El mercado capitalista se fundamenta en la libre competencia entre empresarios por el favor de los consumidores. Las constituciones democráticas tienen como uno de sus pilares la división del poder en distintas ramas para que se controlen mutuamente en beneficio de las libertades ciudadanas. Cuando se erosiona la libre competencia y la separación de poderes se desnaturalizan tanto el mercado como la democracia. Nadie duda en calificar como autoritario un país donde no hay separación de poderes. En cambio, la invasión del poder dominante en el mercado que reduce la competencia, permite el acaparamiento de rentas en manos de unos pocos y propicia una influencia desproporcionada sobre los poderes públicos, pasa casi desapercibida. A mayor concentración de poder económico, sigue mayor concentración de poder político. Este último, a su vez, se utiliza para que las reglas de juego del mercado que dependen de la regulación del Estado, se diseñen de más en más en favor de quienes ostentan una posición dominante en el mercado. Como alertaba Adam Smith en La Riqueza de las Naciones: “Es raro que se reúnan personas del mismo negocio, aunque sea para divertirse y distraerse, y que la conversación no termine en una conspiración contra el público o en alguna estratagema para subir los precios” (Ed. Carlos Rodríguez Braun, p.111). A ello pretende responder la legislación antimonopolios que ha sido insuficiente para proteger la libre competencia y defender a la sociedad de los abusos del poder dominante. Bajo tales leyes, en EEUU se obligó la división en varias empresas de Standard Oil, el gran conglomerado del petróleo en la época de los llamados “barones ladrones” y, más recientemente, de la megaempresa de telecomunicaciones AT&T. En Colombia, hemos visto en funcionamiento la Superintendencia de Industria y Comercio con multas a empresas y ejecutivos que acapararon rentas indebidas mediante acuerdos ilegales con su competencia para mantener altos los precios de pañales, papel higiénico y cemento, en perjuicio del “público.” Aunque significativos, esos esfuerzos han tocado apenas la punta del iceberg. Primero, porque las multas no devuelven el sobreprecio de billones de pesos a los consumidores. En segundo lugar, porque muchas empresas que registran crecimientos de sus utilidades en exceso de la tasa normal de rendimiento, lo hacen por abuso de poder dominante y no por alguna innovación que cree nueva riqueza. En vez de sentar las bases para un crecimiento económico pujante, el poder dominante en el mercado redistribuye el producto nacional, de abajo hacia arriba: de los trabajadores hacia el capital y de los consumidores hacia los grandes conglomerados. El resultado está a la vista. Mientras el salario mínimo se aumenta en 7 por ciento, grandes empresas como el Banco de Bogotá y Argos registran aumentos del 53,9 y 32 por ciento en sus utilidades. El resultado es una creciente desigualdad y concentración del ingreso y de la riqueza, lo que afecta el crecimiento económico, el bienestar social y la calidad de la democracia. Las reducciones de precios ordenadas por el Ministerio de Salud a drogas para tratar la deficiencia cardiaca o el glaucoma, hasta una décima parte o más del precio original, muestran el grado de poder de mercado creado por la legislación de propiedad intelectual que es, a su vez, objeto de un intenso lobby nacional e internacional. Otro campo que plantea un enorme desafío es el de las redes sociales y los emprendimientos de la tecnología de la información. En EEUU está abierta la discusión alrededor de Facebook y también Google. Dos empresas que han acumulado tal poder de mercado e información que exponen hasta las elecciones a riesgos de manipulación y, paradójicamente, esta última paga cero impuestos sobre la renta. Ha llegado el momento de afrontar este gran desafío para las instituciones democráticas y el bienestar social. Se requieren reformas serias para empoderar a trabajadores, consumidores y comunidades y para controlar el poder económico y político de quienes abusan de su posición dominante.