“En medio de esta América Latina convulsionada, veamos a Chile, nuestro país, como un verdadero oasis, con una democracia estable. El país está creciendo, los salarios mejorando”. Así de concluyente fue Sebastián Piñera el 10 de octubre, en el programa Mucho gusto de Megavisión.

Y es cierto. Chile se mostraba próspero ante el resto de sus vecinos, su economía era segura para la inversión extranjera (crece a un 4 por ciento al año, mientras que el resto del continente lo hace a un 0,5) y como casi ninguno de ellos sacó a 4 millones de personas de la pobreza desde 1990. Por ejemplo, muchos venezolanos se radicaron en nuestro territorio para mejorar su calidad de vida. Se respiraba tranquilidad y el corazón de Santiago era luminoso, con restaurantes espléndidos, con el metro funcionando bien. La delincuencia estaba controlada.

Por lo mismo, sentíamos que vivíamos en una democracia sólida, pese a las desigualdades entre el centro del país y las ciudades del norte, con las innumerables poblaciones periféricas donde la gente vive paupérrimamente. En general, nos sentíamos bien. Pero era una falsa calma. Lo que partió como una manifestación contra el alza del pasaje del metro se transformó en la chispa que encendió la hoguera social. El 18 de octubre, el descontento ciudadano, que ya llevaba reprimido 30 años por las promesas incumplidas, se manifestó a través de organizaciones civiles que lograron, rápidamente, una convocatoria multitudinaria, a través de redes sociales y juntas locales. La gente relacionó esos 30 pesos del alza con lo 30 años de inconformismo. De ahí en adelante, barricadas por todas partes, incendios en las estaciones del metro y enfrentamientos con la policía.

Enseguida, Piñera se reunió con su gabinete y estableció un estado de excepción. Sacó a los militares a la calle, dando pésimas señales a sus compatriotas y al mundo. Literalmente, fue a apagar el incendio con petróleo. El último estado de emergencia que registramos fue el del 3 de enero de 1987, en las postrimerías de la dictadura de Augusto Pinochet. Por supuesto, esto trajo malos recuerdos para muchos chilenos que se unieron en torno a un miedo común: el regreso del golpe. Luego de esos fatídicos hechos nos sumergimos en un caos descomunal. Comenzó un saqueo masivo a los supermercados, farmacias, negocios y grandes tiendas, a lo largo de todo el territorio. Y lo cierto es que no sabemos todavía en qué terminará todo esto. Incluso, algunos hablan de un golpe cívico-militar, dado el caos generalizado que ensombrece a Chile.

El expresidente Ricardo Lagos Escobar dijo respecto a la situación crítica que vive el país: “Hay una desconexión entre la élite política y la ciudadanía, y todos somos responsables. Yo soy responsable (…) Tengo mi conciencia tranquila (…) Seguramente cometí muchos errores, goberné seis años. Nunca se avanza con la rapidez que uno quiere”. El mandato de Lagos (2000-2006) impulsó el Crédito con Aval del Estado (CAE), lo que significó el endeudamiento de cientos de estudiantes que hasta el día de hoy luchan por derogar dicho estatuto. Además de innumerables privatizaciones, si bien es cierto que según algunos fueron necesarias para el crecimiento social, generaron inconformismo entre los más jóvenes.

A su manera, Piñera también hizo su mea culpa en cadena nacional al pedir perdón y proponer una serie de pálidas medidas para paliar las demandas ciudadanas. Reconoció que no estuvo a la altura de las peticiones sociales, tras seis días de protestas. Y pese a que algunos chilenos piden su renuncia o, al menos, que termine con el estado de excepción y retire a los militares de las calles para permitir el diálogo, él responde que “está en guerra”. La pregunta es contra quién. Los carabineros han actuado con desmesura y arbitrariedad. Ya hay 18 muertos, incontables desaparecidos, detenciones ilegítimas e incluso violaciones a mujeres.

El general Augusto Pinochet durante la dictadura del 73.  El toque de queda empieza a las seis de la tarde en Valparaíso. Y el Gobierno sigue solicitando refuerzo militar. Las libertades se restringen cada vez más. La prensa internacional ya da cuenta de ello. Porque aquí impera la desinformación. Los medios quieren criminalizar la protesta ciudadana, pero ya no estamos en 1973: las redes sociales no solo tienen una gran capacidad de convocatoria y de provocar el efecto masa, sino también de mostrar las imágenes que la televisión ha decidido censurar.

Sin ir más lejos, tanto Piñera como Andrés Chadwick, ministro de Interior, representan la continuidad del legado Pinochet en el imaginario social. No por nada, Chadwick participó en la dictadura como miembro de la comisión legislativa de la junta militar, y fiscal del Ministerio de Planificación. Y el hermano de Sebastián, José Piñera, fue ministro de Trabajo y Previsión Social y de Minería durante los horrorosos años de Pinochet. Asimismo, creó el sistema privado de pensiones, según AFP. Los chilenos lo saben y por eso no bajaron la guardia, a pesar de que Piñera se disculpó.

A pesar de que Michelle Bachelet aumentó cuatro veces el precio del pasaje del metro, nunca hubo revueltas. Para muchos, eso tiene que ver con que Sebastián Piñera (foto) representa todo lo que parte de la sociedad chilena odia: la ultraderecha que le hace guiños a la dictadura.  La mayoría de economistas creen que esa reforma pensional era lo correcto para hacer sostenible el sistema en una población que envejece rápidamente. Pero los jóvenes vieron en ella una traición a los derechos que sus mayores les habían ganado. Esas visiones han resultado difíciles de conciliar. Además, temen profundamente regresar a la situación en la que estaban. El país se ha vuelto cada vez más costoso (es más caro vivir en Santiago que en Madrid), las expectativas de los jóvenes son más altas que lo que la realidad les ofrece, muchos están en el limbo que los podría regresar a la pobreza, el Gobierno ha apretado tuercas con algunas reformas económicas (salud, pensiones y educación) y, por si fuera poco, el Estado nunca pidió perdón por los crímenes dictatoriales. La mayoría de los altos mandos siguieron en el Gobierno después de Pinochet.

La reconocida escritora chilena Nona Fernández, autora de Chilean Electric (2015), describió certeramente lo que vivimos hoy: “No hay lugar por el que transite, en las tres comunas de Santiago que he cruzado, donde la fiesta, la protesta y el reclamo no estén encendidos. Pero sé lo que pasará en unos momentos. (…) Nos culparán. Nos dirán otra vez que la responsabilidad es nuestra. Condenarán la violencia como si no fueran ellos con su brutalidad sistematizada los que la incitan. (…) Frente a La Moneda, junto al teatro en que trabajo, un hombre le dice a un carabinero que no comprende por qué protege los privilegios que a él nunca le corresponderán. Desclasado, le dice”. Una cita que suena con mucha fuerza ahora que se filtró el audio de la primera dama, Cecilia Morel, diciendo que“tendremos que despojarnos de nuestros privilegios” y, evidentemente angustiada, pidiendo la calma.

Los militares instauraron el toque de queda, algunos centros clandestinos de detención e hirieron a un centenar de personas. Dieciocho más murieron, entre ellas, un niño de 4 años. Algunos creen que se está gestando un golpe de Estado y que los militares podrían ignorar la autoridad de Piñera, como en la época de Pinochet.  Otro día gris Cae la noche. Aparentemente, nadie recorre las calles, pero silban balas a lo lejos, se oyen sirenas de patrullas policiales. Helicópteros de la Armada surcan los cielos. Mientras tanto, nos enteramos de que Juan Guaidó responsabiliza a Nicolás Maduro por las protestas en Chile. Una irresponsabilidad a nuestro parecer: las protestas en Chile y en América Latina tienen que ver con el descontento generalizado, con que los Gobiernos tendrán que lidiar ahora con una clase media empoderada, inconforme hasta el tuétano. Y, Chile en particular, con su pasado. Se destapó una olla a presión, dolorosa, pero necesaria. Solo reconocer los fantasmas del pasado y cerrar las heridas que dejó permitirá que este país siga siendo el más próspero de América Latina.