El presidente Duque le responde a Claudia, autoritario: “El presidente soy yo”. La alcaldesa Claudia le responde a Duque, sarcástica: “Ah, entonces vamos nosotros a salir a deber”. La una dice, retadora, que suspende el pago de los servicios públicos en los estratos bajos; pero no lo hace porque dice que el otro le dijo que no. Pero el otro después saca un decreto diciendo que sí, que ese pago lo pueden suspender los alcaldes si quieren. Y entonces ella tampoco lo suspende: porque si lo hiciera parecería estar obedeciendo al otro, y eso sí que no. Entonces el presidente ordena que se levante el confinamiento para la construcción y las manufacturas, y la alcaldesa parece ceder, generosa: que para la construcción, bueno; pero para las manufacturas, eso sí que tampoco: sobre su cadáver. Tercamente, cada cual le lleva la contraria al otro, a ver cual gana.

No sé cuál de los dos tenga la razón, en los detalles. Ni en los jurídicos ni en los reales. No creo que lo sepan ellos mismos: hay demasiados detalles. Son demasiado contradictorias las cifras que una y otro se tiran a la cara. Así, a ojo, parece que la razón profunda, o al menos la razón sentimental (o al menos la sensiblera), estuviera del lado de Claudia López, la alcaldesa de Bogotá, porque ese es el lado, como dicen, “de la vida”; y en cambio Iván Duque, el presidente de la república, parece estar del lado del frío cálculo económico. Pero es que el cálculo económico, por frío que sea, es el que en fin de cuentas respalda la vida (la humana, al menos) tal como existe en la sociedad capitalista actual. Y (por el momento, al menos) no hay otra. Es posible que se construya un sistema socioeconómico distinto después de la pandemia, como esperan los más optimistas, los que creen en el lado bueno de la condición humana. Pero durante la pandemia, que apenas está empezando, las cosas son así. Y así, en lo práctico, tiene razón Duque cuando dice que “no es momento para pugilatos políticos”.

Pero eso es lo difícil. Porque en esta pelea burocrática de políticos profesionales lo que hay detrás (para usar una de las frases favoritas de la prensa colombiana), lo que hay detrás es un enfrentamiento de egos, más que de convicciones. Iván Duque tal vez no tenga ninguna, o no se le han notado (“ni trizas ni risas” ha sido su más fuerte declaración de principios); y tal vez su propio ego no esté muy desarrollado, hasta el punto de que, temeroso de no ser reconocido, se hace bordar su nombre (Iván Duque) en su chaqueta sobre la tetilla cuando aparece en la televisión. Pero ha sido tan criticado desde antes aun de su elección por su calidad de monaguillo subserviente de su “presidente eterno”, Álvaro Uribe, que quiere mostrar que él manda: que el presidente es él. Y por su parte Claudia López, a quien el ego se le derrama a chorros por los cuatro costados, actúa como lo que es (y como lo que han sido todos los recientes alcaldes de Bogotá: Mockus, Petro, Peñalosa…): como candidata a la presidencia. Y se cura en salud (si esta expresión puede usarse en estos momentos de enfermedad universal) achacándole a quien desde ya considera no su superior jerárquico, sino su predecesor en la presidencia, todos los errores que ella tendrá que heredar. Lo mira ya en un imaginario espejo retrovisor. Como hizo Pastrana con Samper, Uribe con Pastrana, Santos con Uribe y Duque con Santos. Estamos, pues, asistiendo a un pugilato político del futuro, como lo han sido todos los de nuestro pasado reciente.

O a dos. Porque a la pelea de Claudia López con Duque hay que agregar la que tiene ella casada con el otro presidente in pectore –en su propio pectore– que es Gustavo Petro. Ni siquiera su amago de cáncer del esófago, que tuvo que ir a verificar con los médicos cubanos porque los colombianos le inspiraban sospechas de sesgo ideológico, pudo morigerar el rencor de Petro contra Claudia y hacer que por unos días dejara de atacarla. Otro choque de egos desaforados, mientras el coronavirus se ceba con nosotros.

O no. Porque a lo mejor tiene razón el escritor Fernando Vallejo, que se queja de que este virus no mata a casi nadie: ni siquiera a una diezmilésima proporción de los 8.000 millones de seres humanos que atestamos la Tierra.