testimonial que se convirtió en su impronta. No contaba la historia de lo que pasó, sino su versión a través de los testimonios”. Hasta hoy Huila lucha por contarse en medios locales y comunitarios, pero, según la Flip, el 23 % de la población vive en zonas sin medios. El Sinú. A la pregunta sobre cuándo Molano decidió conjugarse con el territorio, desentrañar las voces silenciadas de la inconformidad, el editor Jorge Cardona dice que fue cuando, recién graduado de la universidad, Héctor Abad Gómez lo llevó al Alto Sinú y lo puso a escuchar las memorias de los campesinos de Córdoba y Sucre, departamentos atravesados por todos los conflictos y envueltos hasta hoy en el miedo a informar. Cardona dice que allá “entendió que ese era su destino”. Reyes recuerda que, muchos años después, precisamente del Sinú salieron las primeras amenazas de los paramilitares en su contra. “A Alfredo no le tembló la voz para denunciar lo que estaba mal y por ello lo obligaron a vivir un exilio intermitente por muchos años”. El Pacífico. “Molano nunca dejó de andar (...) y sus reportajes condensados en De río en río responden a ese querer explicarlo todo desde la geografía”, cuenta Cardona. Es un paisaje de dolores desde las riberas del Pacífico, armado a partir de las voces de hombres y mujeres afros, atropellados por conflictos de los que poco se habla. Como me dijo una vez el músico y líder comunitario tumaqueño Gustavo Colorado, “aquí se sobrevive, no se habla”. Molano habló. Molano describió la desigualdad desde la frontera con Ecuador hasta la de Panamá. Molano reveló una región con una libertad de expresión constreñida. El Llano. Es el protagonista de Del Llano llano, un libro hondo y rudo sobre la Orinoquia y la Amazonia, que son la mitad del país. Molano recorrió el Llano toda su vida y le dedicó largos periodos de estudio en sus últimos años, como comisionado de la Comisión de la Verdad. Ese Llano, carente de medios locales que cuenten sus realidades, aparece hoy en rojo en las Cartografías de información de la Flip. A lomo de mula y en tenis, Molano estuvo donde pocos se han atrevido a ir: en lugares donde el miedo imperante aplasta las historias que hay por contar. Su obra es el coro de quienes rompieron el silencio. *Editora de La Liga Contra el Silencio, un proyecto de periodismo investigativo y colaborativo de la Fundación para la Libertad de Prensa Allá en la perraperdía Por Mario Jursich* A estas alturas es inútil, además de bochornoso, postular que Alfredo Molano es un escritor que “nadie sabe dónde poner”. Puede que para algunos lectores la crítica consista en meter las obras en casillas predeterminadas y les cause ansiedad no poder definir si libros como Los años del tropel, Selva adentro o Siguiendo el corte son “historia”, o “sociología”, o “literatura”. Sin embargo, es mucho más fructífero asumir que Molano, como todo autor de fuste, creó la propia casilla donde quería ser ubicado. De allí que convenga leerlo a la luz de sus propios objetivos, no con arreglo a un sistema exterior de principios. En su caso, lo anterior implica tomarnos en serio, y sopesar con cuidado, que es un autor de registro híbrido. Por coquetería, y por sentir que había seguido una trayectoria muy personal, Molano evitaba hablar de quienes lo habían influido y de su trastienda intelectual. Eso, sin embargo, no impide ver los muchos nexos que lo unen con la historia anglosajona de los años sesenta, en particular con E. P. Thompson, el autor de La formación de la clase obrera en Inglaterra. Thompson fue el introductor de la llamada “historia desde abajo”, una óptica de estudio que en principio se enfocó en la clase trabajadora, pero que pronto amplió sus intereses a los grupos considerados marginados, como las mujeres, los estudiantes o los soldados rasos. Tengo la impresión de que Molano encontró en los libros del historiador inglés, más que un método, un espíritu que le permitió entender tanto su rebelión frente a la academia francesa en que se había formado como que su objeto de estudio debían ser los colonizadores, los desterrados, los perseguidos políticos –esto es: la gente pobre expulsada por la violencia y obligada a buscarse la vida en los extramuros del país–. A ese primer y decisivo influjo mezcló las lecciones aprendidas en los libros del boom latinoamericano, sobre todo en los de Juan Rulfo. En El llano en llamas y Pedro Páramo Molano encontró técnicas para dotar a la prosa escrita de un tono oral, pero también un gusto por el vocabulario de las clases populares que nunca lo abandonó y fue uno de sus más connotados rasgos de estilo. Varios de sus libros tienen glosarios al final, tal como se acostumbraba en las primeras décadas del siglo XX, que recogen las olvidadas voces de una Colombia en la que todavía pueden oírse ecos de la conquista española. En sus crónicas la gente no se reúne, sino que “hace cuadrilla”; en vez de tomar trago, “se fondea a beber”; navega en “falcas”, no en lanchas, y cuando ignoran dónde queda un sitio, exclaman “¡allá en la perraperdía!”. En los agradecimientos de Trochas y fusiles, hay una frase que no solo resume a la perfección el modo en que Molano combinó la doble influencia de Thompson y Rulfo, sino también el papel que a sus ojos debían cumplir los intelectuales: “Escuchar es una manera olvidada de mirar”. Si el Estado –pensaba él– es ciego, sordo y mudo, no nos queda más remedio que abandonar la comodidad de los Andes, internarnos en esa Colombia a la que no llega nada, excepto la guerra, y oír con atención lo que tengan para decirnos sus habitantes. A menudo se ha insinuado que las transcripciones hechas por Molano de esos testimonios son “problemáticas” y que en ellas cuesta distinguir lo que es suyo y lo que es de los entrevistados. El reproche pasa por alto que él era, de manera extremadamente consciente, un autor que “seguía el corte” de José Eustasio Rivera y sus esfuerzos por poner en entredicho las diferencias entre mito e historia, entre literatura y etnografía, y –cómo no– entre documento y ficción. Al respecto se pueden tener objeciones; lo complejo es negar que esa tradición –tal como lo demuestran, además de La vorágine, La parábola de Pablo de Alonso Salazar y La nación sentida de Herbert “Tico” Braun– ya está sólidamente establecida en nuestra narrativa. *Editor y columnista de ARCADIA. Fue director de la revista El Malpensante, y ha sido docente y traductor. El cronista de la intuición Por Patricia Nieto Nieto* La obra de Alfredo Molano es imprescindible para el periodismo colombiano. Su contundencia transformó el objeto, las metodologías y las estructuras narrativas del oficio. Cuando cese la borrasca de palabras propias de esta época convulsa, podremos volver la mirada a la obra de quien cambió el periodismo con la fuerza de la intuición. Su descubrimiento puede ubicarse en 1977, cuando viajó, como investigador de asuntos sociales, a documentar el éxodo de decenas de familias campesinas amontonadas en un estadio. Tras horas de trabajo de campo se hacía más intensa su frustración por no encontrar una forma expresiva para dar cuenta de aquel acontecimiento. “El milagro se produjo: encontré la voz, el tono, el color, el lenguaje, en una anciana llena de fuerza –contó Molano a estudiantes de periodismo de la Universidad de Antioquia–. Esa mujer me habló con una intensidad, con una certeza de su razón y con un dolor que todavía tengo presentes. Todas las denuncias se condensaron en su mirada. Regresé a escribir como si ella me dictara. Salió de un solo tirón”. Su encuentro con Sofía Espinosa, la mujer del albergue, detonó un periodismo con sello personal acotado en su objeto, método y narrativa. Al recibir el Premio Simón Bolívar a la vida y obra en 2016, precisó ese objeto: “Escribí buscando los adentros de la gente en sus afueras, en sus padecimientos, su valor, sus ilusiones. Borraba más que escribía, hurgaba, rebuscaba el acorde de las sensaciones que vivía la gente con las que yo mismo llevaba cargadas en un morral. Un río crecido, una noche oscura, un jadeo debajo del aguacero que golpea un techo de zinc, el terror de oír armas en las sombras eran caminos por donde entraba la vida que se jugaba en las selvas y por donde llegaba su soplo a mis letras. Creo que solo ahí, en el acecho, en el peligro, en el miedo aparecía el reclamo de justicia que yo buscaba para contarlo”. Distante de los métodos positivistas, Molano llegó a esas honduras del sufrimiento con la escucha compasiva. Con esa inmersión, cientos de personajes no vistos por los académicos ni por los periodistas emergieron ante un país confinado informativamente a las ciudades. Tras su encuentro con Sofía Espinosa, Molano viajó a Cundinamarca y al Valle del Cauca y luego a los Llanos Orientales y a la Amazonia. Por los ríos Ariari y Guayabero consiguió cientos de páginas de testimonios de hombres y mujeres impactados por la violencia, capaces de contar cómo ocurrió aquello que cambió sus paisajes y cómo, después del horror, reinventaron la vida. Convencido de que el relato vívido ofrece los recursos para contar y reflexionar sobre los procesos vivos y sus paisajes. Molano optó por la oralidad como fuente de información y de vitalidad poética para su literatura de la vida real, que no es otra cosa que periodismo con alta calidad estética. Su obra es un gran fresco que retrata la vida rural y sus dramas. A Orlando Fals Borda, uno de los pioneros de la sociología en Colombia, le inquietó en algún tiempo que la obra de Molano no encajara en ninguna de las ciencias sociales. Pronto dejó esa preocupación académica por carecer de sentido práctico y se ocupó de analizar cómo Molano resolvió sus dilemas narrativos. Fals Borda llamó “imputación” a la técnica de Molano que funciona así: de un conjunto de entrevistas se selecciona información confiable que permita reconstruir un hecho; el relato resultante de varios testimonios se adscribe a un personaje que el investigador elige para convertirlo en vocero del coro. Es lógico que de esa reportería inventada surgiera una nueva forma narrativa en Colombia: una crónica extraña, exótica, de malos modales, advenediza, no canónica que pone en jaque los estilos y los géneros del lenguaje periodístico y, al mismo tiempo, un relato mestizo que encaja en el corazón de los protagonistas que lo enuncian y que interesa a miles de lectores por la tremenda sinceridad de lo contado; ese relato que, como dijo el mismo Molano, es la condensación de todas las denuncias en una voz. *Periodista, profesora titular de la Universidad de Antioquia y directora de la Editorial Universidad de Antioquia y del proyecto Hacemos Memoria. La sociología como una forma de exilio Por Rafael Rubiano Muñoz La vida, obra y pensamiento de Alfredo Molano se puede plasmar en la palabra exilio. El exilio porque su esfuerzo existencial e intelectual fue la actitud del desobediente, en el sentido que lo analiza Erich Fromm, cuando aborda analíticamente esa expresión humana, esto es, confrontar lo tradicional, romper con lo habitual y rutinario, superar lo corriente y ante todo lo simple o superficial. Este escritor de lo social se desenvolvió en lo que podemos denominar como la microsociología y la sociología de la vida cotidiana, pues puso a hablar a la sociología mediante relatos periodísticos, a través del lente de la gente común, a partir de los actores sociales, es decir, desde los sujetos, a quienes se los rescata del desprecio y del olvido.  La sociología de Molano se centró en aquellos lugares desconocidos del país. Fue un intelectual errante, deshabituando la manera de hacer sociología, es decir, doblegando su rutina y pesadez discursiva, de estudio o de producción escrita rendida al mundo urbano, para construir el espacio fundamental de la sociología rural y de los conflictos. In memoriam, Alfredo Molano es una fuente para una historia intelectual de los conflictos del país, su sociología es colombiana pero ya es latinoamericana, es decir, universal. *Profesor de la Universidad de Antioquia